A raiz de las recientes declaraciones del ex presidente Videla.
Como una herida no cerrada vuelve la polémica sobre lo acontecido en la violenta década del 70. ¿No fue una guerra? Si no fue, ¿Cómo se debe clasificar a esa violencia? El autor propone un análisis para responder a esa pregunta que seguramente no será compartido por todos. Pero, respetuosos de nuestra consigna de no asignarnos una ideología, y de promover el pensamiento crítico, dejamos el juicio final a nuestros lectores.
“NO
LLOREN COMO MUJERES...”
Por
Lucio Falcone.
Boadbil se rinde ante los Reyes Católicos. |
Más
allá de la sentencia del Coronel Perón de que los hombres no lloran ni se
besan. No está mal hacerlo cuando amerita la ocasión. Simplemente, queremos
comenzar este artículo recordando una colorida leyenda de la Reconquista
española. Cuenta la misma que al salir de Granada, camino a su exilio y tras
ser convenientemente derrotado, el Sultán Boadbil, al llegar a la última altura
de donde se divisaba la que había sido su ciudad, lloró amargamente. Sólo para
ser apostrofado por su madre Aixa. Con la dura e histórica sentencia de: “No
llores como mujer lo que no supiste defender como un hombre”.Ahora bien,
respecto de los generales del Proceso, a quienes hemos visto sollozar tristemente
–excepto alguna honrosa excepción- ante los estrados mediáticos montados para
condenarlos, cabe interrogarse si podemos decir lo mismo de: “No lloren...” En
principio, obviamente que sí; ya que fueron derrotados, ignominiosamente
derrotados.
El ritual de las Horcas Caudinas. |
Podemos
empezar diciendo que en la Antigüedad no fueron pocos los generales vencidos
que consideraron su propia muerte como un mal menor a una larga y previsible
humillación. Lamentablemente, no fue el caso de los cónsules romanos Espurio Albino y Tito Calvino que rendidos
a los sammitas optaron por lo se convertiría en una humillación de manual. Hoy
se la conoce como el pasaje de las Horcas Caudinas. El hecho inédito de ver a
sus cónsules pasar bajo las lanzas de socarrones legionarios enemigos, de esto
se trataba la afrenta. Fue argumento suficiente para que Roma armara otro
ejército para vengar esa afrenta con sangre. Tan
orgullosa era la capital del mundo antiguo.
Hoy,
no se espera que un general derrotado pase por debajo de las lanzas de sus
vencedores. Para ello, basta que lo filme alguna cámara de televisión. Con
ello, ve multiplicado por mil ese tormento, reproduciéndolo hasta el infinito y
volviéndolo casi eterno.
¿Guerra? ¿Guerra irregular? ¿Guerrilla?
Como
el menos aventajado alumno de cualquier escuela de guerra occidental sabe, para
que exista propiamente una guerra deben darse tres condiciones. La primera, que
se trate de dos Estados soberanos; segundo, que al menos uno de ellos esté
dispuesto a atacar militarmente al otro; vale decir usar sus fuerzas convencionales;
y tercero que ambos hayan acordado –aunque más no sea tácitamente- dejar a sus
pueblos al margen de la contienda, respetando con ello lo que se conoce como
los usos y costumbres de la guerra.
Ahora,
bien, algún alumno más inquieto que el anterior podría llegar a acotar que este
no fue siempre el caso en la más que prolífica historia de la guerra. En su
apoyo –seguramente- citaría ejemplos como las luchas libradas por el Frente de
Liberación Nacional contra los franceses en Argelia o el Viet Cong
contra los EEUU en el Sudeste asiático. Por su parte, alguno de los profesores,
preferentemente uno formado en los cánones de la lógica de Carl von Clausewitz,
lo ilustraría diciendo que la primera de ellas, es la Guerra con “G” mayúscula;
tal como se la enseña en los manuales de conducción militar. Las otras, las
citadas por el segundo alumno, sólo merecen ese título –siempre con minúscula-
por una generalización exagerada; impropia de un profesional. Aún mejor, si
este profesor fuera el titular de la cátedra de Derecho Humanitario, le
explicaría a sus educandos que a partir de las Convenciones de Ginebra y de la
Haya debe existir una clara distinción entre combatientes y no-combatientes
como condición sine qua non para librar una “guerra civilizada”.
En función
de lo explicado precedentemente, no hubo en la Argentina una Guerra durante la
década del 70. Por cuanto, no existió otro Estado agresor, ni ambos bandos eran
de naturaleza convencional. Pero ¿acaso no hubo muertos, heridos, ataque a
unidades militares? ¿Incluso la sospecha fundada de que terceros Estados
favorecieron el accionar de los irregulares? Acaso ¿No tenía derecho el Estado
argentino a defenderse, aun usando sus Fuerzas Armadas? Obviamente, que para
cualquier testigo imparcial de esa época, todos los interrogantes planteados
merecen una respuesta afirmativa. Pero, si estas acciones por sí solas no
tipifican a un conflicto como Guerra. Entonces ¿qué fue lo que hubo?
