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miércoles, 18 de noviembre de 2015

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Las leyes de la guerra y las armas 
 (Extraído de: Martin van Creveld. "La Transformación de la Guerra.")


En el campo de las armas también la guerra ha estado siempre limitada por reglas. Si los conflictos armados hubieran sido una simple cuestión de emplear toda la fuerza necesaria para alcanzar los propios fines, como se postula en el Universo clausewitziano, no hubieran existido tales limitaciones; de hecho, sin embargo, existen en toda civilización que haya conocido la guerra, incluyendo la nuestra.

La lista de las armas que, por una razón u otra, han sido declaradas “desleales”, es larga, empezando ya en el mundo antiguo. Un ejemplo temprano está asociado con Paris, el hombre que secuestró y luego desposó a la Reina Helena. Mejor amante que guerrero, el arma preferida de Paris era el arco. Como resultado en la Ilíada se lo llama de varias formas desagradables como “cobarde”, “debilucho” y “mujercita” sólo para nombrar tres de una larga colección. Igualmente, trata a los dos hijos de Telamon, Ajax y Teukros, el primero que peleaba con la lanza era considerado entre los grandes héroes. El segundo, que era un campeón del tiro con arco, muy efectivo en combate, que se cubría detrás de los grandes escudos de sus camaradas “como un niño detrás del vestido de su madre.” En la poesía épica, tampoco había consideración para con el arco. De acuerdo a Plutarco, Licurgo -cuando quiso hacer valerosos a los espartanos- prohibió el uso del arco.

Dado que la religión griega era antropomorfa, no nos debe sorprender que distinciones similares prevalecieran en el Olimpo. Eurípides en una de sus obras acusa nada menos que a Heracles de cobardía, diciendo que prefería disparar desde lejos a pelear como un hombre, en la primera fila, expuesto al filo de las lanzas. El dios del mar, Poseidón, cuya arma característica era el tridente, era mucho más fuerte y una figura más masculina que Apolo con su arco de plata. Las diosas también, eran clasificadas por las armas que usaban. La más fuerte era Atenea, la reina virgen de la guerra, quien vestía armadura y cuya arma era la dorus o lanza. Era la favorita de su padre entre la generación joven, mucho más fuerte que sus hermanas, la diosa cazadora Artemisa y la diosa del amor Afrodita, quienes usaban el arco.

No es difícil de discernir las razones del por qué las armas que pueden matar desde lejos no fueran las preferidas. Como lo pone muy claro Homero, ellas no eran una verdadera prueba de hombría, ya que les permitía a los débiles como Paris, primero herir al poderoso Diomedes y luego matar a Aquiles, el más grande héroe que jamás haya vivido. Los persas por otro lado, expresaron su ideal de virilidad diciendo que un hombre debía hacer principalmente tres cosas: saber cabalgar, disparar con arco, y decir la verdad. En contraste, la tradición militar occidental consideró al arco como algo traicionero.

Mientras que era bien considerado para el deporte y la caza, en la guerra su uso quedaba justificado sólo por la fuerza de las circunstancias. Cuan persistentes eran tales tradiciones se hace evidente a partir del hecho de que, a lo largo del milenio y medio conocido como Antigüedad, las armas de largo alcance como el arco y la honda eran consideradas las armas del hombre pobre. Un hoplita o un legionario que se respetara, no aceptaría en usarlas. Las unidades de arqueros y honderos, aun las de jabalinas, típicamente se conformaban con hombres extraídos, tanto de las clases sociales más bajas, como de entre los extranjeros semi-civilizados como los esitas, quienes eran la policía de Atenas. En el ejército romano tales unidades y tales hombres nunca alcanzaban un estado militar propiamente dicho. A pesar de que sus contribuciones a la conducción de la guerra eran considerables, eran llamados auxilia y debían servir un periodo más largo y por menos paga que los legionarios.

