Hace 30 años que nuestras FFAA vienen encarando sucesivas reestructuraciones. Todas ellas fracasaron. Deben afrontar una verdadera transformación, una refundación, mejor. Pero, ¿cuál debe ser el modelo a seguir? Para Lucio Falcone hay uno solo: el que marcara el General José de San Martín cuando él mismo diseñara la estrategia y la táctica para el Ejército Libertador.
por Lucio Falcone
La
clemencia pacífica es la divisa verdadera de la nobleza.
W.
Shakespeare. Titus Adrónico, Acto 1.
La lógica histórica
sostiene que las FFAA derrotas son las que más y mejor aprenden luego de un
conflicto. Renovadas encaran el próximo conflicto con nuevos bríos y con ansias
por superar los errores del pasado. Tal fue el caso de los prusianos después de
su derrota en 1806, el los franceses después de la suya en 1871 y el de los
alemanes después de la debacle de 1918. Por el contrario, una fuerza armada que
ha sido vencida por un oponente más débil desarrollará una actitud medrosa y
timorata. Tal como parece haber sido el caso de los norteamericanos después de
su fracaso en Vietnam en los 70’; ya que les llevó más de 20 años y una campaña
exitosa (la del Golfo Pérsico de 1991) el recuperar su mística guerrera. Creemos
que es aun peor el caso de FFAA, como las nuestras, que en el marco de luchas
internas, perdieron su disciplina, quebrantaron sus lealtades y cometieron crímenes
de guerra. Al respecto, nos dice el profesor de la Universidad Hebrea de
Jerusalén, Martin van Creveld, que una fuerza armada en esas circunstancias,
como es hoy el caso del Ejercito Israelí, se verá:
“…obligada a
mentir para ocultar sus crímenes, se encontrará con su sistema de justicia
militar debilitado, el proceso de mando distorsionado y una brecha de
credibilidad abriéndose bajo sus pies. Tan difícil será reaccionar en el
proceso descrito que aquellos atrapados en él puede ser que nunca se recuperen.
Al final, la única forma de revivir la habilidad del país para librar una
guerra será la de demoler las fuerzas armadas existentes y organizar en su
lugar a unas nuevas, las cuales a su turno probablemente necesitarán algún tipo
de revolución política.” (La Transformación de la Guerra)
Nos
encontramos hoy al final de un largo proceso de desgaste de nuestras FFAA, pero
sin una clara intención política e institucional que pretenda recrearlas y
restaurarlas. En su lugar escuchamos, una vez mas, hablar de una
reestructuración a la luz de una nueva reglamentación de la Ley de Defensa. No
nos cabe duda que nuestras FFAA deben ser totalmente renovadas, diríamos casi a
un grado revolucionario; pues no hacerlo implicaría poner en juego su
continuidad histórica como institución fundamental de la Nación. Desde hace casi un cuarto de siglo oímos a
ministros de defensa y a jefes de estado mayor enunciar términos como “sistema
de defensa”, “control civil”, “acción conjunta” y otros tantos; que a fuerza de
repetirlos en vano, creemos que los han vaciado de su contenido. Políticos,
expertos en defensa y militares de alto rango se encuentran adentro de un verdadero
laberinto conceptual del que no atinan a ver salida. Para escapar de un laberinto
hay una sola forma: contemplarlo desde arriba, vale decir desde los fines. Las
instituciones solo son comprensibles desde lo alto, en resumen, a partir de los fines a los que sirven; y hablar
de fines es hablar de modelos.
Cuando
se habla de la elección de un determinado modelo para un sistema de defensa, creyendo
que solo intervienen parámetros racionales, como “relaciones costo/beneficio”,
“pirámide jerárquica” o “brecha tecnológica”, no solo se cae en una actitud reduccionista,
sino que se desconoce la esencia misma de una actividad tan particular como la
defensa. En principio, es atribuirle a la defensa una racionalidad que talvez
no tenga; salvo que nos suene racional el hecho de armarse para solucionar un
conflicto de intereses con otro Estado, lo que habitualmente es algo muy caro,
para hacer algo que podría teóricamente obtenerse mucho más fácilmente por
otros medios disponibles; tales como la diplomacia o el comercio bilateral.
Pero sucede que por un fenómeno inexplicable –no se ha descubierto aun la
glándula o el cromosoma de la agresión humana- hay algo que es palpablemente
comprobable a lo largo y ancho de la historia: el hombre no ha dejado de hacerle
la guerra a sus semejantes. A veces lo ha hecho por grandes motivos, como cualquiera
de las posibles acepciones de Dios, la propia raza, el terruño donde se ha
nacido u otras razones altruistas; pero también otras tantas por el simple
gusto de hacerlo.
