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sábado, 17 de septiembre de 2011

Homenaje


Jean Lartéguy ha sido siempre un autor leído y releído. Especialmente por las camadas de jóvenes oficiales que veían en el ejército una forma de aventura genuina y a su alcance. Casi siempre ha sido alabado sin restricciones y más citado que entendido en profundidad. Acercamos hoy un texto de Robert Kaplan que lo pone en una perspectiva correcta. Jean Osty, tal cual era su nombre verdadero, falleció el pasado 23 de febrero. Vaya este fragmento como un homenaje a su honestidad intelectual; y, también, como un intento para que las generaciones futuras no escuchen solo las notas de su clarín guerrero.



RELEYENDO A LARTÉGUY



por Robert Kaplan


Uno no puede aproximarse a las guerras de Vietnam e Irak, o al tema de la insurgencia en general, sin hacer referencia a Jean Lartéguy, un novelista francés y corresponsal de guerra, que en una forma muy diferente a la de Stockdale[1], es un ejemplo vivo de la división entre militares y civiles. Lartéguy encarna la verdadera alma del guerrero occidental moderno, aunque se haya alejado de algunos lectores civiles en el proceso. Stockdale lo cita. Con lo que me dice que varias ediciones de “Los Centuriones” de Larteguy (1960) han pasado por sus manos en el curso de una vida profesional dominada por Vietnam. Alistair Horne, el renovado historiador de la Guerra de Argelia usa a Lartéguy para sus epígrafes en “Las Salvajes Guerras de la Paz” (1977). Hace unos meses atrás, el Grl David Petreaus, ahora el comandante terrestre de los EE.UU. en Irak, sacó a “Los Centuriones” de un estante en su casa en Fort Leavenworth, Kansas y me hizo una disquisición sobre los principios para el mando de pequeñas unidades extraídos de uno de sus personajes. Por más de media década, los Boinas Verdes me han recomendado “Los Centuriones” y “Los Pretorianos” (1961) de Lartéguy: libros sobre paracaidistas franceses en Vietnam y en Argelia en los 50.

Hace casi medio siglo, estos franceses estaban obsesionados con un frente interno que no simpatizaba con una caliente guerra irregular; llevada a cabo por guerreros profesionales alineados de sus contrapartes civiles tanto como de sus unidades convencionales de infantería; acerca de la necesidad de empeñarse tanto en combate como en los asuntos civiles en una nueva forma de guerra que venía luego de lo que llamaban el desfile de la victoria y de los “héroes de película”: acerca de un enemigo con una libertad de acción completa, al que se le permitía “hacer lo que nosotros no nos atrevíamos”; y acerca del peligro de crear una “secta” singular de valientes hombres de acero, cuyos ideales estaban tan exaltados que fuera del campo de batalla ellos tenían la tendencia a extraviarse. Lartéguy dedicó su libro a la memoria de los centuriones que murieron para que Roma sobreviva, aunque como él nota en sus conclusiones fueron esos mismos centuriones quienes destruyeron Roma.




Nacido en 1920, Jean Lartéguy –un pseudónimo, su nombre real fue Jean Osty- peleó para la Francia Libre y después se hizo periodista. Debido a su experiencia militar y a sus contactos con la Resistencia, gozó de una relación muy estrecha con los paracaidistas franceses que pelearon en Diem Bien Phu y en la Batalla de Argel. Sus simpatías por esos hombres, algunos de los cuales eran torturadores, lo hizo especialmente odioso para la izquierda parisina, aun cuando él rompió con ellos debido a su oposición a sus objetivos políticos, a los que rotuló de “neofascistas.”


Lartéguy eventualmente encontró su ideal militar en Israel, donde era reverenciado por los paracaidistas que tradujeron a “Los Centuriones” al hebreo para leerlo en sus centros de adiestramiento. El llamó a estos soldados judíos “los más destacados de todos los servidores de la guerra, superiores incluso a los viets, pero que al mismo tiempo son los que más la detestan…” En los mediados de los años 70, a pesar, de que quedó desilusionado con las Fuerzas de Defensa de Israel. Dijo que habían dejado de ser “una manejable fuerza de grupos comando” para transformarse en una “pesada maquinaria” muy dependiente de la tecnología norteamericana- como si hubiera anticipado algunos de los problemas de la campaña libanesa de 2006.




