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Escrito por Ioan Grillo* Martes, 23 Febrero 2016
En este fragmento de su nuevo libro "Gangster Warlords: Drug Dollars, Killing Fields, and the New Politics of Latin America ["Jefes criminales: dinero de las drogas, campos de muerte y la nueva política de América Latina"], el periodista Ioan Grillo se adentra en una favela de Río de Janeiro dominada por la pandilla Comando Vermelho (Comando Rojo).
"Cocaína", grita un flaco adolescente, parado en una polvorienta calle, al pie de una mesa donde exhibe bolsitas de polvo blanco marcadas con sus respectivos precios. Además de cocaína, tiene paquetes de marihuana comprimida y trozos de crack. Los clientes fluyen constantemente y compran sus golosinas con arrugados billetes de real. Hay bolsitas que cuestan el equivalente a cuatro, ocho y dieciséis dólares; aquí hay mercado para todos los gustos y presupuestos.
A unos diez metros de allí, dos muchachos pasan en una motocicleta. El que va en la parte posterior lleva un rifle de asalto AR-15 con un lanzagranadas atado a su hombro. No se esfuerza por ocultar el arma. Este es su territorio. La policía sólo entra a esta favela en grupos fuertemente armados, lo que normalmente les da a los expendedores tiempo suficiente para huir —o para dispararles—.
He visto ventas de cocaína en pubs británicos, en esquinas neoyorkinas y en zonas rojas mexicanas. Pero nunca la he visto exhibida tan abiertamente como aquí, en una favela conocida como Antares en las afueras de la glamorosa y violenta ciudad de Río de Janeiro, la segunda de Brasil. A estos puntos de venta de droga se les conoce en esta favela como "bocas". Es un nombre curioso. Me pregunto si se refiere a la boca que alimenta las necesidades de los consumidores de drogas, o a la boca que le suministra dinero a la favela.
Hay algunas otras bocas en esta favela, y los vendedores incluso ofrecen sus productos a través de la valla de una estación de tren; los clientes de clase media pueden entonces llegar en tren y comprar cocaína sin tener que aventurarse en la favela ni codearse con los pobres y los peligrosos.
Mientras observo la mesa de la boca, un grupo de adolescentes me muestran entusiasmados sus bolsitas de hierbas y polvo y anuncian sus precios. Les explico que soy un periodista inglés, y un hombre mayor, que administra la tienda de drogas, se me presenta como Lucas. Simpático y de unos veintiocho años, Lucas lleva ropa deportiva y joyas ochenteras. Me parece que los habitantes de Río de Janeiro —conocidos como cariocas— son de las personas más amables y carismáticas en el mundo, y los narcotraficantes no son la excepción.
Es justo antes de la Copa Mundo 2014, y por eso hablo de fútbol, el idioma internacional que facilita la conversación con todo tipo de personas, desde barberos hasta taxistas... y vendedores de coca. Lucas se entusiasma con el tema del fútbol y de inmediato saca su teléfono celular. Me muestra el fondo de pantalla de su teléfono: una foto en la que él pasa su brazo sobre uno de los jugadores de la selección brasileña. No menciono el nombre de la estrella del fútbol para no ponerlo en aprietos, pero sólo diré que tiene un asombroso pie derecho y que jugó en la final de una Liga Europea de Campeones.
"Este es mi amigo", expresa Lucas con orgullo. "Creció por aquí cerca". Mi primera vez en Antares es una sofocante tarde de martes. Me acompaña un periodista estadounidense llamado Joe Carter, quien ha vivido una década en Brasil trabajando intensamente en estos barrios marginales e inevitablemente ha debido lidiar con expendedores de drogas como éste. Joe me está mostrando la que él describe como una de las favelas más violentas y surreales. Antares está bastante distante, a una hora en coche de la playa de Copacabana y sus bikinis hilo dental. A diferencia de muchas favelas que se asientan en las laderas de Río de Janeiro, ésta se encuentra en una arenosa zona plana junto a las vías del tren. La pobreza lo permea todo allí: calles sin pavimentar, aves picoteando montones de basura, techos de lata, niños levantando polvo mientras corren, los rostros cansados de los viejos.