Técnicamente,
se trató de un conflicto armado interno, tal como lo caracteriza el 2do
Protocolo Adicional a la IV Convención de Ginebra. Es mas, una visión crítica de la estrategia,
les hubiera desaconsejado a los generales del Proceso calificar como Guerra al
conflicto que tenían entre manos. Porque procediendo de ese modo, como enseñan
varios expertos, sería dotar de un status –el de combatiente- a quienes no se
lo merecen. En este marco, sólo se podría haber hablado de guerra en un sentido
amplio, como cuando se menciona –por ejemplo- a la “guerra contra el delito” o
la “guerra contra las drogas”. Pero, sería imperdonable que un profesional
militar cayera en tal error conceptual.
Y
¿Tucumán? ¿No se constituyó, acaso, en una zona liberada donde los terroristas
ejercieron el control territorial? Podría habernos retrucado un memorioso. La
respuesta se orienta en el mismo sentido que la del párrafo anterior. Ya que la
legislación de Ginebra prevé el enfrentamiento de una fuerza armada contra una
fuerza disidente o grupos armados organizados que bajo la conducción de un
mando militar responsable y que estén en condiciones de ejercer el control
sobre operaciones sostenidas. Coincidente con los principios de la doctrina de
Ginebra no hace ninguna salvedad particular respecto al tratamiento que las
fuerzas armadas le deben a los que son capturados.
Para
resumir, en todos los casos, aun en los de conflicto intenso y en los de no
reconocimiento de beligerancia, se deben aplicar las normas generales de la
Convenciones de la Guerra que establecen la prohibición de asesinar, torturar,
tomar rehenes o las ejecuciones sin debido proceso.
Dura lex sed lex
Por
todo lo expresado, a lo que no tenía derecho el Estado argentino ni su brazo
armado era violar en forma sistemática los derechos de sus detenidos o
prisioneros. Sin embargo, ello, aunque constituye un crimen en sí mismo,
creemos que no califica como genocidio; aunque probablemente podría ser
catalogado como un crimen de guerra.[1] Y que como tal merece ser castigado. ¿Qué habría que haber hecho? Ya hemos
dicho que era totalmente lícito defenderse, vale decir repeler la agresión
terrorista con las armas del Estado. Pero, no con la violencia irrestricta de
las patotas civiles y militares; sino con una regulada por las normas de los
conflictos armados internos.
Claro
que para haber procedido de acuerdo a los usos y costumbres de la guerra
hubiera sido necesario que además de tropas de combate –que las había y muy
buenas por ambos bandos-; hubiera habido comandantes que se hicieran moralmente
responsables por las acciones de sus subordinados.[2] Vale decir, que en uso de sus atribuciones legales: juzgaran, condenaran o
absolvieran según las normas establecidas por el gobierno constitucional de
aquella época para la justicia militar vigente.[3] Si, no se animaban a tanto; deberían haber entregado sus detenidos a la
Justicia Federal como, también lo posibilitaban esas mismas leyes. En pocas
palabras, que se hicieran cargo; y no que, amparados en la impunidad, dejaran
librado al criterio de un teniente la vida o la muerte de alguien con el que
habían estado combatiendo días u horas antes.
Un
cínico dirá que es fácil acertar los resultados de los partidos de fútbol del
domingo con el diario del lunes. Pero, sucede que los generales del proceso
eran eso: generales, vale decir, personas que habían alcanzado la máxima
jerarquía en una profesión cuyo raison d être es la aplicación de la
violencia estatal. No pueden argumentar, hoy, ignorancia. Por lo tanto, no vale
sostener que no sabían como proceder y que fueron sorprendidos por un conflicto
irregular para el que no se habían preparado. Para eso está la historia militar
y toda la gama de lecturas profesionales que los debieron haber ilustrado sobre
como sobre proceder.
Los excesos simétricos
Los
excesos en la justificación moral de la represión, donde todo valía en pos de
derrotar físicamente al oponente, ha traído –con el tiempo- otro exceso.
Simétrico, pero de signo contrario. El exceso en la reparación que hoy vivimos.
Nadie niega que hubo excesos y que como tales deberían ser reparados. Ahora, el
hacerlo en forma sesgada y unilateral sólo garantizará que las heridas aún
abiertas no se cierren; y eventualmente, el resurgimiento de los
enfrentamientos.