Recientemente, ingresé al despacho del jefe de estado mayor de las Fuerzas Especiales del Ejército en Corea del Sur, el Cnl David Maxwell de Sprinfield, Massachusetts y vi una placa con la famosa cita de Lartéguy de los “dos ejércitos”. (la traducción fue hecha por Xan Fielding, un oficial británico de operaciones especiales, quien además de traducir a los clásicos de Lartéguy al inglés, era un gran amigo del escritor británico de viajes Patrick Leigh Fermor, y a quien Fermor le dedicó la introducción de su clásico, A Time of Gifts (1977). En “Los Centuriones” uno de los paracaidistas de Lartéguy declara:

Me gustaría que Francia tuviese dos ejércitos; uno para la farsa, con relucientes cañones, carros, soldaditos, fanfarrias, estados mayores, generales distinguidos ya un poco chochos, y gentiles oficiales que se interesasen por el pipí de su general o por las hemorroides de su coronel. Un ejército que sería exhibido por cuatro chavales en cualquier feria. El otro sería serio, estaría compuesto solamente por jóvenes superentrenados, esforzados, vestidos con atuendos de camuflaje, que no se les vería por las ciudades y a los que se les exigiría sin cesar un esfuerzo imposible y se les enseñaría todos los trucos. Con este ejército es con el que quiero combatir.

Pero la réplica por parte de otro personaje de “Los Centuriones” a esta declaración es inmediata: “Vas a tropezar con muchas dificultades.” El dialogo magnifica el dilema filosófico acerca de las medidas a ser tomadas contra enemigos que pueden provenir de un mundo mucho más malvado, pero al que uno, sin embargo, no puede entrar por los “remordimientos” que afectan a la soldados cuando violan su propio código de honor; aun cuando existan situaciones en los que estos “trucos” puedan de alguna manera llegar a ser racionalizados. Ellos ganan los combates, pero pierden sus almas.



Más allá de ser un duro, el Cnl Maxwell busca ejemplificar un enfoque suave, indirecto a la guerra convencional en contraposición a la “acción directa.” El mensaje que Maxwell y otros guerreros han tomado siempre de la famosa cita de Lartéguy –enraizada en la experiencia en Vietnam- es que la misión lo es todo, y que los militares convencionales al ser altamente burocráticos, máquinas obsesionadas con su grado y sus prebendas, están mal enfocados en la misión: sin importarles si se trata de una de una acción directa o una de asuntos humanitarios. (Una de la quejas de los controladores aéreos adelantados era que la burocracia de su propia Fuerza Aérea era un constante obstáculo, más interesado en el procedimiento que en los resultados. La misma queja ha sido hecha en ocasiones contra el ejército regular en Irak por los Marines y los Boinas Verdes.)

El oficial convencional podría replicar que el campo de visión del guerrero es demasiado estrecho y que no ve más allá de su misión. “Ellos son peligrosos,” uno de los protagonistas de Lartéguy dice de los paracaidistas, “Son peligrosos porque irán hasta el final y no se los podrá detener. Han asimilado la concepción marxista de estructurar a las masas mediante grupos, y, como los comunistas, están más allá de las nociones convencionales del bien y del mal.” En el caso en que las acciones del guerrero contradigan su fe, supera rápidamente sus dudas mediante la creencia en una causa superior. Lartéguy escribe de uno de sus soldados: “Había colocado su vida bajo la señal del Cristo, que había predicado la paz, la caridad y la fraternidad..., y al mismo tiempo había contribuido a que preparasen las bombas de retraso sobre el territorio de Cat-Bi a Haifong.”

Vietnam, como Irak, representaron guerras de frustrantes decisiones tomadas a medias, peleadas contra un enemigo que no respetaba los límites. Bud Day,[2] muerto de hambre y quebrado veía una columna de camiones dirigiéndose a Hanói, a salvo por nuestras autoimpuestas restricciones a los bombardeos. “Me encontré confundido porque los EE.UU., la nación más ponderosa del mundo, permitiera a estos engendros humanos conducir una guerra de esa manera.” Más que cualquier otro escritor que conozca, Lartéguy comunica la intensidad de tales frustraciones, las cuales, en su momento, crean el abismo que separa a guerreros como Bud Day de un ejército de conscriptos y al frente interno.

