La fina línea verde.
Por Carlos Pissolito.
Una realidad
Diversos reportes periodísticas, muchos de ellos basados los informes
anuales de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito
(UNODC), nos alertan de que nuestro país, la República Argentina, estaría entre
los que tienen la mayor proporción del mundo entero de personas que admiten el
consumo de cocaína.
Por supuesto que hay otros indicadores como quiénes son los mayores
productores de cocaína a nivel mundial, lo que no es sencillo de determinar. Por
el contrario, la cantidad decomisada es un indicador mucho más verificable. Colombia,
por ejemplo, quien es considerado, a la vez el 1er productor mundial, está al
tope de la lista con unas 254 toneladas de cocaína, lo que representa el 35% de
todo lo decomisado a nivel mundial. Argentina por su parte ocupa el 12do lugar
en la tabla de decomiso, con solo unas 15 toneladas. Un dato que no es sencillo
de interpretar. Ya que la relativamente baja cantidad de droga decomisada puede
ser atribuida, tanto a su condición de país no productor de esta sustancia -lo
cual también está en discusión- o a la
ineficiencia de nuestras agencias gubernamentales.
De todos modos lo que no puede negarse son dos factores determinantes. El
primero, es que nuestro país vine creciendo, especialmente durante la presente
década, en todos los indicadores
relacionados con el tráfico de drogas. El segundo, es que este crecimiento está
relacionado con dos factores fundamentales. A saber: una creciente presencia en
nuestro territorio de organizaciones del crimen organizado -tanto locales como
extranjeras- vinculadas con el tráfico
de drogas, de armas y de personas; y una
notoria incapacidad del Estado por siquiera contener este avance, ya sea en sus
orígenes, en su desarrollo o en sus consecuencias.
Ante esta innegable realidad hay dos posturas antagónicas, pero
igualmente erróneas. Una que sostiene que no estamos tan mal, que lo que aquí
sucede no es más que el reflejo de lo que sucede a nivel global. Esta es la
postura oficial. Una que no tiene por objetivo luchar contra el narcotráfico,
siquiera contenerlo. Una que se contenta con solo hacer una suerte de "control
de daños" sobre sus efectos más visibles. La otra postura, la tremendista,
asegura que no hay salvación y que estamos a un paso de ser México. Que es
inútil tratar de luchar contra un monstruo como el narcotráfico.
Creo que ambas posturas están igualmente equivocadas. Una porque es la
simple muestra de una negligencia criminal. La otra, porque niega toda esperanza
y se rinde antes de luchar.
Ante ambos extremos me atrevo a proponer otra postura distinta. Una
superadora de los errores que contienen ambas y que nos permita enfrentar al "enemigo"
que se nos presenta. Aunque, como explicaré más adelante, no podamos designarlo
de esta forma.
El Estado como
objetivo.
Lo que está aquí en juego es, no nada más nada menos, que la
supervivencia del Estado. En su rol vital de ser el dueño de la violencia y de ser
el último garante de los derechos y libertades de sus gobernados.
No cabe duda que el narcotráfico ataca al Estado en su esencia. Le
disputa, tanto este monopolio, como la lealtad de partes importantes de la
población. No viene a negociar, sino a conquistar. Si negocia, es solo como un
paso previo al dominio total, una táctica más barata que la de la violencia.
Ante ello, el Estado no
solo no puede claudicar, pues sería su ruina a mediano plazo. Además, debe empezar ya a reconquistar los espacios ya
cedidos. A los que deberá saturar con su presencia. Abandonando su neutralidad,
pero no su imparcialidad. Restaurando las distintas actividades sociales. Desde
la libre circulación hasta la libertad de expresión.
Para lograrlo el Estado
no puede negarse a sí mismo el uso de todos sus recursos disponibles, incluidas
sus fuerzas armadas, cuando es su propia existencia está siendo amenazada. No
hacerlo sería simplemente suicida.
Hombres, ideas, equipos.
Me pregunto: ¿para qué
queremos fuerzas armadas preparadas solo para la guerra convencional entre
Estados. Una que hoy parece
haberse abolida a sí misma. Y que está siendo reemplazada por conflictos
interestatales protagonizados, básicamente, por contrapoderes no gubernamentales
que están desafiando la legitimidad, la legalidad y hasta el monopolio de la
violencia al Estado. Por lo tanto, no enfrentar a estas amenazas es condenarse
a perecer como Estado libre y soberano. Entre ellos se destaca por su
peligrosidad el flagelo del narcotráfico, tal como ha sido caracterizado por un
claro documento emitido por la Conferencia Episcopal Argentina, seguido de otro
similar de nuestra Corte Suprema de Justicia.
