Martes 11 de septiembre de 2012
Editorial I
Fuerzas Armadas, cada vez más postergadas
Una matriz ideológica y oportunista confina a los militares a tareas que nada tienen que ver con su naturaleza; el Gobierno y el Congreso, en deuda
Por más que la concepción del Estado-Nación, elaborada desde el cardenal Richelieu o, si se quiere, desde mediados del siglo XVII, haya menguado a raíz de los procesos de globalización e internacionalización que han caracterizado al mundo desde fines del siglo XX, en la Argentina el cambio ha superado todo lo imaginable. Ha habido desde el Gobierno un esfuerzo manifiesto por desculturizar las nociones de defensa nacional en relación con la necesidad de contar con fuerzas armadas profesionales, motivadas para cumplir las órdenes que se imparten dentro de la lógica de las operaciones de guerra desde que el hombre es hombre, y dotadas de los recursos y adiestramiento suficientes a fin de responder a los objetivos superiores que el poder político trace en función del interés nacional.
Sería simplificar en exceso el cuadro de responsabilidades históricas por la actual situación en el país si se concentraran las imputaciones sólo sobre los gobiernos de los últimos nueve años y, en particular, el de esta última parte. En ellos está, sin duda, el núcleo ideológico y oportunista que ha maltratado a las instituciones militares con plena conciencia de hacerlas pagar por los excesos indudables cometidos durante la represión del terrorismo de la izquierda fascista de los años setenta. Pero todo eso ha sido hecho, además, con olvido de que se trata de instituciones permanentes de la Constitución Nacional, que los gobernantes deben cumplir y hacer que se cumpla en su letra y espíritu.Nada de lo que ocurre con las fuerzas armadas se entendería si no se comenzara por la siguiente observación: los asuntos militares están fuera de la agenda política general del país. Ni la sociedad en su conjunto pregunta por esos asuntos ni la oposición se hace cargo con suficiencia de un vacío que, esperemos, no sea nunca recordado como de abandono general de responsabilidades por las cuales deberán pagar, como nación, las próximas generaciones de argentinos.
Si el apotegma de que una certera imagen fotográfica vale por mil palabras, la foto de un grupo de granaderos con el devaluado vicepresidente de la Nación en el instante en que entonan en Santa Cruz el tema "Arde la ciudad", de La Mancha de Rolando, alivia de otras consideraciones sobre lo que el oficialismo espera del espíritu militar. Esa imagen insólita se proyecta sobre un plano en el que los ascensos y bajas del escalafón militar se producen según criterios arbitrarios y discriminatorios, que ignoran con harta frecuencia las propuestas de las juntas de calificaciones de las fuerzas.
Cuando quienes ejercen el poder político afirman sin medias tintas que "van por todo", anticipan un proyecto totalitario dentro del que la lógica natural sería que las fuerzas armadas no constituyan una expresión institucional del Estado, sino instrumentos facciosos del gobierno de turno. Desde la perspectiva de un régimen como el de la Venezuela de Chávez resulta así apropiado que una franja de sus oficiales haya recibido instrucción en la Argentina o que el silencio de radio se prolongue desde que el subsecretario adjunto de Defensa para el Hemisferio Occidental, Frank Mora, vino a Buenos Aires con la misión de hacer saber que Washington está dispuesto a reanudar acciones militares conjuntas con la Argentina. Ese viaje constituyó un gesto, aún sin la debida respuesta. Se ha producido después de que, por primera vez en la historia de las relaciones internacionales, el uso de un alicate en manos del canciller argentino interrumpió aquella relación activa con los Estados Unidos, al violentar por propia mano material traído por personal militar que había llegado al país de conformidad con el Gobierno.
A fines de los años 70 la Argentina tenía un gasto militar excesivo, sin duda, que rondaba el 3,6 por ciento del PBI, y que llegó, en la Guerra de Malvinas, a cerca del 4%. Hoy se encuentra entre 0,8 y 0,9% del PBI, manifiestamente por debajo de la media imperante en América latina. Buques de la Armada que no navegan, oficiales de comando de la Fuerza Aérea que no vuelan, un número de aviones operables que se cuentan con los dedos de las manos y un Ejército cuyo material ronda en promedio los 35 años de antigüedad. Ésas son algunas de las aristas perceptibles de un contexto en el que la selección para el reclutamiento de futuros oficiales ha descendido de cuatro o cinco candidatos por cada vacante a dos y, por momentos, a uno.
Después del incendio que sufrió en 2007, el rompehielos Almirante Irízar sigue en reparaciones y apenas hará la primera prueba de navegación en 2013. Privada así de un medio vital para los intereses antárticos, la Argentina ha dispuesto del buque de bandera rusa Vassily Golovnyn -no un rompehielos, sino un buque polar-, de prestaciones en su alquiler más limitadas de las que exigen los confines del Sur.