A medida que la Antigüedad se tornaba en la Edad Media, la fortuna del arco comenzó a depender de la geografía. Los bizantinos, muchas de cuyas fuerzas consistían en mercenarios originarios de las estepas rusas adoptaron el método de estos últimos de pelear a caballo usando armas de largo alcance. En Occidente, los francos, quienes establecieron los reinos merovingios, prefirieron pelear mano a mano usando lanzas, espadas y hachas. Después, cuando los francos tomaron el caballo para convertirse en caballeros, siguieron peleando mano a mano. El arco permaneció como había estado en la Antigüedad, un arma de segunda clase. Los versos iniciales del gran poema épico de la caballería carolingia, Chanson de Roland , ridiculiza a los musulmanes por rehusarse a pelear a corta distancia y confiar, en su lugar, en armas arrojadizas. En el Segundo Concilio Ecuménico Lateranense en 1139 se impuso la prohibición de la ballesta, por la razón de ser considerada excesivamente cruel –en pocas palabras, demasiado efectiva- para ser usada contra otros cristianos. La mejor manera de entender la prohibición es sin embargo, examinar la posición social del arco. Eduardo I, Eduardo III y Enrique V –como Guillermo el Conquistador- le debían sus victorias mayormente al arco, al principio usando el de los normandos y luego adoptando la versión larga de las tribus escocesas, que era su arma nacional. A pesar de ello, estos monarcas no lo usaban ni hubieran soñado hacer de sus hijos grandes barones entrenándolos con él, sin otro propósito que los deportivos. La ecuación puede invertirse. Una razón por la que el arco era despreciado era precisamente porque era barato, por lo tanto accesible a cualquiera que le importara poco su bajo status como símbolo social.

Otra indicación de la inferior posición del arco es su rol en los combates que no eran los de la guerra –o sea, en juegos de entretenimiento de todo tipo. Ya en la Ilíada disparar con un arco es el último y el menor, entre los concursos organizados por Aquiles en honor de su amigo muerto, Patroclo. En forma similar, en los torneos medievales, el show por excelencia, la posición del arco era ambigua. Su uso en combate entre caballeros estaba prohibido; sin embargo, en los primeros tiempos esta regla era a veces violada. Verdad, habían pasado los días y era posible ver en los torneos competencias con arco. Al igual que en los entretiempos de los juegos modernos de football americano son hoy a veces complementados por porristas o gimnastas; también la función del arco en un torneo era la de llenar los huecos del programa o también ponerle fin. Aquellos que competían con el arco no eran caballeros ni los archivos nos dicen que a alguna noble dama le hayan entregado algún premio.

Las damas sí, a veces, usaban la ballesta para prácticas de tiro o cacería –otra indicación de su problemática naturaleza como un arma de guerra de primera clase.

Las primeras armas de fuego, que permitían a un hombre del común matar a un caballero desde lejos, amenazaron la existencia del mundo medieval y finalmente ayudaron a terminarlo. Las armas de fuego se originaron en el siglo XIV, pero le llevó más de dos siglos antes de que se volvieran verdaderamente respetables. En el Egipto de los mamelucos y en el Japón de los samuráis fueron consideradas incompatibles con el status social de los grupos dirigentes y fueron prohibidas. En Europa también, fueron resistidas: Ariosto, Cervantes, Shakespeare y Milton sólo para nombrar a cuatro de una larga lista de famosos nombres que las despreciaron y las describieron como una creación propia de Satanás.

A pesar de que las armas de fuego fueron originalmente consideradas armas de bajo status, aquellos especializados en su uso estaban quizás más próximos a ser técnicos o magos que simples campesinos. Estos factores, en combinación, explican porque aquellos que empelaban armas de fuego en la guerra eran a veces sometidos a castigos. En el siglo XV el condottiere italiano Gian Paolo Vitelli estilaba cegar a los arcabuceros capturados y cortarle las manos, mientras que su casi contemporáneo, Bayard –que ingresó a la historia como el chevalier sans peur et sans reproche - los ejecutaba.  La facilidad con la que las armas de fuego mataban a distancia no era, sin embargo, la única razón del por qué eran despreciadas. Cada arma de fuego era dificultosa si no imposible de usar a caballo. En consecuencia, en Europa al igual que entre los mamelucos egipcios, amenazaron con dar por terminado con un orden social entero que por cientos años había dividido a la humanidad entre aquellos que montaban, de aquellos que no. Las armas de fuego eran también molestas, sucias y peligrosas. La carga consistía en pólvora negra, que antes de la introducción del cartucho metálico a fines del siglo XIX, debía ser cargada en forma separada a la bala.