En aras de hacer una propuesta
concreta en el sentido de lo expresado. Empiezo sosteniendo que toda fuerza
armada se compone de tres cosas fundamentales: hombres, ideas y materiales. Y
en ese estricto orden estriba su valor combativo. Creo que el primero de ellos
es de suyo obvio. Nunca será igual una fuerza armada conducida por un genio
militar que una comandada por personas normales o por incompetentes. Como
muchas veces ha sido el caso. En este sentido, no cabe duda de que un país en
peligro y llegada la hora suprema de enfrentar un conflicto armado debe apelar
a sus mejores hombres. Tanto en su rol de conductores como de ejecutores de una
estrategia.
Las ideas para enfrentar esta lucha,
deben arrancar desde un marco legal acorde y terminar en reglas de empeñamiento
claras para el piloto de combate que eventualmente intercepte a esa
aeronave, no termine preso 20 años
después de terminado el conflicto.
En este sentido el actual marco legal
está prioritariamente preparado para que nuestras fuerzas armadas se enfrenten
en un conflicto armado contra otras fuerzas similares que pertenezcan a otro
Estado agresor. Dicho esto, no se puede negar que en dicha legislación se dejaron
–maliciosamente- “ventanas” abiertas para que estas fuerzas puedan ser
empleadas en cuestiones de seguridad interior. Pero, no se lo ha hecho en forma
coherente. Por cuanto, le prohíben a esas mismas fuerzas, tanto prepararse como
equiparse para enfrenar estas situaciones. A la par, que se las inhibe de hacer
la inteligencia interna necesaria. En palabras sencillas: serían como un
elefante en un bazar y, para colmo de males, uno con los ojos vendados.
Para un profesional de la guerra
enfrentar un enemigo en un conflicto a muerte y para el cual uno no se ha
preparado previamente es simplemente suicida. Ya lo dice el aforismo militar:
“las batallas se ganan en los preparativos.” Ergo, nadie puede pensar salir
victorioso de un enfrentamiento para el cual no se preparó ni se equipó
adecuadamente.
Tampoco lo sostenido en el párrafo
anterior pretende ser una convalidación de los abusos que las fuerzas pudieran
eventualmente a cometer. Todo lo contrario. Sostengo, enfáticamente que todo
abuso en el uso del poder militar no es solo una inmoralidad es una clara
desventaja operacional. Ya que le otorga una ventaja moral a nuestros
adversarios.
Pasando a lo concreto, puedo afirmar
que, probablemente por una extraña casualidad de la historia, gran parte de
nuestras fuerzas armadas, especialmente las de la Infantería del Ejército
Argentino, tienen una buena base para
las tareas a realizar. Ya que las aprendieron como fuerzas de paz en Haití. Se
trata de un enfoque multidisciplinario, que no considera al componente militar
como el prioritario. Todo lo contrario, lo subordina a las realidades sociales
insoslayables que vienen asociadas al fenómeno del narcotráfico. Usa a lo
militar como un corset de apoyo que
sostiene y protege a las fuerzas más blandas como las policiales y las de
acción social.
Cabe señalar que las
sociedades ya no aceptan el empleo irrestricto de la violencia. Especialmente
cuando una poderosa fuerza militar convencional se enfrenta a un grupo de
desarrapados. No importa que estos últimos quieran tomar por asalto a esa misma
sociedad. Su empleo será siempre visto como un abuso.
Aún en el caso concreto
de la lucha contra el narcotráfico estas premisas se verifican. En este sentido
es impropio hablar de una “guerra al narcotráfico”. Ya que la mera acción policial y/o militar
contra el mismo nunca podrá obtener resultados permanentes. Pues atacan solo a
sus consecuencias y no a sus causas.
Mi propuesta está
encaminada a utilizar determinadas capacidades militares para conformar un
equipo interdisciplinario que tenga por finalidad primera restablecer la
autoridad del Estado. Para crear las condiciones de seguridad y de tranquilidad
que permitan a otras agencias estatales y no estatales sanar el tejido social
dañado por los estragos que produce el narcotráfico. Pero, también, por la
pobreza, la exclusión, la falta de educación y de infraestructura básica.