Así las cosas, no es de extrañar que una fuerza de seguridad como la Gendarmería disponga hoy de más efectivos que los de la Armada y la Fuerza Aérea sumados y que, tanto aquélla como la Prefectura, se encuentren envueltas en operaciones ajenas a su razón de ser: la preservación de las fronteras nacionales territoriales y el patrullaje de nuestras costas ribereñas y marítimas. Nada se sabe, entretanto, en qué ha quedado el escudo de protección del norte del país, anunciado para acabar de una vez por todas con un colador doloso de uso múltiple y, particularmente, para el narcotráfico, que por tierra, aire, ríos y mar ha terminado por convertir al país en un espacio de importancia para su nefasto negocio.
Falta, para esos y otros asuntos como los expuestos, más preocupación del Congreso de la Nación, como el seguimiento del papel que efectivos militares cumplen en villas de emergencia o por qué se escamotea de escuelas y actos de interés público la presencia de bandas militares con los uniformes que impone la tradición.
Tal vez la oportunidad de un nuevo debate de fondo sobre los asuntos militares, ineludible en un país con intereses permanentes que defender, deba darse en el Congreso cuando se trate la nueva ley de personal militar, que aún no ha entrado en el ámbito legislativo. Pero sobran los motivos para llamar ya mismo la atención por la política gubernamental
Editorial I
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Por más que la concepción del Estado-Nación, elaborada desde el cardenal Richelieu o, si se quiere, desde mediados del siglo XVII, haya menguado a raíz de los procesos de globalización e internacionalización que han caracterizado al mundo desde fines del siglo XX, en la Argentina el cambio ha superado todo lo imaginable. Ha habido desde el Gobierno un esfuerzo manifiesto por desculturizar las nociones de defensa nacional en relación con la necesidad de contar con fuerzas armadas profesionales, motivadas para cumplir las órdenes que se imparten dentro de la lógica de las operaciones de guerra desde que el hombre es hombre, y dotadas de los recursos y adiestramiento suficientes a fin de responder a los objetivos superiores que el poder político trace en función del interés nacional.
Sería simplificar en exceso el cuadro de responsabilidades históricas por la actual situación en el país si se concentraran las imputaciones sólo sobre los gobiernos de los últimos nueve años y, en particular, el de esta última parte. En ellos está, sin duda, el núcleo ideológico y oportunista que ha maltratado a las instituciones militares con plena conciencia de hacerlas pagar por los excesos indudables cometidos durante la represión del terrorismo de la izquierda fascista de los años setenta. Pero todo eso ha sido hecho, además, con olvido de que se trata de instituciones permanentes de la Constitución Nacional, que los gobernantes deben cumplir y hacer que se cumpla en su letra y espíritu.
Nada de lo que ocurre con las fuerzas armadas se entendería si no se comenzara por la siguiente observación: los asuntos militares están fuera de la agenda política general del país. Ni la sociedad en su conjunto pregunta por esos asuntos ni la oposición se hace cargo con suficiencia de un vacío que, esperemos, no sea nunca recordado como de abandono general de responsabilidades por las cuales deberán pagar, como nación, las próximas generaciones de argentinos.
Si el apotegma de que una certera imagen fotográfica vale por mil palabras, la foto de un grupo de granaderos con el devaluado vicepresidente de la Nación en el instante en que entonan en Santa Cruz el tema "Arde la ciudad", de La Mancha de Rolando, alivia de otras consideraciones sobre lo que el oficialismo espera del espíritu militar. Esa imagen insólita se proyecta sobre un plano en el que los ascensos y bajas del escalafón militar se producen según criterios arbitrarios y discriminatorios, que ignoran con harta frecuencia las propuestas de las juntas de calificaciones de las fuerzas.
Cuando quienes ejercen el poder político afirman sin medias tintas que "van por todo", anticipan un proyecto totalitario dentro del que la lógica natural sería que las fuerzas armadas no constituyan una expresión institucional del Estado, sino instrumentos facciosos del gobierno de turno. Desde la perspectiva de un régimen como el de la Venezuela de Chávez resulta así apropiado que una franja de sus oficiales haya recibido instrucción en la Argentina o que el silencio de radio se prolongue desde que el subsecretario adjunto de Defensa para el Hemisferio Occidental, Frank Mora, vino a Buenos Aires con la misión de hacer saber que Washington está dispuesto a reanudar acciones militares conjuntas con la Argentina. Ese viaje constituyó un gesto, aún sin la debida respuesta. Se ha producido después de que, por primera vez en la historia de las relaciones internacionales, el uso de un alicate en manos del canciller argentino interrumpió aquella relación activa con los Estados Unidos, al violentar por propia mano material traído por personal militar que había llegado al país de conformidad con el Gobierno.
A fines de los años 70 la Argentina tenía un gasto militar excesivo, sin duda, que rondaba el 3,6 por ciento del PBI, y que llegó, en la Guerra de Malvinas, a cerca del 4%. Hoy se encuentra entre 0,8 y 0,9% del PBI, manifiestamente por debajo de la media imperante en América latina. Buques de la Armada que no navegan, oficiales de comando de la Fuerza Aérea que no vuelan, un número de aviones operables que se cuentan con los dedos de las manos y un Ejército cuyo material ronda en promedio los 35 años de antigüedad. Ésas son algunas de las aristas perceptibles de un contexto en el que la selección para el reclutamiento de futuros oficiales ha descendido de cuatro o cinco candidatos por cada vacante a dos y, por momentos, a uno.
