Las guerras de religión.[1]
por Martin van Creveld
A
los pueblos educados en la tradición judío-cristiana la idea de la guerra como un
instrumento religioso no los debería tomar por sorpresa. Esto es aun más
evidente en el Antiguo Testamento, donde las guerras entre pueblos eran a la
vez conflictos en los cuales la supremacía de sus dioses respectivos quedaba
aprobada o no. En consecuencia, criterios religiosos fueron empleados a fin de
distinguir entre las varias clases de guerra y establecer una diferente ley
para cada una. A la cabeza de la jerarquía venía la que luego se llamaría milchement mitzvah (guerra santa). Había
dos tipos de guerras santas. Tanto si eran libradas contra pueblos
específicamente designados por Dios como sus enemigos, como los amalequitas; o
si servían para alcanzar algún fin sagrado como la posesión de tierras para
Israel. Cualquiera de estas vías, eran consideradas más que un asunto puramente
humano; representaban a la propia voz del Señor en la discusión.
Milchemet mitzvah era una guerra de exterminio en el
pleno sentido de la palabra. Los israelitas que luchaban en ella estaban
obligados a no perdonar a nada ni a nadie. Hombres, mujeres y niños, aun los
animales como los burros y el ganado eran pasados por las armas. Todas las
posesiones materiales se suponía que fueran quemadas, la única excepción eran
el oro, la plata, el cobre y el hierro (en su carácter de metal precioso), los
que quedaban consagrados para el uso del Señor. Eran sanciones divinas para
castigar abominaciones. Cuando un infeliz se alzó con un manto, así como con
algo de oro y plata, después de la caída de Jericó, atrajo el castigo para los
israelitas quienes fueron derrotados en la batalla de Ai. En otro pasaje de la
Biblia, se dice que el Rey Saúl quien, habiendo conquistado a los amalequitas
no llegó a matar a su rey y a destruir el botín como estaba ordenado.
Inmediatamente después, el profeta Samuel declaró a su reino maldito; Saúl
nunca se recuperó de este golpe, siendo a partir de allí controlado por lo que
sus contemporáneos llamaron un espíritu maligno, y que hoy probablemente,
denominaríamos como depresión.
Un
segundo tipo de guerra fue una en que los israelitas combatieron contra los madianitas
(Números 30-32). En ese momento el casus
belli[2]
fue la venganza contra un rey menor, en la que los ancianos de Maidán
compartían la vergüenza por haber encomendado al profeta Balam maldecir al
pueblo de Israel. El Señor le ordenó a Moisés ir a la guerra como forma de
represalia. Los reyes madianitas junto con todos los otros adultos varones
fueron derrotados y muertos y su ciudad incendiada. Al principio los niños y
las mujeres madianitas fueron perdonados, luego Moisés invocando su temor por
la ira divina dio la orden de que los niños varones y las mujeres que no fueran
vírgenes compartieran la suerte de los hombres. En esta ocasión, la orden de
destruir no se aplicó al botín, tampoco a los seres animados e inanimados. En su
lugar Moisés, luego de haberlos ritualmente purificado, los dividió entre el
Tesoro del Señor y la parte correspondiente para guerreros.
Aparte
de las varias clases de guerra sagrada, la Biblia también conoció guerras seculares
u “ordinarias” cuyas “reglas de empeñamiento” diferían de las citadas más arriba.
A pesar de que Dios no estaba directamente envuelto en esta clase de conflicto,
sus órdenes para su conducción eran igualmente estrictas. Antes de que las hostilidades
fueran iniciadas, al enemigo se le debía dar la oportunidad de rendirse, en cuyo
caso todo lo que se podía demandar de él era el convertirlos en “esclavos pagadores
de tributo.” Rechazada esta generosa oferta los israelitas estaban autorizados
a proceder en la forma usual. Todos los enemigo varones serían asesinados,
todas las mujeres y los niños serían capturados. La diferencia consistía en que
se les otorgaba la autorización para poseer y disfrutar del botín tomado en una
guerra secular, incluyendo aun a la última comida del enemigo. A partir de que
no había temas religiosos en disputa, la movilización era un asunto
semi-voluntario. Si “aun un novio en el medio de su boda” estaba obligado a
participar en una guerra sagrada (Maimonides),[3]
en el caso de una guerra secular cualquiera que acabara de terminar de
construir su casa o plantar un viñedo o tomar una esposa o admitiera su cobardía,
estaba exceptuado.