En el pasado,
situaciones similares se presentaban cuando los ejércitos enfrentaban las
denominadas insurgencias. Solo aquellas fuerzas militares que respetaron los
deseos profundos y los derechos de las poblaciones en los que se nutrían estas
insurgencias tuvieron la posibilidad de alcanzar algo parecido a una victoria.
O al menos no resultaron derrotadas y pudieron negociar una salida a sus
respectivos conflictos.
Hoy, a este imperativo
del respeto por la población se suma el inconveniente de que los oponentes
violentos a los que nos enfrentamos han perdido su carácter unitario y
distintivo. Ya no se trata de un grupo ideológicamente uniforme que bajo una
firma conducción persigue un claro objetivo político. Y con el cual, en última
instancia, se puede negociar o firmar un acuerdo de paz.
En pocas palabras: ya no
son guerrilleros que operan en un lugar remoto de la geografía del país. Sino
miríadas de jóvenes desempleados, semi-letrados que viven en el interior de
nuestras ciudades y que no tienen otro objetivo que la violencia por la
violencia misma. En este sentido, no responden a ningún comando unificado. Su
comandante es invisible, su consigna el caos y su fe el nihilismo. Por supuesto
que detrás de ellos estarán sus proveedores de droga y los que se aprovechan,
en última instancia, del clima que ellos creen. Pero, sin ellos estos
proveedores y estos aprovechadores no existirían. Ergo, ellos deben ser el centro
de gravedad de nuestras operaciones. No para capturarlos, sino para que
integren sus conductas al marco de una convivencia civilizada.
Otro aspecto a tener en
cuanta y a evitar es que como natural contrapartida de la ausencia del Estado,
también, se erigirán diversas organizaciones ad hoc que pretenderán responder a la violencia con violencia para
defenderse a sí mismas. Como es el caso de los grupos de autodefensa mexicanos
y peruanos. Todo ello generará el escenario descripto como “guerra civil
molecular”. En el cual los individuos regresan al “estado de naturaleza” del
que hablaba Thomas Hobbes. En pocas palabras: una guerra de todos contra todos.
En este último sentido,
sabemos que solo los cambios profundos que produce la educación serán la mejor
garantía de una convivencia civilizada. Aunque, tampoco, puede negarse que en
lo inmediato habrá que desarmar, desmovilizar y reinsertar a quienes viven en la marginalidad del
narcotráfico. No combatiéndolos a ellos, sino buscando modificar sus conductas
para que se integren a una vida social plena.
Conclusiones
En definitiva, será un
juicio prudencial, primero político y después estratégico, el que seleccione
los mejores caminos y los medios idóneos para garantizar la tranquilidad en el
orden que toda Nación necesita para existir y progresar. En un escenario pleno
de oportunidades y de riesgos.
Seguramente, que las objeciones a esta
propuesta serán muchas. Que esto no es una misión de paz, que las fuerzas
armadas están para otra cosa, etc. Pero, también creo que estas mismas
objeciones irán cayendo ante el avance
audaz del narcotráfico. Como reza el dicho popular: La necesidad tienen cara de
hereje. Hasta que llegue el día en que es uso de las fuerzas armadas será una
necesidad reconocida por un número determinante.
Sabiendo que la experiencia propia
cuesta cara y que lo mejor es aprender de la ajena. Pido para que hoy
preparemos a nuestros fuerzas armadas de cara al futuro y en forma realista. No
hacerlo sería condenarlas, de antemano, a un
fracaso.
Para los que tienen miedo aún antes de
comenzar les recuerdo que en peores condiciones estaba el Coronel San Martín
cuando llego a Cuyo como gobernador intendente. No tenía casi nada y lo tenía
todo por hacer. Debía crear y preparar un ejército, cruzar una de las
cordilleras más altas del globo y derrotar a un adversario formidable. Pero,
era dueño de una verdad y de una voluntad. La verdad era que sabía que debíamos
ser libres y que los demás no importaba nada. Puso su voluntad titánica al
servicio de esta empresa. Solo se detendría 8 años después con su tarea
concluida. En camino le había dado la liberad a tres países.
Esperemos que los conductores
militares de hoy puedan hacer en el futuro un balance similar al de nuestro
héroe máximo.
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