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martes, 28 de abril de 2015

El Mediterráneo como frontera.



http://internacional.elpais.com/internacional/2015/04/23/actualidad/1429800293_745428.html

El mar que se convirtió en frontera.

Negar el derecho universal de asilo significaría rechazar los principios humanitarios en los que se basa la Carta de las Naciones Unidas






Refugiados albaneses en el puerto de Brindisi (Italia) en 1991.
Resulta bastante evidente que los mares unen y dividen al mismo tiempo. El Mediterráneo apenas cubre un 1% de la superficie marítima del planeta, y es largo a la par que estrecho. Su relativa pequeñez lo ha convertido en un mar fácil de cruzar y en un punto de encuentro entre las civilizaciones de tres continentes: Europa, Asia y África. Sin embargo, su historia no ha sido la de un contacto continuo entre las diferentes orillas: tras la caída del Imperio Romano en Occidente, el contacto entre el este y el oeste del Mediterráneo, y también entre el norte y el sur, se vio muy reducido. Aquel también fue un periodo en el que la emigración masiva cambió el rostro del Mediterráneo: un pueblo germánico, los vándalos, llegó hasta Cartago, en el norte de África, mientras España y Portugal eran colonizadas por pueblos como los visigodos y los suevos, que acabarían haciéndose con el control político.
La historia no se repite estrictamente, pero sí podemos aprender algo observando las crisis del pasado y los intentos de resolverlas. La emigración por el Mediterráneo vuelve a ser un tema principal, pero ahora llega hasta Europa occidental desde otras direcciones, desde Asia y África, y no está liderada, claro está, por caudillos victoriosos como Alarico el Godo o Genserico el Vándalo. Está espoleada, en parte, por el deseo de encontrar una vida mejor, pero junto a los emigrantes económicos vemos un número cada vez mayor de refugiados de la guerra y la destrucción. Muchos son miembros de grupos religiosos que sufren enormemente a manos de los islamistas radicales: cristianos sirios, yazidíes, coptos, musulmanes chiíes y un largo etcétera. Los últimos vestigios de convivencia mediterránea están siendo eliminados a medida que Siria se desgarra por las facciones rivales. Los movimientos más fanáticos han demostrado sentir tanto odio por los monumentos antiguos, los cementerios cristianos y los templos rivales como por la gente que venera a Dios de otra manera.



Todo esto ocurre en un momento en que el Mediterráneo está roto. El mar, que ya dejó de ser un punto de encuentro, se ha convertido en una frontera, una barrera, y constituye la culminación de un proceso que lleva en marcha al menos medio siglo. A nadie se le ocurriría defender los regímenes coloniales que pusieron toda la costa, desde Siria hasta Marruecos, bajo el dominio del Imperio Británico, Francia, Italia y España. Sin embargo, la descolonización se produjo justo cuando la Unión Soviética intentaba establecer su propia influencia en África y Oriente Próximo; Estados recién fundados, como Argelia y la República Árabe Unida (que abarcaba Egipto y Siria), miraron hacia Moscú, y no hacia Occidente, en busca de fondos, apoyo militar y liderazgo. Al mismo tiempo, los países de las costas septentrionales del Mediterráneo comenzaron a dar la espalda al mar en busca de un nuevo futuro económico, que esperaban más próspero, en la Comunidad Europea.
La inmigración hoy es una tragedia. La lección judía aconseja lanzar una operación de rescate internacional
Puede que convertirse en miembros plenos de Europa les ayudase a resolver sus propios problemas económicos, y en efecto se generó un fenomenal crecimiento de la economía, sobre todo en Italia y España; sin embargo, la oportunidad de establecer vínculos con el norte de África y Oriente Próximo no se desarrolló, a pesar del considerable potencial de países como Argelia o Túnez. Sin duda, tras el desmoronamiento de la Unión Soviética podía haberse buscado una oportunidad. Luego, la Unión para el Mediterráneo de Sarkozy se vio en general como una estratagema para excluir a Turquía de la Unión Europea más que como un intento de crear una estructura económica eficaz que abordase cuestiones ecológicas fundamentales.
Si echamos la vista atrás podemos ver que había numerosos indicios de que las penurias económicas enviarían una oleada de inmigrantes a Europa. La caída del comunismo en Albania, a la sazón el país más pobre del continente, provocó la emigración masiva, a menudo, en embarcaciones no aptas para navegar, hacia el sur de Italia. Comparado con lo que ocurre ahora, aquello era un problema local: podía resolverse, hasta cierto punto, reconstruyendo la economía albanesa con la ayuda de Italia y otros países vecinos. Hoy vemos inmigrantes llegados del África subsahariana, del Magreb y de Oriente Próximo, víctimas de una explotación evidente por parte de los traficantes de personas, pero dispuestos a encomendarse a embarcaciones destartaladas, y lo bastante desesperados para querer o necesitar escapar de su tierra natal. Es una auténtica tragedia, porque no hay solución: admitir a todo el que quisiera venir añadiría una enorme presión a unos recursos europeos ya forzados de por sí; negar el derecho universal de asilo significaría rechazar los principios humanitarios en los que se basa la Carta de las Naciones Unidas. El resto del mundo no debería quedarse de brazos cruzados. A mediados del siglo XX, los judíos vieron cerrarse muchas puertas en sus narices cuando intentaban marcharse desesperadamente, primero de Alemania y luego de Europa del Este. Esta vez, las puertas de todo el mundo democrático deben abrirse, en una operación de rescate internacional, y de hecho, intercontinental.

David Abulafia es autor de El gran mar: una historia humana del Mediterráneo (Crítica, 2013) y profesor de Historia del Mediterráneo en la Universidad de Cambridge.

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