Antares es el territorio de la más grande y antigua pandilla de drogas de Río, llamada Comando Vermelho, o Comando Rojo. La presencia de Comando Vermelho es evidente tan pronto como uno entra por la carretera. Grupos de hombres jóvenes prestan guardia en todas las vías de acceso y de salida, comunicándose por radios. Tampoco hacen ningún esfuerzo por esconderse, sentados ociosamente en las calles con sus armas y walkie-talkies. El control de Comando Vermelho —y la ausencia del Estado— son evidentes.
Estos guardias están básicamente pendientes de la policía, la cual viene esporádicamente a Antares para hacer arrestos, que a menudo terminan en intensos tiroteos. También están alertas por si llegan hombres armados de las dos favelas vecinas, con quienes están en guerra. La favela a uno de los lados está controlada por sus odiados rivales de Tercer Comando, traficantes que se separaron de Comando Vermelho a comienzos de los noventa. Y la favela del otro lado está controlada por hombres armados conocidos como milicias, compuestas por policías retirados y otros hombres que tienen la sangrienta misión de liberar a la ciudad de los narcotraficantes. Los adolescentes y jóvenes que cargan armas en este sitio han vivido esta guerra toda su vida. Es todo lo que conocen; no tienen idea de lo que es la paz.
Los pistoleros de Antares tienen un nombre genérico para referirse a todos sus enemigos —la policía, las autodefensas y el Tercer Comando—: alemães, o alemanes. Saber esto me hace sonreír. Cuando era niño en Inglaterra, los enemigos de nuestros juegos de soldados eran los alemanes, y me sorprende que los brasileños utilicen el mismo término en esta guerra real.
Me explican que es porque Brasil participó en la Segunda Guerra Mundial, enviando una fuerza expedicionaria para unirse a los aliados en el frente del Mediterráneo. Los brasileños se sienten orgullosos de esta campaña, y una imponente escultura metálica en honor a los 467 militares muertos adorna el parque Flamengo en Río de Janeiro.
Pero alguien más me dice que esa explicación es pura basura. La verdadera razón, dice, es que los inmigrantes alemanes que llegaron a Río solían vincularse a la policía, y de ahí proviene el nombre. Un alemán evoca la imagen de un represor uniformado blanco y alto.
Un británico blanco como yo también llama la atención aquí, así que cuando nos entramos a la calle principal de Antares nos presentamos ante el director de la junta vecinal, para explicarle que somos periodistas. Intento ser abierto sobre lo que hago. En el año 2001, el periodista investigativo brasileño Tim Lopes filmó las pandillas de una favela con una cámara oculta. También había filmado otro informe antes de la incursión de la policía. Los pandilleros lo descubrieron, lo ataron a un árbol y llevaron a cabo un "juicio", en el cual lo declararon culpable. Le quemaron los ojos con cigarrillos, utilizaron un sable para mutilarle los brazos y piernas cuando aún estaba vivo, depositaron su cuerpo en una llanta con gasolina y le prendieron fuego. A esta técnica de asesinato la llaman el "horno microondas".
Sin embargo, cuando le digo al presidente de la junta que vinimos a investigar sobre la criminalidad flagrante, se muestra sorprendentemente tranquilo y le pide a un joven en una mototaxi que nos muestre el lugar. La mayoría de las juntas vecinales de las favelas —me enteré más tarde— son controladas por el comando. Las pandillas le dan la aprobación al presidente y utilizan la oficina de la asociación como base de operaciones. A cambio, el comando le provee dinero a la asociación para realizar obras públicas, construir sistemas de alcantarillado y pavimentar calles.