Éste
no es el lugar para hacer un listado detallado de las formas que estas abominaciones
fueron llevadas a cabo en la práctica. Suficiente es decir que, hasta el punto
en que la guerra era considerada como un instrumento de la religión, el derecho
de declararla descansó en las autoridades eclesiásticas antes que en las
seculares. Los criterios religiosos también determinaron quién debía tomar
parte, si se le debía ofrecer cuartel al enemigo y lo que debía hacerse con el
botín. Estas podían incluso influir en la conducción real de las operaciones
como en el caso de los macabeos quienes se negaron a pelear en el Sabbath, fueron severamente castigados y
tuvieron que recibir dispensas especiales por parte de los sacerdotes. Aun más,
Dios en su sabiduría ya había anticipado el choque potencial entre la religión
y lo que podría denominarse como el “interés.” Esto lo llevó a advertirles a
los israelitas que, en el caso de una guerra sagrada, no estaban autorizados a
tomar nada de las residencias de sus enemigos; pero sí estaban obligados a
destruirlas hasta la última piedra.
A
partir de que el Nuevo Testamento contiene pocas referencias a la guerra así como
que el Antiguo Testamento está plagado de ellas, los primeros cristianos se enfrentaron
a un dilema. Deseosos de seguir el mandamiento de “quien vive de la espada
perecerá por ella” (Mateo 26:52), fueron prevenidos de admirar a líderes como Moisés,
Josué y David como ejemplos a seguir; ya que si se los tomaba como tales, sería
difícil para ellos renunciar a la guerra. Los Padres de la Iglesia[4]
debatieron el problema entre ellos, proponiendo varias soluciones ingeniosas.
Sin embargo, durante los primeros siglos la idea de renunciar a la guerra y dar
la otra mejilla estuvo más de acuerdo con los requerimientos prácticos de una
comunidad pequeña e indefensa.
Esto
cambió cuando los cristianos se convirtieron en una importante porción de la población
y aun más, luego de que Constantino hizo del Cristianismo la religión oficial del
Imperio. Eusebio en la primera mitad del siglo IV distinguió entre dos grupos
de cristianos. Los laicos debían asumir el peso de la ciudadanía y participar
en la guerra, siempre que ésta fuera justa. En un nivel superior, el clero
debía abstenerse de participar en la guerra y de otras actividades del mundo,
permaneciendo dedicado sólo a Dios. Siguiendo esta línea de razonamiento, no
tomó mucho tiempo para que Ambrosio –tanto un administrador romano por
educación como un santo por vocación- se encontrara rezando por el coraje de
los soldados cristianos que combatían por Roma contra los bárbaros. Como
Ambrosio veía el problema, los bárbaros se negaban a someterse al representante
de Dios en la tierra, quien en este caso era el Emperador cristiano Graciano. A
partir de que ellos se convirtieron a sí mismos en los enemigos de la voluntad
de Dios, para los cristianos unirse a la lucha contra ellos no era ya sólo algo
admisible sino un deber pío. Tampoco había ningún castigo tan terrible que el
enemigo no se lo mereciera, al menos en principio.
La
visión de Ambrosio estuvo bien para el periodo en el que los enemigos de la Cristiandad,
ahora corporizada en el Imperio Romano, consistían en infieles considerados la
lacra de la civilización. Bajo formas modificadas continuó prestando servicios
durante la masa de la Edad Media, dado que dicho periodo vio muchas guerras que
eran dirigidas directamente tanto en contra de herejes como de los no creyentes.
Ambos grupos eran considerados como los enemigos del propio Dios; el combatirlos
era una sagrada obligación; lo que podía resultar en el exterminio de comunidades
enteras, como de hecho sucedió durante la Cruzada Albigense en el siglo XIII.[5]
Las Cruzadas fueron propiamente las primeras gobernadas por tales ideas, con el
resultado de que cuando la Cristiandad tomó Jerusalén en el 1099 masacraron a
la población de tal manera que la sangre corrió por las calles hasta manchar
los vasos de los caballos. Todavía, aun en este caso, la guerra condujo a una
mutua comprensión entre los beligerantes. Comprensión que fue seguida por una
disminución en la ferocidad y en una mayor disposición para limitar la
violencia, perdonar a los no combatientes, aceptar rescates, intercambiar
prisioneros, etc. A pesar de que Ricardo Corazón de León masacró a la población
de San Juan de Acre en 1191, como un todo las Cruzadas, no fueron probablemente
ni más ni menos sangrientas que las guerras medievales en su totalidad.