En consecuencia, disparar un arma era una operación difícil que siempre complicaba al tirador y que, a veces, terminaba explotando en su cara. Cualesquiera hayan sido las razones, los prejuicios contra las armas de fuego persistieron, en ciertos aspectos, durante el siglo XIX y más allá. Aun en los días previos a la Primera Guerra Mundial, los miembros de la nobleza europea típicamente preferían la caballería a cualquier otra especialidad, una razón era que su arma principal continuaba siendo el frío acero.

Otra razón muy importante para el desprecio hacia un arma era por supuesto, que era nueva. Una arma nueva podía o no ser efectiva, pero siempre que una era introducida amenazaba con alterar ideas tradicionales como la forma en que la guerra debía ser librada y, de hecho, de qué se trataba la misma. Esto explica por qué armas clasificadas como “desleales” a veces hacen su aparición durante periodos de rápido desarrollo tecnológico; buenos ejemplos nos proveen la catapulta griega (inventada en Sicilia alrededor del 400 a.C.) y por supuesto la primeras armas de fuego. Más cerca de nuestros días, un periodo similar es el que se inicia cerca de 1850 y finaliza en 1914.

Excepto, quizás por los EE.UU., cuyas fuerzas armadas profesionales eran pequeñas, y su compromiso con formas tradicionales de guerra era correspondientemente menor; el desarrollo de la tecnología militar vino de sorpresa y causó una conmoción.

Escribiendo en 1820, Clausewitz tampoco listó a la tecnología militar entre los principales factores que gobernaban la guerra, ni esperó que su desarrollo fuera muy grande. Cuan equivocado estaba se hizo claro un año después de su muerte, cuando la primer fusil de retrocarga, con percutor de aguja emergió de la fabrica de Johann Dreyse, un armero sajón.

A medida que la revolución industrial se extendía y comenzaba a afectar a la guerra, un nuevo dispositivo tras otro hacía su aparición. La retrocarga fue seguida por el rifle, el rifle por el arma a repetición, el arma a repetición por la ametralladora que disparaba pólvora sin humo y escupía 600 disparos por minuto. La artillería también, fue revolucionada. Los cañones que habían sido de bronce eran ahora fundidos en acero. Cañones de avancarga con un alcance de quizás no más de una milla, que apenas habían cambiado por tres siglos, se transformaron en piezas de retrocarga, estriadas, monstruos de acero que pesaban hasta 100 toneladas. La cadencia de fuego fue también incrementada con la invención del mecanismo de retroceso moderno, introducido por primera vez por los franceses en 1897. Para los tiempos de la Primera Guerra Mundial las mayores armas estaban montadas en buques o sobre rieles; podían disparar un proyectil por minuto, cada uno de casi una tonelada de peso, a un blanco a más de quince millas de distancia. Su introducción fue acompañada por dispositivos auxiliares como el ferrocarril y el telégrafo, que no habían sido inventados para uso militar, pero que pronto hicieron sentir su impacto. El telégrafo, el buque a vapor, el submarino, el globo aerostático, la dinamita y el alambre de púas estaban entre otros dispositivos importantes.

La fascinante historia de cómo las nuevas tecnologías fueron recibidas provee muchas pistas sobre las dinámicas sociales que promueven su invención. Los trenes son un buen ejemplo. Los ferrocarriles, escribió el famoso economista alemán Friedrich List en un ensayo premiado, podrían ayudar al defensor (cuya red ferroviaria estuviera intacta) a obstruir al atacante (enfrentado a una tierra arrasada), al punto que la guerra misma se tornaría imposible. Cuando Albert Nobel inventó la dinamita en 1887 expresó una esperanza similar, basado en la creencia de que el suyo era un explosivo demasiado poderoso para ser usado en la guerra. Muy a menudo los militares y sus amos políticos despliegan el síndrome del “no inventado aquí”. Consecuentemente, no están ansiosos por adoptar dispositivos, presionados por dudosos personajes listos para hacer una rápida ganancia. Esta ambivalencia, sin embargo, también descansa en causas más profundas. Tanto los soldados como otros, por ejemplo, el banquero judío Iván Bloch en su trabajo de seis tomos sobre el futuro de los conflictos- temen que el avance de la tecnología pueda transformar a la guerra en algo nuevo, monstruoso y sin precedentes.