Por
supuesto, que lo perfecto sería que la justicia, entendida como el dar a cada
uno lo que se merece, repare los múltiples daños físicos, psicológicos y
morales producidos. Pero, la política es el arte de lo posible e intentar lo
imposible es una receta segura para el desastre. Talvez, la propia complejidad
de llevar adelante esta reparación, es la que aconseja objetivos mucho más
modestos. Por ejemplo, se podría intentar algo similar a lo realizado por los
salvadoreños tras su larga guerra civil. En principio, un acuerdo de concordia
social y política y una ley de reconciliación nacional que establezca un amnistía
general y generosa para los combatientes de ambos bandos. Sin concordia no hay
vida civilizada posible. A la par, se deben encarar verdaderas reformas en las
fuerzas armadas, en el sistema judicial y en el fortalecimiento moral del
principio de autoridad para evitar la recurrencia del conflicto.
Una lección para el futuro
Ya hemos dicho que no es
momento para llorar, pero sí para reflexionar. En principio hay que reconocer
que no se puede librar una guerra ni un conflicto -cualquiera sea su
naturaleza-, sin reglas. Ello no sólo es una atrocidad sino, también, una
imposibilidad táctica. Los ejércitos son cuerpos que basan su eficiencia
operativa en su cohesión moral. Por lo tanto, no se les puede ordenar que
violen sistemáticamente principios éticos y morales. Hacerlo, equivale a
transformarlos en una banda armada de poco valor.
La guerra, la verdadera
guerra, lleva implícita una noción de paridad. No en vano por siglos se la
consideró el juicio de Dios. En consecuencia, no es conducente el
enfrentamiento de alguien desmesuradamente fuerte contra uno mucho más débil.
Tal fue nuestro caso en los 70. Llegado el momento de que una fuerza armada
deba enfrentar a una guerrilla, vale decir a un oponente débil. Lo mejor es
evitar el enfrentamiento directo. Y si no quedara alternativa, librar la lucha
en forma rápida, fulminante y lo más apegado posible a las reglas y a la ética.
Si el conflicto se prolongara, deberemos saber que la ventaja siempre estará
del lado débil; ya que sólo será cuestión de tiempo para que se cometan
atrocidades irreparables. Y que la parte más débil gane –indefectiblemente- la
batalla moral.
¿Qué hacer con fuerzas
armadas que han sido derrotadas moralmente por un oponente más débil? Esta es
la pregunta que deberían estarse haciendo, hoy, los conductores civiles y
militares de nuestra defensa. Con toda certeza, los esfuerzos realizados, por
los militares para que todo permanezca como está; y de los políticos para
cambiarlo todo, aun lo que está bien, no nos conducirá a nada bueno.
En estos años se lo ha
intentado todo. Nos preguntamos sino será tiempo de probar con el simple
sentido común. Una verdadera transformación de lo militar, por un lado, y un
maduro control civil, por el otro. O al menos, elegir una línea de conducta que
al vernos derrotados puedan decir de nosotros lo que dijo Madame de Aulnoy de
los vapuleados Tercios españoles: “Se les ve expuestos a la injuria de los
tiempos, en la miseria; y a pesar de ello, más bravos, soberbios y orgullosos
que en la opulencia y prosperidad…”
[1] Se define como crimen de guerra a toda
violación de los “usos y costumbres de la guerra”, como la muerte o el maltrato
a prisioneros de guerra. Fueron inicialmente tipificados por la Convenciones de
la Haya de 1899 y 1907.
[2] La responsabilidad del
comandante, también conocida como "La cláusula Yamashita", se basa en
un fallo de la Corte Suprema de los EEUU contra el general japonés Tomoyuki Yamashita. Quien
fue condenado por atrocidades cometidas por tropas contra la población civil
bajo su comando en la Filipinas durante la 2da Guerra Mundial.
[3]
Hacemos referencia al famoso Decreto 261 del 5 de febrero
de 1975 emitido por el gobierno constitucional de María Estela Martínez de
Perón, en el que se ordenó a las fuerzas militares: "aniquilar el accionar
de elementos subversivos que actúan en la provincia de Tucumán" (art. 1).
Dicha tarea fue extendida a todo el país mediante los decretos 2770, 2771 y 2772 de octubre de 1975. En forma
consecuente con lo anterior, el 28 de octubre
del mismo año, mediante la Directiva del
Comandante General del Ejército 404 (Lucha contra la subversión), se
dispuso la división del país en 5 zonas militares, divididas a su vez en
subzonas y áreas, con sus correspondientes responsables militares. De la
lectura de los documentos mencionados se desprende que las fuerzas armadas
disponían de todos los instrumentos legales para llevar adelante un conflicto
armado interno.
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