Empujada
hasta su lógica conclusión, la idea de hacer la guerra en nombre de la fe,
inevitablemente significaba que la guerra debía ser librada sólo por, o al
menos en nombre de, la Iglesia, una inferencia que fue mantenida cabalmente por
los papas del siglo XI como Gregorio VII y Urbano II. A pesar de ello, ni aun
Inocencio III, a principios del siglo XIII, fue lo suficientemente poderoso
para imponer su punto de vista, aunque no porque no lo intentara. La Iglesia
aun estableció varias órdenes militares para intentar combinar al monje con el
guerrero y dedicarlas a librar el buen combate. Aun más, la Iglesia vio la
necesidad de imponer limitaciones a la guerra más allá de las religiosas. El
movimiento pax dei, mencionado más
arriba, representó un intento de asegurar que el tratamiento reservado a los
cristianos no sería el mismo reservado para los herejes y los infieles. Estaba
la denominada tregua dei, o tregua de
Dios, la cual trató de limitar la duración de los combates de tal modo que sólo
estaban permitidos entre Lunes y Miércoles. La Iglesia también se interesó en
las armas; luego del Segundo Concilio de Letrán, que no era una corte de
caballería, prohibió el uso de la ballesta declarándola sólo apta para ser
usada contra los infieles en 1139.
A
medida que la Edad Media terminaba, la idea de hacer la guerra por motivos religiosos
estaba lejos de morir –por el contrario, algunos de sus mayores triunfos estaban
por llegar. Batallando en Sud y Centroamérica después de 1492, los españoles y
los portugueses actuaron en el nombre de la cruz. Por temor a Dios, le daban siempre
a los indios la opción de convertirse al Cristianismo, exterminándolos sólo cuando
fallaban en entenderlo o en cumplirlo. Un siglo y medio después de que Lutero clavara
sus 95 Tesis en las puertas de la iglesia de Wittemberg, Católicos y Protestantes
compitieron unos con otros en sus llamados a la Guerra Santa, a menudo masacrando
poblaciones como sucedió, por no estar de acuerdo sus respectivas visiones
sobre la naturaleza de Cristo. Tan intensamente religioso era el Ejército Español
de Flandes que llevaba a su frente la imagen de la Virgen aun cuando se amotinó.
Las tropas de Gustavo Adolfo, como los Ironsides
de Cromwell,[6]
iban al combate cantando himnos religiosos, aunque no eran tan crédulos como
para atribuir sus victorias a este hecho. El rol jugado por la religión en la
guerra estaba reflejado en los
reglamentos militares del periodo. Muchos dedicaban sus primeros capítulos a
las formas religiosas que debían ser impuestas por los comandantes y seguidas
por las tropas; esto es como que si un análisis de las fuerzas armadas
norteamericanas de hoy debiera iniciarse con un descripción de su sistema de
capellanes. De esta forma, en el nivel de las declaradas de cualquier nivel, la
guerra religiosa permaneció como la forma de guerra más importante en Europa,
hasta bien entrada la Edad Moderna. Su importancia real, aunque difícil de
determinar, es mejor comprendida mediante una analogía moderna. Sea lo que
pensemos del intento norteamericano de “salvar la democracia” en Vietnam,
probablemente no fue muy diferente del intento del Rey Felipe II de España de
salvar las almas de los holandeses sujetos a la infección de la herejía
protestante. En ninguno de los casos el idealismo estuvo libre de
consideraciones pragmáticas de todo tipo. Muchas veces la mezcla fue hecha para
justificar acciones extrañas y a compañeros de ruta poco comunes (los veteranos
de Vietnam[7]
reconocerán en, “quemar a los herejes por el bien de sus almas” como una frase
sorprendentemente moderna). Todavía, un fuerte elemento de idealismo estuvo
presentes en ambos, especialmente al principio; casi como los occidentales hoy
no pueden concebir un mundo justo que no sea democrático, también la joven
Europa no podía imaginar una sociedad que no estuviera basada en la religión correcta.