Intentos de regular las nuevas armas empezaron en San Petersburgo en 1868 y terminaron en La Haya en 1907 con numerosas reuniones menos importantes desarrolladas en el medio. El problema central con el cual tenían que lidiar era definir qué era lo que constituía y lo que no constituía un acto de guerra; con qué propósito medios “leales” tenían que ser separados de aquellos que eran “pérfidos” y medir lo que constituía “necesidad militar” de aquellos que meramente causaban “sufrimiento innecesario.” A partir de que cada delegación tenía sus propias ideas en estos temas, los resultados fueron lo suficientemente flexibles. Se acordó prohibir los proyectiles explosivos de menos de 400 gramos. Más tarde se acordó que los explosivos no debían ser lanzados desde globos, sin importar que no fueran el medio ideal para tal tarea. Finalmente, se acordó que los submarinos no podrían usar sus torpedos para hundir mercantes desarmados sin un aviso a su tripulación y permitiéndole tomar los botes salvavidas. Todas estas tres prohibiciones fueron luego violadas; la primera, cuando los británicos usaron balas dum-dum para detener a los “salvajes” en Afganistán; y las otras dos durante la Primera Guerra Mundial. A pesar de todo, los debates las sacaron a la luz, así como a las reglas mismas, proveyendo una muy buena visión para entender a la guerra contemporánea.

Un arma que también se prohibió en San Petersburgo y que estaba destinada a ser más controversial que cualquier otra, fue el gas. Aunque agentes asfixiantes en la forma de humo, sin ninguna consideración especial, habían sido usados en la guerra desde tiempos inmemoriales. A partir de que su efectividad dependió de la concentración, su uso estuvo generalmente asociado con los espacios restringidos característicos de la guerra de sitio y, aun más, con las operaciones de minado y contra-minado que ellas implicaban. A medida que el siglo XIX era testigo del surgimiento de la industria química moderna, la naturaleza del problema cambió. Con anterioridad un gas venenoso sólo podía ser sintetizado en laboratorios a una escala minúscula, ahora podían ser manufacturados en la cantidad que fuera necesaria para convertirlos en un arma efectiva. Tal como ahora, a veces se habla de desatar la “guerra del clima” y de terremotos artificiales, también un siglo atrás las posibilidades tremendas de la guerra química asustaron a los militares sacándolos casi de quicio. Sin embargo, se acordó que debían ser prohibidas y por cerca de cincuenta años la prohibición fue respetada.

Aquellos que formularon las convenciones y pusieron su firma en ellas estaban pensando en los términos de la guerra a campo abierto de estilo napoleónico. Ellos no consideraron la clase de guerra de trincheras como la que tuvo lugar al frente de Richmond en 1864. La idea de usar a las denominadas “bombas de mal olor” surgió, de hecho, durante la Guerra Civil Norteamericana y la única razón de que no fueron usadas fue porque la lucha terminó muy rápido. En 1915, enfrentados a lo que -para ellos (y para la mayoría de los combatientes)- era una situación totalmente sin precedentes, la de la guerra de trincheras, el razonamiento alemán fue parecido al del Ejército de la Unión en su momento. Un químico alemán, ganador del Premio Nobel, de ancestros judíos, Fritz Haber, fue puesto a cargo para usar su experiencia en producir gas de cloro. El gas fue bombeado a contenedores de acero y liberado cuando el viento pareció favorable en Ypres en abril de 1915. Causó pánico en las líneas británicas, lo que representó un gran éxito, excepto para los mismos alemanes que no se dieron cuenta de su magnitud y fracasaron en explotarlo.

Esta quiebra de la ley internacional fue vehementemente denunciada por todos los bandos. Volúmenes enteros fueron escritos para mostrar que el uso del gas reflejó cierta forma particular de vileza teutónica del mismo tipo de la que supuestamente había causado que les cortaran las piernas a los niños y que violaran a las hermosas sirvientas belgas. Estas denuncias no evitaron que los propios Aliados recurrieran al gas. La guerra no tenia un año cuando ambos bandos se empeñaron en una carrera para producir químicos más venenosos y mejores mascaras anti-gas. Aun la sospecha de presencia de gas, forzaba a los hombres a colocarse su equipo de protección; en consecuencia, a quedar inmovilizados y transformarse en medio soldados (consecuentemente, el hecho de que no les permitiera libertad fue una razón por la cual a los hombres no les gustó el gas). Era un arma muy eficiente, particularmente cuando era usado en combinación con explosivos de alto poder. La idea era obligar a los defensores a meterse en sus refugios y luego ahumarlos como a ratas.