Las mejores unidades, según Lartéguy, mientras oficialmente se basan en grandes ideales, son, de hecho, productos de estrechos lazos de camaradería y familiaridad en la que el mundo exterior requiere de una cierta dosis de “cinismo” para ser soportarlo. Como un Boina Verde me escribió: “No hay soldados más cínicos que los del planeta de las SF (Fuerzas Especiales) con los que trabajo, ellos se ríen de las banalidades a las que nosotros nos aferramos, pero él sigue: “usted no va a encontrar a nadie que haga mejor su trabajo en un ambiente duro como el de Irak.” De hecho, en situaciones extremas como Irak, un cínico puede servir a un propósito. En el ejército regular hay una tendencia a informar a la cadena de comando sobre que se está teniendo éxito con la misión, aun cuando esto no sea así. Los cínicos no compran eso, y lo dicen abiertamente.

Lartéguy escribe que el guerrero desprecia al resto de los militares como una “profesión de vagos,” hombres que “se levantan temprano para no hacer nada.” Como uno de los paracaidistas lo nota en “Los Pretorianos”.
En Argelia este tipo de oficial desapareció. Cuando tuvimos que operar codo a codo con la policía, construir centros deportivos, asistir a clases. ¿Reglamentos? No nos habrían dado nada, aun si uno trataba de hacer una exegesis de ellos con el celo de un rabí.

Las sucias, mal concebidas guerra de Vietnam y de Argelia habían producido una radicalizada clase de suboficiales franceses, capaces de matar por la mañana y construir una escuela por la tarde, que tenían más respeto por sus adversarios de la guerrilla musulmana que por los oficiales convencionales. Tales hombres podrían haber avanzado contra un nido de ametralladoras sin mirar atrás, y aun ser “abucheados por las multitudes” en su regreso a casa: en consecuencia ellos veían a la sociedad civil a la que estaban defendiendo como “vil, corrupta y decadente.”

La separación de los soldados de sus propios conciudadanos es en todo caso particular de la contrainsurgencia, donde no hay nítidos campos de batalla y en consecuencia no es una narrativa fácil de entender para las personas de la retaguardia. Las frustraciones en estas guerras son grandes precisamente porque no son fáciles de comunicar. Lartéguy escribe: imagine un ambiente donde toda una guarnición de 2.000 soldados es “controlada” por una pequeña “banda de bandidos y asesinos.” El enemigo es capaz de “saber todo: cada movimiento de las tropas, las horas de salida de las columnas… mientras nosotros patrullamos las montañas peladas, cansando a nuestros hombres, sin ser capaces nunca de encontrar algo.”

Porque el enemigo no está limitado por las nociones occidentales de guerra, se levanta la tentación entre los soldados engañados de eludir sus propias reglas. Siguiendo las atrocidades llevadas a cabo por los paracaidistas franceses en las calmas aéreas rurales de Argelia, un soldado racionaliza: “El miedo ha cambiado de lado, las lenguas se sueltan… Obtenemos más en un día que en seis meses de pelea, y más con 27 muertos que con varios cientos.” Los soldados se confortan a sí mimos con una cita de un obispo católico del siglo XIV: “Cuando está amenazada la existencia, la Iglesias está dispensada de todos los mandamientos morales.” Son los más puros entre ellos, según Lartéguy, los más propensos a cometer torturas.

Aquí entramos a un territorio que es absolutamente ajeno a los norteamericanos sobre los que he estado escribiendo. Es importante hacer la distinción. Cuando Lartéguy escribe acerca de la valentía y la alienación entiende a los guerreros norteamericanos; pero cuando escribe sobre las insurrecciones y la tortura, con algunas excepciones, él está hablando de una particular casta de paracaidistas franceses. Aun la discusión es relevante para el pasado norteamericano en Vietnam y el presente en Irak. Yo no niego a My Lai y a Abu Graib, casos que ayudaron más a nuestros enemigos enemigo que a nosotros, pero digo que la moral de las zonas grises se amplía crecientemente en lo relacionado con las muertes civiles colaterales.