Las pandillas son especialmente populares por ofrecer fiestas en las calles, conocidas como bailes funk. Los chicos de la boca nos dicen que habrá una el viernes desde la medianoche hasta el amanecer. "No se la pueden perder", dice Lucas.
***
Conducimos a Antares ese viernes por la noche, y la policía había establecido puestos de control en las principales vías que conducen a la favela. Hay que pasar por los puestos de control de la policía, luego por un tramo de tierra de nadie, y más adelante por las requisas de los guardias del comando. A la ida, la policía sólo nos alumbró con una linterna y nos dejó pasar, pero a nuestro regreso, al amanecer, nos hicieron detener el coche y nos requisaron minuciosamente, en busca de drogas. ¿Para qué habríamos ido a Antares, nos preguntan, si no era para drogarnos?
No hay duda de que las tiendas de drogas se están haciendo su agosto esta noche. La favela hierve. Llegamos justo antes de la medianoche y apenas están iniciando el baile funk, pero las calles ya están llenas de gente. Las bocas tienen filas constantes de clientes, y veo a una mujer inhalar una línea de cocaína en el capó de un coche. Hay más armas ahora que durante el día, y adolescentes y jóvenes desaliñados se instalan en las esquinas con sus rifles de asalto, charlando y bebiendo cerveza en vasos de plástico.
Busco a Lucas, pero no lo veo, y otro hombre se acerca y nos pregunta quiénes somos. También lleva ropa deportiva, pero tiene un aspecto más fuerte y agresivo que Lucas. Estrecho su mano y le vuelvo a explicar que soy el periodista británico interesado en conocer la fiesta.
Él hombre asiente vigorosamente. "¡Qué bueno que los extranjeros como usted vengan por aquí! ¡Diviértanse! Nadie va a meterse con ustedes”.
El mensaje es implícito: nuestra seguridad está garantizada por el Comando Vermelho. Los adolescentes con rifles son criminales, narcotraficantes, asesinos. Pero son la autoridad aquí. Nadie nos va a atacar porque eso sería llamar la atención y afectaría el negocio. Dentro de la favela, los pistoleros de Comando Vermelho son la policía.
El baile comienza finalmente alrededor de la una de la mañana, y los residentes se apiñan en un fangoso espacio abierto en el corazón de la favela, que sería una plaza central si estuviera pavimentada. Cerca de mil personas, desde niños hasta ancianos, se ubican frente a una pared de parlantes de nueve metros de alto por dieciocho de ancho.
Estas fiestas se conocen como bailes funk porque se iniciaron en la década de los setenta con los ritmos funk norteamericanos. Pero a lo largo de las décadas esa música se ha transformado tanto que ya es irreconocible. En los años ochenta, los brasileños que fueron a Miami trajeron grabaciones de un subgénero del hip-hop llamado Miami bass, caracterizado por ritmos funk recreados con sintetizadores y cajas de ritmos, con los que las mujeres (y a veces también los hombres) agitan sus traseros. En los noventa, los computadores caseros les permitieron a los brasileños hacer sus propias grabaciones y crear el singular sonido funk de las favelas.
El funk brasileño consta de ritmos electrónicos simples yuxtapuestos con canciones o cantos rap de un marcado estilo local. A veces los intérpretes hablan de pandillas y armas. Y muy a menudo hablan de sexo de una manera muy explícita. Brasil es famoso (o tristemente célebre) por sus actitudes liberales frente al sexo y por mostrar los traseros de las mujeres en los desfiles y concursos del carnaval. Esta sexualidad abierta es especialmente visible en los barrios pobres; el funk de las favelas incluye movimientos de cadera que harían ruborizar a Miami.
