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jueves, 10 de octubre de 2019

Guerra civil molecular global.







Carlos Pissolito

Siendo como es la guerra, en particular y los conflictos, en general, actividades eminentemente humanas que despliegan una permanente tendencia al cambio. Uno que es constante y que tiene ritmo, por lo que pueden seguirse y estudiarse, a lo largo del tiempo y definir sus tendencias. Es más, algunos creen que, también, pueden anticiparse las futuras. De tal modo, de encontrarse en la mejores condiciones para enfrentarlos.



Otro reconocido, autor, más contemporáneo, William Lind, ha dividido a esta evolución en cuatro generaciones. La última de ellas, vale decir la 4ta, se caracteriza por la presencia de actores no estatales que desafían a los Estados su monopolio de la violencia.

Por su parte, el historiador de la guerra, Martín van Creveld, especifica que esa última generación se inició a caballo del fin de la 2da GM, cuando el uso del arma atómica tornó en casi imposible a los conflictos convencionales, propios de la guerra clásica.  Sostiene que a partir de ese momento surgieron, a lo largo y ancho del mundo, especialmente de los denominados países del Tercer Mundo, los movimientos insurreccionales inspirados en diversas ideologías.

Si en el pasado, estos movimientos insurreccionales  estaban justificadas, o al menos esperaban estarlo, como por ejemplo, en un alzamiento inedependentistas contra poderes coloniales. Hoy, no hay un único justificativo a la vista para esta violencia generalizada. Igualmente, si antes para que se diera uno “exitoso” era necesario, tanto el apoyo externo como la partición de  parte importante de la población.

No es lo que sucede hoy. Estas guerras civiles moleculares estallan internamente sin necesidad de que se haya establecido ningún contagio extranjero. Tampoco parten de una clara división de la sociedad en dos bandos. Más se parecen a un asalto de actores no estatales contra un Estado ausente y/o bobo al que quieren reemplazar o, al menos, doblegar y someter.

Como nos dice el profesor y periodista alemán Hans Magnus Enzensberger, este fenómeno tiene una característica que lo diferencia de otros tipos de violencia en el pasado, cuál es: “…la naturaleza autista de los perpetradores y su incapacidad de distinguir entre destrucción y auto-destrucción. Las guerras civiles de hoy ya no existe la necesidad de legitimar las acciones. La violencia se ha liberado de la ideología.”

Podemos afirmar que los procesos señalados más arriba están en desarrollo en casi todo el Mundo; pero lo hacen a diferente ritmo. Vale decir que en algunos lugares son más violentos y están más avanzados que en otros. Lo que determina su velocidad es el nivel de deterioro del Estado Nación y de sus funciones. Donde éste ha desaparecido, la violencia es total y muy extendida, mientras en los lugares en los que todavía hay un Estado disfuncional, la misma se manifiesta en forma espasmódica, aunque siempre creciente.

Por ejemplo, en lugares como Irak, Yemen o el Kurdistán ha adquirido características de un conflicto abierto, endémico y sin límites con participación de facciones fuertemente armadas con apoyo de potencias exteriores que van y vienen.

Por su parte, en Argelia y en Egipto se desarrollan prolongadas luchas sociales intestinas bajo el formato de las denominadas Primaveras árabes con serios cuestionamiento a un Estado que se encuentra a cargo; pero que no puede garantizar niveles mínimos de bienestar. En esta categoría, también, se podrían incluir a las reivindicaciones palestinas en la Franja de Gaza.

Además, hay otros conflictos que parecen estallar desde la nada como acaba de ocurrir en Ecuador, con motivo de un plan de ajuste económico; pero que saca a la luz cuestiones mucho más profundas como reivindicaciones indigenistas autonómicas. Diferente al caso de Venezuela, también, generado por una grave crisis económica; pero con un Estado con capacidad para mantenerlos a raya.

Por su parte, hay Estados, como el mexicano, el colombiano y el brasileño con serias dificultades para controlar determinados espacios internos, particularmente sus ciudades y cárceles, en manos de las organizaciones criminales del narcotráfico.

Otros conflictos de larga data escalan por circunstancias menores y difíciles de especificar cómo las reivindicaciones por una mayor autonomía por parte de comunidades con status especiales como los casos Hong Kong respecto de China y de Cataluña respecto de España.

Finalmente, hay sociedades que a pesar de disfrutar de un Estado fuerte, como es el caso de los EEUU, enfrentan violentas tensiones internas que esporádicamente se manifiestan en explosiones de violencia como los tiroteos masivos.

En muchos de los casos señalados la diferencia la hace la posibilidad es esos Estados en su capacidad para mantener el ejercicio del monopolio en el uso legítimo de la fuerza. O en otras palabras, el control que ese mismo Estado puede ejercer sobre sus FFAA como ultima ratio regum. En un extremo, por ejemplo, lo tenemos al Estado iraquí surgido tras la reciente ocupación de los EEUU con FFAA débiles y en el otro a Estados con un férreo control sobre sus respectivas fuerzas militares, como es el caso de los EEUU de China y, en menor medida, el de Venezuela.

Llegado a este punto surge, naturalmente, el tema de la legitimidad en el uso de la fuerza por parte del Estado. Ya que solo una que sea empleada por el fin superior de mantener la paz, definida como la tranquilidad en el orden, tendrá razonables probabilidades de imponerse contra las facciones sociales que se la disputen.

Pero, aún, en un contexto de relativa buena legitimidad, las fuerzas policiales/militares empeñadas en la defensa del Estado enfrentan el dilema de no incurrir en el denominado Síndrome de Goliat y perder esta legitimidad por el uso excesivo de la fuerza.

Las dificultades se suman ante la presencia de altos niveles de corrupción política en el Estado que dificultan el buen funcionamiento de los sistemas de representación política. Quedando limitados éstos al desarrollo periódicos de elecciones democráticas; pero que eligen gobiernos que pasan a integrar un régimen de privilegiados frente a una masa poblacional cada vez más pauperizada.

Como conclusión de todo lo expuesto se puede expresar que la frecuencia y la intensidad de los conflictos irá en aumento. Específicamente, no puede ni debería descartarse su ocurrencia en la Argentina, habida cuenta de las realidades objetivas que le toca atravesar en los últimos años y a la manifiesta incapacidad de su clase dirigente para entender y manejar el fenómeno. 

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