En “La Guerra Desnuda” (1976), Lartéguy escribe que las guerras contemporáneas son, en particular, hechas por el bando que no le importa “la preservación de su buena conciencia.” Entonces, se pregunta, “¿Cómo se explica que para salvar la libertad, esa libertad deba ser primero suprimida? La respuesta puede ser solo esta: “Allí radica la debilidad de los regímenes democráticos, una debilidad que es al mismo tiempo su gloria, su honor.”

¿Qué clase de soldado puede sacar provecho de estas limitaciones? Lartéguy encuentra la respuesta en las unidades israelíes de mitad del siglo XX, las que, a su vez, produjo el héroe personal de Lartéguy: Orde Wingate. Wingate es de una importancia máxima por la forma en la que él confrontó un desafío similar a aquellos de los norteamericanos en Vietnam, y nuevamente en Irak.

Lartéguy escribe: “El Ejército israelí nació… de ese genio loco” Orde Wingate y sus “batallones de la medianoche” de los guerreros judíos que incluyeron al joven Moshe Dayan y a Yigael Allon. “Los israelitas dirían de este goin: “Si no hubiera muerto, lo hubiéramos hecho jefe de nuestro ejército.” Wingate era un cristiano evangélico antes de que el término fuera acuñado. Hijo de un ministro de la fe en la India colonial, que frecuentemente citaba las Escrituras y leía en hebreo. En 1936, el Capitán Wingate fue enviado a Palestina desde Sudan. Por razones religiosas había desarrollado una simpatía por los israelitas, estableciéndose como el “Lawrence de Arabia de los judíos.” Les enseñó a ellos “a pelear en la noche con cuchillos y granadas, a especializarse en emboscadas y en el combate cuerpo a cuerpo.”

Wingate se dirigió a Etiopía en 1941, para liderar a los irregulares etíopes en su lucha para derrotar a los italianos y colocar al Negus Negast (Rey de Reyes) Haile Selassie de vuelta en su trono. De allí fue a Burma, donde consolidó sus principios de guerra irregular con sus famosos “chindits,” guerreros de selva de penetración de largo alcance, lanzados en paracaídas detrás de las líneas japonesas.

Tomó el nombre de un animal legendario –mitad águila y mitad león- cuya estatuas adornaban las pagodas indochinas. Según Lartéguy, Wingate estaba abiertamente obsesionado con su desdén por los ejércitos convencionales y que “usaban los desfiles para transformar a los hombre jóvenes en autómatas.” En su lugar Wingate pensó en términos de individuos y creyó que si tenía los hombre jóvenes correctos, él podía hacer mucho más que con diez o aun que 100 de clase convencional.

Wingate podría enseñarles sus selectos “trucos.” Esto es, como asesinar, como emboscar, como romper el ciclo normal del sueño y salar el agua para beber, como ganarse a las tribus locales. La famosa cita de Lartéguy de los dos ejércitos, con su referencia a los “trucos”, estaba basada parcialmente en la visión de Wingate, forjada inicialmente en Sudan y Palestina y refinada en el Cuerno de África y en Indochina. Fue en Vietnam donde Lartéguy se encontró por primera vez con la figura histórica de Wingate, cuyo ethos guerrero finalmente se fundiría con el de los Boinas Verdes en los inicios de la Guerra de Vietnam.

Uri Dan, un viejo corresponsal israelí, un devoto de Lartéguy y un amigo íntimo de Ariel Sharon me dijo que las democracias de hoy, por la amenaza existencial que enfrentan de enemigos que no tienen límites, “necesitan a los centuriones más que nunca.” Está en lo correcto, pero solo hasta un punto. Tomo esta historia que me contara un teniente de los Navy SEALs en Annapolis que había comandado un equipo en Irak:

