Por Martín Granovsky
Venezuela y el Mercosur tienen cuatro años por delante para adaptarse a una nueva etapa. Durante 21 años, de 1991 a 2012, fueron un cuarteto integrado por una economía gigante (Brasil), la segunda más grande de Sudamérica (la Argentina) y dos países pequeños como Paraguay y Uruguay. Desde el 31 de julio último, día de la incorporación plena de Venezuela, son un quinteto que ya tiene dentro suyo a una de las dos economías de las cuatro más importantes de la región. La otra es Colombia.
¿Funcionará o no funcionará el nuevo Mercosur? ¿Será realmente nuevo? ¿Qué sucederá cuando Paraguay recupere todos sus derechos, de los que ha sido parcialmente suspendido, quizás tras sus elecciones presidenciales de abril?
Cada uno tiene derecho a pensar escenarios e imaginar pronósticos. Pero quizás sea más útil analizar una hipótesis: al sumar una economía grande como la de Venezuela en condiciones de sintonía política internacional entre la Argentina y Brasil, ambos países parecen haber apostado a una fórmula más parecida a la de 1985, cuando dio un salto hacia adelante la integración entre los dos, que a la de 1991. En el ‘91 el acuerdo de creación del Mercosur fue firmado por gobiernos que hacían profesión de fe del libre mercado, la desregulación, la privatización de todo lo que se moviera, la desreglamentación y la vida fundada en la absorción de capitales externos.
Desde 1985, con José Sarney allí y Raúl Alfonsín aquí, Brasilia y Buenos Aires intercambiaron información nuclear como prueba de confianza, se comprometieron juntos en la suerte de una América latina que vivía su última crisis derivada de la Guerra Fría, la de América Central, y comenzaron a planificar la integración de sectores económicos sobre la base de protocolos administrados por ambos Estados. La industria automotriz fue uno de esos sectores.
El Mercosur de Carlos Menem, Fernando Collor de Mello, Fernando Henrique Cardoso o Luis Lacalle supuso, en cambio, un reflejo de la era ultraliberal, una baja en la intensidad de la relación política y un vacío de Estados activos.
La situación recién se modificó con la llegada al gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva, el 1° de enero de 2003, y Néstor Kirchner, el 25 de mayo del mismo año. Hugo Chávez ya gobernaba desde 1999 y más tarde se añadirían regímenes de reforma con inclusión en Bolivia, Uruguay y Ecuador. La nueva época tenía algo en común: con todas sus diferencias, los países habían sufrido una crisis de ideas, políticas y estrategias de empobrecimiento de cuño similar. Y algo más: en todos los casos el nuevo reformismo rescató al Estado como actor.
Este año el semanario inglés The Economist organizó un debate abierto en su página web. Dos expertos dispararon la polémica sobre la existencia y la conveniencia de un nuevo capitalismo de Estado desde posturas diferentes. El economista Aldo Musacchio, profesor de la Escuela de Negocios de la Universidad de Harvard, resumió así su idea: “El capitalismo de Estado en el siglo XXI es una forma híbrida de capitalismo que impulsa a las empresas a la primera línea de las 500 de Fortune”. Le respondió Ian Bremmer, experto en riesgo político y fundador y presidente de Eurasia Group. Esta fue su síntesis: “El primer objetivo del capitalismo estatal no es producir riqueza sino asegurar que la creación de riqueza no amenace a las élites gobernantes que detentan el poder”.
El moderador, Adrian Wooldridge, enmarcó el debate en el crecimiento chino y en la pregunta sobre si el mundo pasaría de un capitalismo liberal a un capitalismo de Estado. Al resumir la postura crítica de Bremmer, dijo Wooldrigde que los ejemplos de capitalismo de Estado que daba el experto en riesgo son autocracias. No sólo China sino también Rusia y varios países árabes entrarían en ese modelo. “Democracias liberales como Brasil pueden adoptar algunos aspectos del capitalismo de Estado –como apoyar a sus campeones nacionales– pero se trata esencialmente de economías de mercado”, citaba el moderador. El ejemplo de aspecto de capitalismo de Estado adoptado por Brasil sería, según Bremmer, la poderosísima Petrobras, que integra el ranking de las empresas más fuertes del mundo. El campeón nacional privado a sostener, la minera Vale.
El moderador opinaba que, del mismo modo en que hay distintas variantes de capitalismo liberal, también hay variantes del capitalismo de Estado, “desde el modelo autocrático chino al más liberal de Brasil”.
Musacchio escribió que el capitalismo de Estado es distinto del que rigió mediante nacionalizaciones entre la segunda posguerra y la década de 1980. Y eso por tres motivos.
Primer motivo: los países que tenían sistemas fuertes de capitalismo de Estado fueron más resistentes a la crisis de 2008-2009. “China, India y Brasil pudieron evitar una recesión severa gracias, en parte, a la capacidad de sus gobiernos de desplegar recursos a través de los bancos estatales y de empresas cuyo propietario es el Estado”.
Segundo motivo: el capitalismo estatal de hoy tiene la característica de que los gobiernos se dieron cuenta de que empresas rentables fortalecen el Estado. Compiten internacionalmente, tienen gerentes profesionales, son transparentes y admiten el monitoreo.
Tercer motivo: muchas veces el Estado es accionista minoritario más que propietario y gerente. Esto filtra problemas habituales, para Musacchio, como “la falta de orientación comercial, la ausencia de incentivos fuertes y la influencia de la política en el management corporativo”.
Musacchio acepta que los campeones nacionales con apoyo estatal –empresas con ventajas arancelarias o impositivas– pueden llevar a que el Estado sea acusado de darles ventajas no caballerescas. Es el caso de grandes firmas coreanas que hoy lideran franjas de patentamiento. Pero se pregunta: “¿No es precisamente eso lo que hicieron los países ricos cuando todavía eran naciones emergentes?”.
Como además de debatir los lectores podían votar, lo hicieron. Y el resultado fue asombroso. Ganó Bremmer por el 61 por ciento frente a Musacchio, que obtuvo 39 por ciento. ¿Qué es lo asombroso? Que The Economist es una revista conservadora, y entonces ese 39 por ciento resulta más significativo que el número mismo. Marca, tal vez, un clima de época. El mismo Wooldridge, en su comentario final, recomendaba tener cuidado en el análisis, porque a su juicio quizás muchos de los que votaron por el capitalismo liberal lo hicieron por una idea (a poca gente le gusta verse emparentada con una autocracia) pero al mismo tiempo el capitalismo de Estado es una práctica cada vez más común.
Más allá de sus resultados finales, la configuración del Mercosur dispuesta el 31 de julio parece insertarse en esa práctica.
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