Capitanes
valientes, o no
Capitán E. Smith del RMS Titanic. |
Cuatro semanas más tarde, en un artículo memorable publicado en The English Rewiew, Joseph Conrad confrontaba el final del Titanic con el hundimiento, reciente en aquellas fechas, del Douro: un barco más pequeño pero con proporción similar de pasajeros. El Titanic se había hundido despacio, entre el desconcierto y la incompetencia de capitán y tripulantes, mientras que en el Douro, que se fue a pique en pocos minutos, la dotación completa de capitán a mayordomo, menos el oficial al mando de los botes salvavidas y dos marineros para gobernar cada uno, se hundió con el barco, sin rechistar, después de poner a salvo a todo el pasaje. Pero es que el Douro, concluía Conrad, era un barco de verdad, tripulado por marinos profesionales y bien mandados que no perdieron la humanidad ni la sangre fría. No un monstruoso hotel flotante lanzado a 21 nudos de velocidad por un mar con icebergs, atendido por seis centenares de pobres diablos entre mozos, doncellas, músicos, animadores, cocineros y camareros.
Escrito hace un siglo, el comentario conradiano podría aplicarse casi de modo literal al desastre del Costa Concordia. Pese al tiempo y los avances técnicos que median entre uno y otro barco, muchas son las lecciones no aprendidas, las arrogancias culpables y las incompetencias evidentes para cualquier marino, aunque no siempre para los armadores e ingenieros navales: desmesura en los grandes cruceros, escasa preparación de tripulaciones, fe ciega y suicida en la tecnología, o competencia profesional de los capitanes y oficiales al mando. En este último aspecto, ciertos detalles en el comportamiento del capitán del Costa Concordia, Francesco Schettino, quizá merezcan considerarse.
Todo capitán de barco tiene dos deberes inexcusables: gobernar su nave con seguridad y destreza y, en caso de incidente o naufragio, procurar el salvamento de pasaje, tripulación, carga y, a ser posible, del barco mismo. Esa es la razón de que, en otros tiempos, un capitán pundonoroso se hundiese a veces con el barco, pues su presencia a bordo era garantía de que todo se había procurado hasta el último instante. Y así, a un capitán capaz de gobernar bien un barco y asegurar en caso de incidente o tragedia la mayor parte posible de vidas y bienes, se le considera, hoy como ayer, un marino competente.
En la varada del Costa Concordia, en mi opinión, el concepto de incompetencia se ha manejado con cierta ligereza. No creo que el capitán Schettino fuese un incompetente. Treinta años de experiencia y una óptima calificación profesional lo llevaron al puente del crucero. Hacía una ruta conocida, y la maniobra de acercarse a tierra es común en esa clase de viajes. Además, una vez producida la vía de agua casi en la aleta de babor -lo que significaría que ya estaban metiendo a estribor para evitar el peligro-, la maniobra de largar anclas a fin de que, con las máquinas anegadas y fuera de servicio, el barco bornease 180º con su último impulso para acercar el costado a tierra y no hundirse en aguas profundas, parece impecablemente marinera y propia de buenos reflejos. El exceso de confianza, una mirada superficial a los instrumentos, pulsar dos veces una tecla en lugar de hacerlo tres, pudieron bastar, a 16 nudos y en tan poca sonda, con una mole de 17 pisos y 114.500 toneladas, para que del error al desastre transcurriesen pocos segundos. Ningún marino veterano puede afirmar que jamás cometió un error de navegación o maniobra; aunque este no tuviera consecuencias, o estas no sean las mismas en aguas libres de peligros que en un paso estrecho, en la noche, la niebla o el mal tiempo, con una piedra o una restinga cerca; o, como en el caso del Costa Concordia, a solo un cable de la costa.
En los casos mencionados, incluso aplicando al capitán de una nave todo el rigor legal que merezca su error, es posible comprender la tragedia del marino. Simpatizar con él pese a su desgracia. Pero lo que sitúa a cualquier capitán lejos de cualquier simpatía posible es su incompetencia o cobardía a la hora de afrontar las consecuencias del error o la mala suerte. Una desgracia puede ser azar, pero no encararla con dignidad es vileza. Si un capitán está para algo, es sobre todo para cuando las cosas van mal a bordo. Ahí un marino es, o no es. Y Francesco Schettino demostró que no lo era. Escapar a su deber y su conciencia fue una cobardía inexcusable, que en tiempos menos políticamente correctos, frente a un tribunal naval de los de antes, lo habría llevado a la soga de una horca.