Ante
estas evidencias históricas la racionalidad de la defensa queda seriamente
cuestionada y nos surge el interrogante de si no será más bien una actividad
atávica, primigenia y como tal irracional. Es por esta razón principal y por
otras accesorias que cuando una comunidad políticamente organizada elige un
sistema de defensa no se encuentra ante una decisión que pueda ser enteramente
racional. Creemos firmemente que cuando optamos por un modelo para defendernos,
más que los factores “geopolíticos” o racionales, intervienen otros como la
cultura y la historia de quien toma tal decisión. No pondríamos en duda
–Hollywood mediante- que existen tanto una forma japonesa como una
norteamericana para defenderse, vale decir para ir a la guerra. Por ejemplo, nadie
de nosotros imaginaría un soldado japonés desobedeciendo fácilmente la orden de
un superior o a un GI estadounidense concurrir
a una prolongada campaña sin todas las comodidades del “American way of life”.
Igualmente
nosotros los argentinos, si queremos ser defensivamente sinceros y no copiar modelos
extranjeros sino buscar en nuestras raíces culturales, como parece estar hoy
saludablemente de moda, un paradigma para edificar nuestro sistema de defensa,
lo que debemos hacer es buscar en nuestra historia, especialmente cuando
pudimos e hicimos cosas importantes. A la luz de este concepto vienen
inmediatamente a nuestra conciencia la gesta de nuestra Independencia. Es en
este marco, que dos modelos o paradigmas se destacan: el del Martín Miguel de Güemes
y el del General José San Martín. Las razones para esta elección arbitraria son
varias; en principio se trata de dos modelos que fueron exitosos y contemporáneos
y por lo tanto fáciles de comparar; segundo, la magnitud histórica de ambos
personajes nos garantiza una fuente casi inagotable para su estudio; y finalmente,
y más importante, en alguna medida ambos representan paradigmas opuestos.
Comenzaremos
nuestra exposición destacando algunos datos biográficos de nuestros personajes,
no con la intención recordar lo que todos nosotros sabemos sobre ellos; sino la
de resaltar algunos aspectos que nos parecen salientes para nuestro trabajo. Desde
este punto de vista, tanto Güemes como San Martín, tienen rasgos biográficos
comunes: uno y otro nacieron criollos, eran casi de la misma edad (Güemes era
solo tres años mayor) y recibieron una adecuada educación según los estándares
de la época; también, ambos fueron gobernadores provinciales y lo que es más
importante: ambos tuvieron una extensa y temprana experiencia militar y los dos
llegaron a comandar ejércitos en batalla. Pero aquí paran las similitudes. Mientras
que Güemes fue educado localmente en su Salta natal, San Martín recibió su
educación en Europa. Además, las experiencias bélicas del salteño –en forma
similar a su educación- pueden clasificarse como casi autodidactas; por el
contrario las de San Martín, como militarmente formales, europeas e inspiradas
en el modelo continental practicado por el General Bonaparte.
Yendo
al centro de nuestro trabajo podemos decir que el paradigma estratégico de
Güemes podría definirse como uno de tipo defensivo basado en el desgate del
enemigo mediante el uso de tácticas de guerra de guerrillas practicadas con la
finalidad de ganar tiempo y hostigarlo. Por su parte el de San Martín podría catalogarse
como cimentado en una estrategia ofensiva destinada al colapso de su adversario
mediante el uso de una maniobra de aproximación indirecta que evitando el
propio desgaste provocara el colapso de su centro de poder. Consecuentemente, a
la luz de sus respectivos paradigmas estratégicos ambos militares forjaron a su
imagen y semejanza sus respectivos instrumentos militares. Así como los
“Infernales” de Güemes podrían ser definidos sencillamente, según los cánones
de la época, como una formación irregular de caballería ligera; la complejidad
del instrumento militar sanmartiniano nos obliga a algunas precisiones. En
principio, San Martín no solo creó un cuerpo táctico innovador los “Granaderos
a Caballo”, y en tal sentido equiparable a “Los Infernales”; sino que se preocupó
de organizar y equipar una fuerza armada donde todas las armas y servicios de
la época estuvieran representadas (básicamente, infantería a pie y montada,
caballería, artillería de montaña y gastadores de ingenieros). Nada faltó en el
diseñó de una fuerza integral y moderna: desde, un cuerpo de inteligencia
basado en baqueanos para el nivel táctico y en espías para el nivel estratégico,
hasta una logística de abastecimiento que le permitió franquear la cordillera
de los Andes. Desde el punto de vista operativo supo ser igualmente innovador
al idear, coordinar y conducir operaciones conjuntas y combinadas en un tiempo
en el que sólo hombres de la talla de un Wellington o un Napoleón podían darse
el lujo de hacerlo bien. Siendo un soldado de formación netamente continental es
que estos aspectos cobran mayor relevancia. Pero es en la concepción de su plan
general de maniobra estratégica donde todo el genio sanmartiniano se nos
rebela; ya que pronto comprendió que como se lo diría a su amigo Tomas Guido en
una famosa carta, por el camino del Norte nada se conseguiría y sería necesario
forjar una verdadera fuerza armada que amenazara y pusiera fin al poder militar
español en América que tenia por centro a la ciudad de Lima.