Bajo cualquier disfraz, no hay duda de que el idealismo contribuyó al proceso de
decisión, y continuó influyendo bastante tiempo después de que las
circunstancias cambiaran. A medida que los ideales se esfumaban, también lo
hizo esta forma de hacer la guerra.
Comenzando
con el Tratado de Westfalia –el primero, en el cual Dios, casualmente, es
dejado afuera-los occidentales abandonaron principalmente la religión a favor
de razones más ilustradas para masacrarse unos a otros. Sin embargo, en la parte
del mundo suscripta al Islam esto mismo sucedió sólo mucho después, y en una forma
mucho más limitada. El Corán divide al mundo en dos partes –dar al Islam (La Casa del Islam) y dar al Harb (La Casa de la Espada) la
que supuestamente se encuentra en guerra permanente. Las sectas islámicas de
nuestros días, en comparación con otras obligaciones religiosas, se diferencian
entre ellas por la importancia que otorgan a la Jihad. Sin embargo, por lejos, se considera a cada musulmán libre,
adulto y apto, obligado a pelear y morir por la mayor gloria de Alá; la única
cuestión es si a los no creyentes se le debe garantizar una tregua temporaria. Entre
los estudiosos coránicos, muchos fueron de la opinión de que los conquistadores
árabes tenían el derecho de matar a los habitantes de los países ocupados si
estos no se convertían al Islam. En la práctica habitualmente se les daba la
opción de rendirse, para luego obligarlos a pagar impuestos especiales y ser
considerados como comunidades protegidas y en consecuencia, inferiores. Durante
las primeras décadas después del nacimiento del Islam se había asumido que el
mundo musulmán permanecería unido bajo sus califas, y que sus dominios se mantendrían
en expansión hasta que fueran alcanzados los límites de la tierra. Como resultado,
la Jihad era realmente la única clase
de relación que podía existir entre los creyentes y los infieles. Sin embargo,
llegó el tiempo en que estas condiciones no se obtuvieron, e hicieron su
aparición otros tipos de guerra. Fue necesario acomodarse a la posibilidad de
una prolongada coexistencia con entidades políticas no musulmanas como
Bizancio. También fue necesario considerar la posibilidad de que se perdieran territorios
musulmanes, como pasó por primera vez durante el siglo XI cuando los Normandos
ocuparon Sicilia. Se elevó, a partir del siglo XII hacia delante, una
literatura entera, parcialmente religiosa, parcialmente de carácter legal, que
buscó definir que podían hacerle los musulmanes a los no musulmanes y bajo qué
circunstancias. Algunos estudiosos fueron aun tan lejos como para inventar una
tercera categoría a mitad de camino entre dar al Islam y dar al Harb, denominada dar al
Sulb. Este término fue usado para designar a Estados, que sin estar sujetos
a la fe, habían iniciado relaciones legales con el mundo musulmán. La idea de
la Jihad enfrentó grandes
dificultades cuando el mundo musulmán se dividió entre varios Estados los
cuales, a su vez, a menudo profesaban diferentes versiones del mismo. Se hizo
necesario distinguir entre al menos dos clases de guerra, mayoritariamente
contra los infieles, por un lado y por el otro, contra los hermanos musulmanes.
A su turno, la guerra contra los musulmanes fue dividida en tres clases por
Al-Mawradi, un estudioso del siglo X al servicio del Califa de Bagdad. Había
una clase de Jihad en contra de los
apostatas (ahl al ridda), otra contra
los rebeldes (abl al haghi) y otra
contra aquellos que habían renunciado a la autoridad de un líder espiritual (al muharabin). Cada clase se suponía
sería librada mediante diferentes métodos e implicando diferentes obligaciones
hacia el enemigo. Por ejemplo, no se suponía que se ejecutaran a los
prisioneros muharabin. A partir de
que eran considerados como parte del inviolable de dar al Islam, sus casas no
debían ser incendiadas ni sus árboles cortados.
