Por Carlos A. PISSOLITO.
La historiografía boba de las efemérides de las revistas tipo ‘Billiken’ nos ha dejado una imagen borrosa de la verdadera personalidad de nuestro Libertador, el General don José de San Martín.
Es un lugar común que, cada tanto, se publique como una obra cumbre de su pluma, sus máximas para su hija Mercedes Tomasa.
Nada de esto está mal. Si fuéramos adolescentes cursando los primeras letras. Pero, San Martín fue mucho más que eso. Tuvo que serlo.
Como un gran conductor militar que era, sabía que la empresa que sus hombres encararían sería una dura y larga. Además, tuvo, especialmente en cuenta que la gran mayoría de ellos eran bisoños, y muchos otros tantos, habían sido reclutados a la fuerza. En pocas palabras: si no se los encuadraba convenientemente no pelearían con el nivel de excelencia que era necesario.
Nuestros hombres de aquellos tiempos, eran naturalmente valientes. Allí no estaba el problema principal. Sino en su excesivo individualismo. Bueno como era para algunas cosas. No lo era para una fuerza armada organizada. Por allí pasaba la verdadera línea divisoria entre una tropa bien instruida con una mesnada de voluntariosos guerreros.
Una vara que los otros ejércitos patriotas no habían sabido rebasar hasta el momento. Lograrlo era un objetivo prioritario de San Martín. Para ello impulsaba siempre conductas, tales como el espíritu de cuerpo, la disciplina y el desarrollo del arrojo. El primero lo obtenía inculcando a los reclutas que el conjunto era siempre superior al individuo.
A veces los procedimientos para lograrlo eran crueles. Por ejemplo, ante una pequeña falta, no se castigaba al infractor, sino a todo su pelotón. La disciplina la infundía con un estricto apego a las normas de aseo y puntualidad. Uno podía verse privado de muchas cosas por la simple falta de un botón. Con el arrojo, dada nuestra naturaleza, no hubo mayores problemas. Todo lo contrario. Eso era lo que sobraba.
Esta masa combatiente compuesta por soldados rasos, cabos y sargentos. Debía ser encuadrada. Para cumplir con este rol estaba el cuerpo de oficiales. San Martín, que era un espíritu sistemático. Y en esto, tampoco, improvisó.
Al efecto, publicó y les exigió a ellos un código de conducta en el que se especificaban cuáles eran las conductas inaceptables en un oficial:
1. La cobardía en acción de guerra, en el que aún agachar la cabeza frente al fuego enemigo será reputado como tal.
2. El no admitir un desafío, sea justo o injusto.
3. El no exigir satisfacción cuando se halle insultado.
4. El no defender a todo trance el honor del cuerpo al que perteneciera, cuando lo ultrajen en su presencia o sepa que ha sido ultrajado en otra parte.
5. Hacer trampas infames como de artesanos.
6. La falta de integridad en el manejo del dinero, no pagar a la tropa el dinero que se haya suministrado para ella.
7. El hablar mal de otro compañero con personas u oficiales de otros cuerpos.
8. El publicar las disposiciones internas de los oficiales en sus juntas secretas.
9. El familiarizarse en grado vergonzoso con los sargentos, cabos y soldados.
10. El poner la mano a cualquier mujer aunque haya sido insultado por ella.
11. El no socorrer en acción de guerra a algún compañero suyo que se halle en peligro, pudiendo hacerlo.
12. El hacer un uso inmoderado de la bebida en términos de hacerse notable con perjuicio del honor del Cuerpo.
De la lectura de estos códigos se deducía un tipo humano. Un arquetipo. Que bien podría ser juzgado, hoy, como un tanto insolente y hasta soberbio. En pocas palabras: un arrogante. Pero sepan ustedes, que si entendemos que el métier de estos hombres era el lanzarse en una carga o asaltar una posición enemiga a la bayoneta. Créanme que no hubieran querido encontrarse en estos trances mandados por alguien que tuviera los humores y las maneras de una carmelita descalza. Con todo el respeto que les tengo a ellas.
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