Efectivamente, en los bailes de Antares, filas de mujeres con shorts y tops ajustados mueven sus caderas al ritmo de la música, que con frecuencia supera la capacidad de los parlantes y suena distorsionada y ensordecedora. Pero a nadie parece importarle. Jóvenes y viejos disfrutan de la fiesta por igual. Un hombre canoso, vaso de cerveza en mano, baila con un trío de mujeres de mediana edad. Chicos preadolescentes practican sus pasos de baile entre carcajadas. Una mujer empuja un cochecito con su bebé medio dormido entre aquel estruendo. En este momento todo mundo olvida sus problemas: la falta de dinero para alimentar a los niños, el padre que está preso, el hermano que murió en medio de una balacera…
Cuando el movimiento de caderas se hace más apasionado, los pistoleros del comando se lanzan a la pista de baile. Mueven sus cuerpos mientras cargan sus fusiles frente a ellos. Comienza una canción funk que expresa su apoyo a los narcotraficantes. Los hombres armados forman una fila y levantan sus rifles al aire, gritando junto con el coro: "¡Comando Vermelho! ¡Comando Vermelho! ¡Comando Vermelho!"
La vida nocturna del viernes en Antares es una escena verdaderamente surrealista. Sin embargo, es sólo un ejemplo extremo de la forma en que las milicias criminales se han vuelto dominantes en los guetos de toda América. Las pandillas de México, Centroamérica y el Caribe también organizan sus propias fiestas en las calles, donde la gente baila canciones que las glorifican. Y los vigilantes que están pendientes de los pistoleros enemigos —aunque normalmente más ocultos— son una característica alarmante del incontrolable crecimiento urbano del continente.
Por supuesto que muchos barrios pobres de la región no tienen este tipo de presencia criminal. Pero Antares no es un caso raro. Sólo en el estado de Río, es probable que más de un millón de personas vivan en barrios bajo el dominio de Comando Vermelho, sus grupos de traficantes rivales armados, o las autodefensas. Mientras veo bailar hombres armados con sus rifles en Antares, escenas similares ocurren en las favelas de las laderas y llanuras de Río de Janeiro.
Para entender cómo las pandillas se hicieron tan poderosas, debemos analizar más de cerca el ambiente mismo: los guetos de América Latina y el Caribe. En Brasil se llaman favelas; en Colombia, comunas; en Jamaica, guarniciones; en México, barrios o ciudades perdidas. También son llamados barrios marginales, barriadas o dispersiones urbanas. Hay quienes dicen que estos nombres son alienantes y que deberíamos pensar en denominaciones más positivas.
Pero como sea que los llamemos, los guetos son una realidad del continente. Son espacios físicos con rígidos límites, entradas y salidas que conducen a un mundo afectado por la marginación y que contrasta con la sociedad exterior. En su interior pueden ser abrumadores, pues las vidas y los problemas de miles de personas se apilan y se entrelazan. Y también pueden ser emocionantes, por el explosivo crecimiento de los jóvenes con una energía desbordada. Son la fuente de la cultura de vanguardia, que marca tendencias en la música y la moda globales; son el campo de violentos tiroteos, el hogar de niños que se han convertido en asesinos experimentados, y el lugar donde transcurre la vida de gente cálida, compasiva y perseverante. Así es día tras día. Si queremos darle una explicación al crimen organizado en el continente americano, tenemos que venir aquí.
Ello no quiere decir que los pobres sean la causa de la violencia criminal. Ricos negociantes son a menudo quienes mueven las cuerdas, y muchas pandillas no podrían funcionar sin la complicidad de los políticos. La cadena de dinero y servicios vinculados al crimen organizado llega hasta nuestras puertas.
Pero los guetos son una piedra angular del mundo del crimen, un suelo fértil donde crecen los carteles y los comandos, una fuente de sangre joven que quiere probarse a sí misma, un campo de batalla donde se libran guerras.
*El libro "Gangster Warlords: Drug Dollars, Killing Fields, and the New Politics of Latin America”, de Ioan Grillo, fue lanzado en enero de 2016.
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