Como
fue el caso del Judaísmo y del Cristianismo, también el Islam dejó por escrito
detallados procedimientos para llevar adelante una Jihad. A los infieles primero se les daba la oportunidad de
convertirse al Islam; sin embargo, los que entre ellos hubieran rechazado
hacerlo en una ocasión anterior, eran considerados advertidos y podían ser
objeto de un ataque sorpresa. En los casos en los que la presentación de dicha
demanda ponía a las propias fuerzas musulmanas en peligro, no era necesaria una
declaración de guerra. A pesar de que los infieles no tenían derecho a la vida,
los musulmanes podían elegir ejercer la clemencia, perdonar a las mujeres, a
los niños y a otras personas indefensas, en cuyo caso sus medios de vida no
eran tomados ni destruidos. Los prisioneros eran considerados parte del botín;
aquellos que rechazaban aceptar al Islam podían ser esclavizados o ejecutados;
en contra de algunas opiniones que sostenían que, en su lugar, se podía pedir
rescate por ellos. Del botín, un quinto pertenecía al comandante, un quinto al
Profeta (en la práctica era destinado a caridad) y el resto repartido entre los
combatientes. A partir de que las reglas por las cuales el botín era dividido
habían sido escritas por la religión no estaban sujetas a la interferencia
arbitraria del comandante.
Esta
breve sección no puede abarcar todos los ejemplos conocidos de la guerra sirviendo
como instrumento de la religión. Aun una corta lista debería haber incluido no sólo
a los aztecas –cuya estrategia entera se resolvía alrededor de la necesidad de capturar
prisioneros para sacrificar- sino a muchas denominadas sociedades primitivas alrededor
de todo el mundo. Podemos limitar nuestra mirada a las tres grandes religiones
monoteístas; aunque, es obvio que históricamente sus actitudes hacia la guerra
se desarrollaron por distintos caminos. La existencia independiente de los
judíos fue interrumpida por la destrucción del Primer Templo. A partir de allí
y hasta el siglo XX, sólo gozaron de tener un Estado durante un breve periodo
desde el 164 al 57 a.C. Como resultado, cuando las leyes religiosas de la Halacha comenzaron a desarrollarse en
los siglos II y III de nuestra era, las ideas acerca de la guerra fueron
relegadas a las notas, siendo sólo de interés de un puñado de estudiosos
alejados de los asuntos prácticos. Aun
así, el concepto y la terminología de milchemet
mitzvah nunca fueron olvidados. A pesar de que el establecimiento del
Israel moderno fue mayormente un trabajo de socialistas ateos, la fulgurante
victoria de la Guerra de los Seis Días de 1967 fue vista por muchos como un
acto de Dios y fue acompañada por alabanzas mesiánicas. Hay en Israel, hoy, un
resurgimiento de grupos extremistas a los que nada les gustaría más que ver a
este sangriento concepto revivido y puesto en acción nuevamente.[8]
A
pesar de que el Cristianismo primitivo profesó la oposición a la guerra y al derramamiento
de sangre, tan pronto como los cristianos llegaron al poder fue que cambiaron
de tono. A lo largo de la Edad Media y, aun más, al principio de la Moderna, los
cristianos combatieron a los infieles, y entre ellos. Siempre en el primero de
los casos y a veces en el último, actuaron en nombre de la Cruz, a la que
llevaban a la batalla delante de ellos, siguiendo el ejemplo establecido por
Constantino y de allí imitado por todos. La Iglesia medieval intentó aun
establecer un monopolio sobre la violencia organizada mediante la fundación de
órdenes militares que combinaron los ideales de la religión y de la guerra. La
verdadera “Iglesia Militante” nunca fue plenamente capaz de realizar sus
objetivos de convertir al gobierno secular en su brazo ejecutivo. Siempre
existieron aquellos que libraron guerras en nombre de diferentes ideas, ya sea
ancladas en la ley feudal u otras, que desde el siglo XVI en adelante, que derivaron
de la raison d’ état.[9] La Iglesia la mayor parte del
tiempo también, incluyó a elementos que se mantuvieron firmemente opuestos a
cualquier tipo de derramamiento de sangre, San Francisco de Asís puede ser
colocado entre los muchos nombres que merecen ser mencionados.
En
Europa, la idea de la guerra como la continuación de la religión nunca fue tan poderosa
como durante el siglo y algo que siguió a la Reforma, llevando a un incontable
número de guerras que fueron tan feroces como cualquier otra en la historia. Sin
embargo, la influencia de las ideas religiosas declinó después de 1648. Mientras
los conductores podían aun hacer uso de ellas para inspirar a sus conducidos, a
partir de fines del siglo XVII, los Estados modernos ni fueron a la guerra en
nombre de la religión ni regularon su conducta en consonancia con ella. Había,
verdaderamente, una tendencia a separar la “conducción real” de la guerra de
cosas tales como la moral de las tropas o el tratamiento a los heridos, la
“estrategia” crecientemente se transformó en el dominio de los “duros de
corazón” anticipados por Maquiavelo y corporizados en Clausewitz.