Después de un tiempo, el equipo combinado norteamericano-iraquí del teniente capturó a los “malos muchachos” quienes eran sin duda terroristas. Su unidad los entregó a las autoridades, pero después de unas pocas semanas en prisión ellos fueron liberados para volver a matar civiles. “Los iraquíes y mis propios hombres vieron como el sistema estaba quebrado y sintieron que sería más fácil simplemente matarlos a esos tipos en el momento de captúralos. Después de todo, eso hubiera salvado vidas. Pero, el continuó, “les dije a ellos, no, aquí es donde yo trazo la línea. Es importante tener un oficial a cargo que haya estudiado ética.” Los suboficiales antiguos de los SEALs –me recuerdan a algunos de los centuriones de Lartéguy por sus intenciones y sus propósitos- son de los mejores hombres que él había comandado. Pero ellos necesitaban ser supervisados.

Una esforzada clase de guerreros, siempre controlada por oficiales con criterios éticos, es un buen signo de una democracia sana.


Traducción del Coronel Carlos A. Pissolito.


[1] El Vicealmirante James Bond Stockdale es conocido por sus escritos militares en los que aboga por una clara distinción entre las esferas políticas y militar. Se lo considera un defensor de la noción de “soldado profesional”. Sus libros publicados son “A Vietnam Experience: Ten Years of Reflection”(Hoover Institution Press, 1984); y “Thoughts of a Philosophical Fighter Pilot”(Hoover, 1995). (N.T.)


[2] George Everette es “Bud Day” un oficial de los Marines que sirvió en el Pacifico durante la 2GM y después como piloto de F-84F Thunderstreak en la de Corea y de F-100F Super Sabre en la de Vietnam. Se le adjudica haber sido el creador de los observares aéreos adelantados. Su figura se hizo legendaria por su resistencia a los interrogatorios tras ser derribado y capturado sobre Vietnam del Norte. (N.T.)

4 comentarios:

Anónimo dijo...

He leído varios libros de el, la trilogía inclusive, son imperdibles y es una lastima que ya no sean tan leídos por los oficiales. El gran problema fue cuando acá quisieron aplicar novelas como si fueran doctrina para combatir el terrorismo. La cita que se hace de los dos ejércitos es algo que siempre me viene a la cabeza cuando reflexiono sobre el nuestro.
Adrian v F.

Anónimo dijo...

Sacado del contexto de la brillante traducción y mejor intención del homenaje a Jean Larteguy, producida por Carlos Pissolito en espaciosestrategicos.blogspot.com
"Me gustaría que Francia tuviese dos ejércitos; uno para la farsa, con relucientes cañones, carros, soldaditos, fanfarrias, estados mayores, generales distinguidos ya un poco chochos, y gentiles oficiales que se interesasen por el pipí de su general o por las hemorroides de su coronel. Un ejército que sería exhibido por cuatro chavales en cualquier feria. El otro sería serio, estaría compuesto solamente por jóvenes superentrenados, esforzados, vestidos con atuendos de camuflaje, que no se les vería por las ciudades y a los que se les exigiría sin cesar un esfuerzo imposible y se les enseñaría todos los trucos. Con este ejército es con el que quiero combatir".
Justino.

Anónimo dijo...

Los libros de Jean Lartéguy - al igual que Un oficial de tradición de Serge Groussard, u Oficial de caballería de Allan Mallinson entre otros, en contextos diferentes - trasmiten experiencia indirecta en la formación de los jóvenes oficiales sobre la naturaleza básica de la profesión militar; ya que en extrema síntesis, constituyen lo que por analogía al concepto de imaginación moral trabajado profundamente por Russell Kirk, podríamos llamar "imaginación militar". Mis sinceras felicitaciones, con un fuerte abrazo cargado de remembranzas de tiempos profesionales compartidos, a Carlos Pissolito por la iniciativa de esta traducción del homenaje de referencia.
Carlos P.

Anónimo dijo...

Que bueno el artículo sobre Larteguy!!! De él he leído casi todo. Ha sido un hombre injustamente despreciado. La vigencia de él se hace evidente para todo aquel que quiera entender la naturaleza de la guerra, sus necesidades operativas y los límites a imponer para que las tropas no queden atrapadas en la paradoja de haber actuado bien pero fuera del prisma con que muchos civiles y militares ven la guerra.
G.E.H.L.