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jueves, 18 de enero de 2018

Julius Evola, sus libros.

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SERTORIO

Autor del lema: 'Hay que cabalgar al tigre'.
Si tengo que destacar un libro entre lo mucho y bueno que escribió Julius Evola (1904–1974), me quedaría con Imperialismo pagano (1928), incluso por delante de Revuelta contra el mundo moderno (1934) y Cabalgar el tigre (1961), que también me parecen indispensables en la bibliografía de este gran pensador. Pero Imperialismo pagano (manejo la edición francesa de Pardès, París, 1993) tiene la virtud de ser juvenil e intempestiva, de una inoportunidad sublime, pues apareció cuando el Duce negociaba los futuros acuerdos lateranenses con el Vaticano, y sirvió de anticipación a todos los movimientos tradicionales que pretenden restaurar la idea del imperio gibelino, de la añorada monarquía europea de los Staufen; un mito histórico que despertó en el siglo XIX y sigue más vivo que nunca en la calamitosa Europa de nuestros días. Incluso su propio autor, vuelto ya de sus ardores juveniles y nietzscheanos de los años mozos, acabará desheredando a este libro como a un hijo pródigo y demasiado rebelde.




El aristocratismo evoliano ya se dibuja con claros contornos en esta obra escrita en pleno apogeo del marxismo, cuando la igualdad amenazaba pistola en mano, y no sólo con leyes políticamente correctas, a la decadente pero no degradada civilización europea, que todavía podía entender y asimilar a un Spengler, a un Maurras, a un D’Ors. Evola supo leer muy bien los signos de su tiempo y adivinar lo que nos traería el futuro: el reino del dinero, el americanismo y la sociedad según el modelo anglosajón, a la que califica como simple socialidad anticualitativa (p. 81), donde impera el embrutecimiento del dinero (p. 103) y su idea plebeya y enemiga de la persona: el capitalismo que ensalza el poder de la máquina y aniquila la individualidad humana, a todo lo que se destaca frente a la igualación compulsiva del proceso económico de una sociedad de masas. El economicismo, con su ceguera cultural –de la que hoy tenemos tan evidentes ejemplos–, es una idea esencialmente plebeya, propia de naturalezas inferiores, que son incapaces de concebir categorías que superen el mero sentido común, esa panacea intelectual de las almas espesas: el realismo del buen burgués volteriano.

La máquina anula al hombre, le despoja de todo poder de decisión y actuación frente a un enemigo anónimo y masivo. Por eso llama Evola, en plena época de fervores futuristas, a una revolución radical contra el oro, el capital y la máquina (p.106), que considera condiciones indispensables para reestablecer el imperium frente a la Europa demócrata y liberal. En este sentido es en el que Evola se declara genuinamente “antieuropeo” muchos años antes de que bajo el nombre de Europa se edificara la pesadilla plutocrática y eurocida de Bruselas. Frente a este panorama, que es el nuestro, Evola afirma la necesidad de fundamentar el poder sobre la superioridad individual, pues el proceso histórico no es irreversible si surge una voluntad decidida a cambiar el rumbo de la sociedad, a imponer una nueva cosmovisión frente al caos informe del presente. Para afirmar esa superioridad es necesaria una élite, forjada por el fuego del combate interno y externo, pues los estadios de decadencia se caracterizan por su odio hacia las individualidades fuertes y a la vez por la necesidad de ellas.

Para volver a situarnos en un nivel cultural y espiritual superior hay que enfrentarse al arcano de toda sociedad bien organizada: la necesidad de la desigualdad (p.100), que no es de tipo económico, sino de carácter, de destino: ontológica. Y esa diferencia es natural, se da manera espontánea entre todos los seres humanos y la percibimos instintivamente. El reconocimiento de la excelencia es connatural a la especie humana y clave de arco de la armonía social. El desconocerla, el valorarla por la cantidad de dinero acumulado o el aniquilarla mediante la simple isocefalia del igualitarismo extremo, sólo puede llevar a la ruina de la civilización, cuya esencia está en la armonía de los desiguales, en la concordancia de los talentos dispares y en el respeto a las jerarquías naturales. El poder del dinero, en ese sentido, es tan igualitario como el marxismo más radical: la fortuna de un individuo no nos indica qué es, sino cuánto tiene. No es esencia, sino accidente.