Dicho
lo que hemos dicho, no implica restarle valor a lo realizado por Güemes y sus
gauchos, aunque su heroica guerra de desgaste solo puede ser considerada
exitosa en relación con su funcionalidad con el plan continental de San Martín;
ya que ella nunca nos hubiera conducido a resultados militares decisivos, y en
consecuencia a la Independencia. Por el contrario, el plan de San Martín estaba
diseñado, ab initio, para terminar con
la dominación realista, como tal era un pistoletazo a la cabeza; lo de Güemes,
en cambio, solo cientos de alfilerazos. En ese sentido, el pensamiento
sanmartiniano llena plenamente el concepto clausewtziano de centro de gravedad;
pero en una forma tan perfecta que alcanza al ideal de Sun-Tsu de derrotar a
sus adversarios sin la necesidad de una batalla, tal como fue el caso de la
conquista de Lima, obtenida sin disparar un tiro.
Cuando
hoy desorientados buscamos un modelo para la transformación de nuestra defensa,
no podemos tener uno mejor que el de San Martín. Modelo que incluso no puede
entenderse sin las funciones de un Juan Martín de Pueyrredón, el verdadero
“ministro de defensa” de San Martín. Así
como en el marco establecido por Clausewitz de que la guerra es la continuación
de la política por otros medios; y que
por lo tanto lo militar depende y está subordinado a la política; también el
general prusiano reconoció que la guerra –que no tiene su propia lógica que es
política- sí tiene su propia gramática que es básicamente militar. De esta
forma, Pueyrredón en su carácter de Director Supremo fue el responsable del encuadramiento
político de las campañas libertadoras, mientras que San Martín fue su ejecutor
militar. En este sentido el Director Supremo le proveyó al Libertador de la
cobertura política, así como de los recursos humanos y materiales necesarios;
pues sabía muy bien que el fracaso de éste necesariamente acarrearía el propio.
Paralelamente, cuando este respaldo flaqueo en oportunidad de Guayaquil, San
Martín supo que era muy poco lo que podría lograr militarmente y decidió
retirarse. Asistimos hoy al olvido de la gramática militar por parte del poder
político que muy concentrado en asegurar el control civil sobre el estamento
militar olvida –que en definitiva- también su propia suerte se encuentra
irremediablemente unida al correcto funcionamiento del estamento que tan
férreamente quiere controlar.
Tampoco,
como hemos visto, la necesaria y declamada “conjuntez” moderna quedó afuera de
la panoplia sanmartiniana. El Libertador fue pionero de la acción conjunta como
lo atestigua el transporte por modo marítimo del Ejército Libertador hasta el
Callao con la colaboración del aventurero y marino Lord Cochrane. Igualmente,
sus habilidades como comandante de fuerzas binacionales e internacionales le
permitieron integrar a elementos diversos y hasta un tanto díscolas como las
del General Bernardo de O’Higgins.
Nuestra
intención al contraponer a ambos modelos no ha sido disminuir la importancia de
Güemes y su gesta; en este sentido, podemos afirmar que la misma no sólo no fue
antagónica sino que resultó complementaria a la maniobra estratégica principal
liderada por San Martín. En una comparación absoluta entre ambos paradigmas se
puede argumentar que el de Güemes fue más económico que el de San Martín; y que
en tal sentido, su adopción sería hoy más barata. Ya que para consagrarlo
operativamente, solo bastarían una pocas unidades de operaciones no
convencionales; además, para que contar con escuelas y academias militares,
pues las fuerzas de “guerrilla” no se forman en esos lugares sino que son marcialmente
autodidactas. Pero sucede que cualquier modelo que sea, desde el punto de vista
estratégico, puramente defensivo sólo podrá aspirar a no ser derrotado y
eventualmente desgastar a un agresor y ganar tiempo; pero nunca podrá decidir
una campaña per se. En pocas
palabras: solo el modelo de defensa sanmartiniano es el que nos permitirá
mantener lo que ese mismo modelo nos legó: la Independencia.
Adoptar
las formas de Güemes como las únicas posibles sería hoy no solo un error
histórico sino condenar a nuestro sistema defensivo a una reducción, talvez de
cierto sabor telúrico; pero militarmente incompleta y como tal inconducente. Esperamos
que quienes tienen poder de decisión, tanto política como militar, estén a la
altura de las exigencias históricas; ya que la guerra además de ser un
“monstruo grande que pisa fuerte” suele presentarse en la vida de los pueblos
sin invitación previa.
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