Paradójicamente, a pesar de que un hombre quedándose ciego u otro ahogándose en sus propios fluidos al punto de escupir sus propios pulmones, no es un lindo espectáculo; el gas como arma era relativamente humana. Esto es así porque, comparado con otros dispositivos, una menor proporción de los que resultaban heridos, morían.

En el periodo de post-guerra se vio al gas empleado por los italianos en Abisinia y posiblemente también por los británicos para contener las rebeliones en aldeas indias alejadas. En 1937, con Segunda Guerra Mundial amenazante sobre el horizonte, la prohibición contra el gas fue formalmente reafirmada. Durante la misma guerra, ambos bandos produjeron y almacenaron gas a una escala masiva. Sus arsenales no sólo incluyeron los comparativamente primitivos agentes asfixiantes y vesicantes disponibles 25 años antes, sino a nuevos, compuestos mucho más letales destinados a paralizar el sistema nervioso central. Los ventajas y las desventajas del gas fueron debatidos en cada país; en Alemania, por ejemplo, los militares tuvieron que frenar las presiones realizadas por los fabricantes (I.G. Farben), quienes tenían la esperanza de ver a sus productos en uso. Talvez, la razón decisiva del por qué las armas químicas no fueron empleadas fue que estaban mal adaptadas para la guerra motorizada, la guerra móvil. Usar gas contra una bien defendida línea de posiciones fortificadas es una cosa; rociar provincias enteras y aun países es otra muy distinta.

Hoy, muchos países, las superpotencias incluidas, producen y guardan armas químicas. Parcialmente, porque su empleo es difícil de verificar; sin embargo, han sido comparativamente pocos los informes confiables de su uso. Los egipcios durante los 60 usaron gas contra las tribus yemenitas. Dos décadas después, su ejemplo fue seguido por los iraquíes, quienes usaron el arma, primero contra los iranios y luego contra sus propios conciudadanos kurdos. Los norteamericanos en Vietnam recurrieron a agentes exfoliantes en orden de privar al Viet Cong de cubiertas y también, emplearon químicos para destruir cosechas de arroz en áreas consideradas “infectadas” por el enemigo. A pesar de que luego se descubrió que algunos de estos agentes producían cáncer, si estas formas de empleo pueden ser definidas de guerra química según las leyes internacionales, es debatible. La CIA, en varias oportunidades, apareció con testimonios acusatorios contra China por usar gas en Camboya y los soviéticos en Afganistán –lo que no les sirvió de mucho. Unos pocos casos pueden haber pasado sin ser denunciados, siempre considerando que la cantidad de conflictos que han tenido lugar desde 1945 en los cuales se ha usado gas ha sido pequeña.

Es difícil de encontrar una razón lógica para esta resistencia. Ya en la Primera Guerra Mundial, el miedo a las represalias no disuadió a los beligerantes de recurrir al gas –los alemanes en particular se tendrían que haber preocupado, dado que los vientos soplaban mayormente de oeste a este. Tampoco, las naciones desarrolladas que libran conflictos de baja intensidad en algunas colonias alejadas tienen que temer represalias, dado que la mayoría de las guerrillas son incapaces de producir armas químicas aunque quisieran. Talvez, la mejor explicación sea cultural. Hoy tendemos a considerar como aceptable el volar a la gente en pedazos con artillería o quemarlas con napalm. Sin embargo, generalmente no nos gusta verlos morir boqueando. Como pasa a menudo cuando la imaginación sustituye a la realidad, se refuerza lo desagradable. Un arma que es considerada horrible no es usada. Si el arma es dejada sin usar por cualquier lapso, el horror con el cual es contemplada tiende a crecer.

Desafortunadamente, el tiempo llega para hacer olvidar a las personas al igual que para recordar, con el resultado que el ciclo se repite. Mientras el siglo XX está llegando a su fin, no hay indicaciones de que el horror con el que las armas químicas son consideradas, en la mayor parte del mundo moderno, no esté mezclado con cierta curiosidad.

De esta manera, la distinción entre armas químicas y otras armas existe solamente en la mente del hombre. Es una convención como cualquier otra, tampoco más o menos lógica –un fenómeno histórico con un claro inicio y muy probablemente, con un claro final. Resta preguntar sin embargo, que nos enseña todo esto sobre la naturaleza de la guerra y de las cosas de la que ella trata.

Trad.: Carlos Pissolito.

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