Finalmente
y precisamente porque la formación de Estados seculares sólo comenzó hacia
fines del siglo XIX, el Islam fue mucho más lento que sus rivales para drenar
la idea de guerra religiosa. A pesar de que el Egipto y la Siria de nuestros
días pretendan ser Estados seculares, todavía contienen a muchos elementos tradicionalistas
importantes. Los objetivos declarados de estos grupos es el regreso a la Shari’a, o ley sagrada, verdaderamente
cada fracaso de los dirigentes del Estado es atribuida a su rechazo por hacer
esto. Como los ejemplos recientes del Líbano, Irán y Afganistán muestran
claramente, la idea de Jihad es
todavía muy poderosa, de hecho tan poderosa que, en la mayoría de los Estados
modernos, no es difícil encontrar voluntarios a suicidarse en su nombre. A
pesar de que en la generalidad de los casos se encuentra dirigida contra las
elites gobernantes occidentalizadas y sólo secundariamente contra los infieles,
a lo largo del mundo musulmán de hoy el poder motivante de la Jihad es más grande que nunca. Todo esto
va tan lejos como para mostrar que, aun hoy, la idea de la guerra como la
continuación de la religión, incluyendo específicamente a sus formas más
extremistas, está lejos de estar muerta. Los estrategas occidentales seguidores
de Clausewitz harían bien en tomar este hecho; ya que el no entender a la
Guerra Santa los convertirá en sus víctimas.
[1] Extraído
de: Martin
van Creveld. "La Transformación de
la Guerra". Trad. Carlos
Pissolito.
[2] Voz latina
que puede traducirse como: causa de guerra. (N.T.)
[3]
Renombrado
filosofo judío nacido en Córdoba, España en el siglo XII. Sus contribuciones al
Judaísmo le valieron el apelativo del “Segundo Moisés”. Su aporte más
importante es el de haber intentado la reconciliación de su fe con la filosofía
de Aristóteles, en forma análoga a lo hecho por Santo Tomas de Aquino con la fe
cristiana. (N.T.)
[4]
La expresión “Padres de la Iglesia” se aplica a los obispos de los primeros
siglos de la era cristiana; especialmente a aquellos que participaron del
Concilio de Nicea (325). (N.T.)
[5] Movimiento de orientación maniquea,
también denominado “Cátaro” (del griego katharos,
puro) que floreció en el sur de Francia durante los siglos XII y XIII. Fueron
condenados como herejes por la Iglesia en el Concilio de Tours (1163) y puestos
fuera de la ley. (N.T.)
[6]
Los Old Ironsides eran un famoso regimiento
conducido por Oliver Cromwell que ganó fama de invencible durante las guerras
civiles inglesas. Sus integrantes eran seleccionados por mérito, cosa extraña
en esa época y por su adhesión a la causa del Parlamento. Famoso por su
disciplina, el regimiento sirvió de modelo para el nuevo ejército organizado
por Cromwell cuando asumió el poder como “Lord Protector”, luego de derrotar a
las tropas leales al Rey. (N.T.)
[7]
Hoy
podríamos agregar el ejemplo de Irak; ya que en los documentos oficiales en los
que fijan los objetivos estratégicos de los EE.UU. para con Medio Oriente se
menciona expresamente la instauración de sistemas democráticos de gobierno, no
solo en Irak, sino además en la región como condición previa a la paz. (N.T.)
[8] Otro vaticinio del autor cumplido.
Recientemente, los inconvenientes de la actual administración del Primer
Ministro, Ariel Sharon, para desalojar los territorios ocupados de Gaza y la
Ribera Occidental se encuentran motivados, entre otras causas, en la dura
oposición de grupos judíos ortodoxos a abandonar lo que consideran les
corresponde por derecho divino, por lo que no renuncian ni a la posibilidad de
emplear métodos terroristas contra el Estado del cual forman parte. (N.T.)
[9] En francés
en el original: razón de Estado. (N.T.)
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