Tengo una impresión personal sobre eso. Con el auge de las comunicaciones fáciles vía Internet y telefonía móvil, la responsabilidad de un marino se diluye en aspectos ajenos al mar y sus problemas inmediatos. El oficial del Costa Concordia que fue a comprobar cuánta agua entraba en la sala de máquinas informó repetidas veces al puente, y no obtuvo respuesta porque el capitán estaba ocupado con el teléfono. De hecho, buena parte de los 45 minutos transcurridos entre el momento de la varada (21.58), las mentiras a la autoridad marítima de Livorno (22.10) y la confesión final de que había una vía de agua (22.43), así como el cuarto de hora siguiente, hasta que sonaron las siete pitadas cortas y una larga para abandonar el buque (22.58), Schettino los pasó hablando por teléfono con el director marítimo de Costa Crociere. Dicho de otra forma: en vez de ocuparse del salvamento de pasajeros y tripulantes, el capitán del Costa Concordia estuvo con el móvil pegado a la oreja, pidiendo instrucciones a su empresa.
Mi conclusión es que el capitán Schettino no ejercía el mando de su barco aquella noche. Cuando llamó a su armador dejó de ser un capitán y se convirtió en un pobre hombre que pedía instrucciones. Y es que las modernas comunicaciones hacen ya imposible la iniciativa de quienes están sobre el terreno, incluso en cuestiones de urgencia. Ni siquiera un militar que tenga en el punto de mira a un talibán que le dispara, o a un pirata somalí con rehenes, se atreverá a apretar el gatillo hasta que no reciba el visto bueno de un ministro de Defensa que está en un despacho a miles de kilómetros. El capitán Schettino era patéticamente consciente aquella noche de que el tiempo de los marinos que tomaban decisiones y asumían la responsabilidad se extinguió hace mucho, y de que las cosas no dependían de él sino de innumerables cautelas empresariales: cuidado con no alarmar al pasaje, ojo con la reacción de las aseguradoras, con el departamento de relaciones públicas, con el director o el consejero ilocalizables esa noche. Mientras tanto, seguía entrando agua, y lo que en hombres de otro temple habría sido un "váyanse al diablo, voy a ocuparme de mi barco", en el caso del capitán sumiso, propio de estos tiempos hipercomunicados y protocolarizados, no fue sino indecisión y vileza. Además de porque era un cobarde, Schettino abandonó su barco porque ya no era suyo. Porque, en realidad, no lo había sido nunca.
Sé que puede hacerse una objeción comparativa a esta hipótesis, y que precisamente es de índole histórica: el capitán del Titanic también se comportó con extrema incompetencia en el abandono de la nave, y su pasividad tuvo relación directa con la muerte de millar y medio de pasajeros; sin embargo, Edward Smith no tenía teléfono móvil. En 1912 solo había telegrafía de punto-raya en los barcos. Eso permitiría suponer que, en ese caso, las decisiones erróneas sí fueron suyas. Quizá lo fueran, desde luego; nada es simple en el mar ni en la tierra. Pero no por falta de comunicación directa con sus armadores de la White Star. La noche del iceberg y la tragedia, a bordo del Titanic viajaba el presidente de la compañía naviera. Que estuvo en el puente y sobrevivió ocupando un lugar libre en los botes.
1 comentario:
Creo que en este artículo, además de la referencia que hace al hundimiento del crucero “Costa Concordia,” Pérez-Reverte nos hace reflexionar sobre una de las virtudes que debe tener todo jefe: ser capaz de tomar las decisiones propias de su cargo en el momento y lugar correspondientes, sin buscar el paraguas protector de “la superioridad.”
Cuando no existían tantos medios tecnológicos para comunicarse, la indecisión provenía de esperar a que se dieran las condiciones que marcaban los reglamentos. Cuando la cosa venía distinta, algunos quedaban paralizados, sin la seguridad que les daba la “guía reglamentaria.” Tratando de oponerse a ello, algunos militares aseguraban que lo primero que había que hacer al ir a la guerra era “dejar de lado los reglamentos.” Estos probablemente eran los que se creían que sabían todo, aunque no fuera así.
Actualmente, la amplia superioridad tecnológica en transmisión de imágenes y voz que tienen los EEUU (y posiblemente algunos otros que no lo hacen público) permite que se haga realidad lo que manifiesta Pérez-Reverte: Ni siquiera un militar que tenga en el punto de mira a un talibán que le dispara, o a un pirata somalí con rehenes, se atreverá a apretar el gatillo hasta que no reciba el visto bueno de un ministro de Defensa que está en un despacho a miles de kilómetros. Presentado así parece que será normal esperar instrucciones.
Pero eso será la excepción. Todos los demás jefes, en alguna crisis tendrán que tomar decisiones por sí, de las que dependerán la vida o la muerte de personas, especialmente aquellas que están bajo su responsabilidad. Sobre esto se puede reflexionar mucho, pero creo que es fundamental insistir en desarrollar en los que serán jefes, la independencia de juicio y la capacidad de obrar por sí mismo, para poder poner en ejecución todas sus otras virtudes.
J.L.U.
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