Otra de las diferencias que marca muy atinadamente el joven Evola en este libro lleno de intuiciones fulgurantes es la confusión entre ciencia y sabiduría y su opción por la segunda. Hoy, casi un siglo después, nos resulta muy familiar, pero en la época era una extravagancia intelectual de primer orden, cuando Lenin soñaba con electrificar Rusia (aunque más bien la electrocutó), los futuristas trocaban a la Victoria de Samotracia por un deportivo y se elogiaba a los hombres de acción y a los implacables modernizadores, como Atatürk o Mussolini. Pero Evola no se dejaba engañar por los luminosos espejismos de su tiempo: el progreso técnico enmascaraba con sus logros la huida hacia adelante del nihilismo occidental; su ruido y actividad evitaban hacer frente al silencio, a la soledad, al encuentro del hombre con su alma. La modernidad es ruidosa y vacía. El triunfo de la máquina aplasta a la persona, la vuelve impotente engranaje de un perpetuum mobile al que su dependencia encadena y anula y le iguala como número, como anotación contable de un cosmos racionalista y desalmado. La ciencia ha sido uno de los instrumentos en la degradación de la individualidad humana: desde el empirismo baconiano hasta la crudeza positivista de nuestra época, pasando por el insaciable mecanicismo fáustico. Para la ciencia, verdad es todo aquello que universalmente reconocen la práctica experimental y la razón. Sin embargo, la sabiduría es muy otra cosa: verdad es el ser, aquello conocido que también se vive, que se incorpora a quien lo piensa. No es un producto de circunstancias externas, sino que es un proceso interior que forma y transforma al que en sí mismo lo experimenta. Vivimos en una era que rechaza la sabiduría y sólo confía en la ciencia: es inevitable que el materialismo vulgar y su encarnación más grosera, el economicismo, triunfen y sacrifiquen los altos valores culturales a las ventajas breves de un nihilismo sin objeto, sin criterio, sin espíritu de discernimiento más allá del momentáneo provecho material, del hic et nunc que nos aboca a la catástrofe natural y cultural: al apocalipsis en el que ya estamos.

Pero, sin duda, lo que más polémica originó en las páginas de Imperialismo pagano fue su crítica del cristianismo, que levantó ronchas en lo que el autor llamaba el partido güelfo, entre quienes destacaban los jesuitas, que en aquella época todavía eran cristianos. Para el joven Evola, el cristianismo era la degeneración de la sabiduría pagana mediterránea, una simplificación de los misterios antiguos, una insurrección de la parte inferior, irracional, “humana” del alma contra las cualidades superiores y aristocráticas de razón, de justicia y de voluntad (p. 156). El gran pecado de la religión cristiana, para Evola, era afirmar que el hombre era diferente de Dios, negar que guardase un dios dentro de sí al que se podía acceder por un camino de perfección individual, que es también la base de toda la filosofía neoplatónica.

Sin embargo, como Evola reconocería más tarde, esta crítica fue excesiva, fruto de su temprana y juvenil intoxicación nietzscheana. La tradición católica, aunque dominada por el racionalismo tomista, sí ha defendido la acción individual para avivar la scintilla Dei en el alma del hombre: basta con leer el admirable Itinerarium mentis ad Deum de San Buenaventura –obrita que debería sustituir en las parroquias a tanta catequesis progre y a tanta guitarrita ñoña– o con frecuentar las páginas del Pseudo Dioniso, de San Agustín o de nuestro Ramón Llull. De los polvos del escolasticismo vienen los lodos del progresismo. Hay un cristianismo platónico, individualista y místico, secundario en el catolicismo tomista, pero hegemónico en el Oriente ortodoxo (San Basilio, San Gregorio de Nisa, San Máximo el Confesor y me dejo todo un santoral entre los paréntesis), que Evola ignora paladinamente en 1928 y que descubrirá más tarde. Es lo que tiene la juventud.

Más interesante para nosotros resulta su visión de las relaciones entre Iglesia y Estado, que inciden en la naturaleza misma del fascismo, al que Evola no quería encerrar en la mera política, sino que pretendía añadirle una espiritualidad propia al espíritu guerrero que lo conformaba y que no debía ser manipulado ni pervertido por el clericalismo. En ese momento, el Duce jugaba una de las partidas más complejas y delicadas para un hombre político: llegar a un acuerdo duradero con la Iglesia en un país católico sin menoscabar la autoridad del Estado. Evola era plenamente consciente de lo que se jugaba Italia en ese tablero y no deja de indicar con ironía que “nos gusta mucho Maquiavelo, tanto como para aconsejarle al fascismo que se aproveche de la Iglesia cada vez que eso se torne en su ventaja” (p.186). En realidad, la diplomacia vaticana ganó la partida al Duce y Evola, sin dejar de ser fiel, se volvió cada vez más crítico del fascismo domesticado y clerical que predominará en Italia hasta 1943. Será al norte del Brennero donde surja un imperialismo pagano bastante más afín a las ideas de Evola, que cada vez desprecia más la concepción inferior, puramente política, del fascismo y se acercará a movimientos de temple tan espiritual como la Guardia de Hierro rumana. Era un rumbo inevitable, un destino.

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