Después del incendio que sufrió en 2007, el rompehielos Almirante Irízar sigue en reparaciones y apenas hará la primera prueba de navegación en 2013. Privada así de un medio vital para los intereses antárticos, la Argentina ha dispuesto del buque de bandera rusa Vassily Golovnyn -no un rompehielos, sino un buque polar-, de prestaciones en su alquiler más limitadas de las que exigen los confines del Sur.
Así las cosas, no es de extrañar que una fuerza de seguridad como la Gendarmería disponga hoy de más efectivos que los de la Armada y la Fuerza Aérea sumados y que, tanto aquélla como la Prefectura, se encuentren envueltas en operaciones ajenas a su razón de ser: la preservación de las fronteras nacionales territoriales y el patrullaje de nuestras costas ribereñas y marítimas. Nada se sabe, entretanto, en qué ha quedado el escudo de protección del norte del país, anunciado para acabar de una vez por todas con un colador doloso de uso múltiple y, particularmente, para el narcotráfico, que por tierra, aire, ríos y mar ha terminado por convertir al país en un espacio de importancia para su nefasto negocio.
Falta, para esos y otros asuntos como los expuestos, más preocupación del Congreso de la Nación, como el seguimiento del papel que efectivos militares cumplen en villas de emergencia o por qué se escamotea de escuelas y actos de interés público la presencia de bandas militares con los uniformes que impone la tradición.
Tal vez la oportunidad de un nuevo debate de fondo sobre los asuntos militares, ineludible en un país con intereses permanentes que defender, deba darse en el Congreso cuando se trate la nueva ley de personal militar, que aún no ha entrado en el ámbito legislativo. Pero sobran los motivos para llamar ya mismo la atención por la política gubernamental-->
Sería simplificar en exceso el cuadro de responsabilidades históricas por la actual situación en el país si se concentraran las imputaciones sólo sobre los gobiernos de los últimos nueve años y, en particular, el de esta última parte. En ellos está, sin duda, el núcleo ideológico y oportunista que ha maltratado a las instituciones militares con plena conciencia de hacerlas pagar por los excesos indudables cometidos durante la represión del terrorismo de la izquierda fascista de los años setenta. Pero todo eso ha sido hecho, además, con olvido de que se trata de instituciones permanentes de la Constitución Nacional, que los gobernantes deben cumplir y hacer que se cumpla en su letra y espíritu.
Nada de lo que ocurre con las fuerzas armadas se entendería si no se comenzara por la siguiente observación: los asuntos militares están fuera de la agenda política general del país. Ni la sociedad en su conjunto pregunta por esos asuntos ni la oposición se hace cargo con suficiencia de un vacío que, esperemos, no sea nunca recordado como de abandono general de responsabilidades por las cuales deberán pagar, como nación, las próximas generaciones de argentinos.
Si el apotegma de que una certera imagen fotográfica vale por mil palabras, la foto de un grupo de granaderos con el devaluado vicepresidente de la Nación en el instante en que entonan en Santa Cruz el tema "Arde la ciudad", de La Mancha de Rolando, alivia de otras consideraciones sobre lo que el oficialismo espera del espíritu militar. Esa imagen insólita se proyecta sobre un plano en el que los ascensos y bajas del escalafón militar se producen según criterios arbitrarios y discriminatorios, que ignoran con harta frecuencia las propuestas de las juntas de calificaciones de las fuerzas.
Cuando quienes ejercen el poder político afirman sin medias tintas que "van por todo", anticipan un proyecto totalitario dentro del que la lógica natural sería que las fuerzas armadas no constituyan una expresión institucional del Estado, sino instrumentos facciosos del gobierno de turno. Desde la perspectiva de un régimen como el de la Venezuela de Chávez resulta así apropiado que una franja de sus oficiales haya recibido instrucción en la Argentina o que el silencio de radio se prolongue desde que el subsecretario adjunto de Defensa para el Hemisferio Occidental, Frank Mora, vino a Buenos Aires con la misión de hacer saber que Washington está dispuesto a reanudar acciones militares conjuntas con la Argentina. Ese viaje constituyó un gesto, aún sin la debida respuesta. Se ha producido después de que, por primera vez en la historia de las relaciones internacionales, el uso de un alicate en manos del canciller argentino interrumpió aquella relación activa con los Estados Unidos, al violentar por propia mano material traído por personal militar que había llegado al país de conformidad con el Gobierno.
A fines de los años 70 la Argentina tenía un gasto militar excesivo, sin duda, que rondaba el 3,6 por ciento del PBI, y que llegó, en la Guerra de Malvinas, a cerca del 4%. Hoy se encuentra entre 0,8 y 0,9% del PBI, manifiestamente por debajo de la media imperante en América latina. Buques de la Armada que no navegan, oficiales de comando de la Fuerza Aérea que no vuelan, un número de aviones operables que se cuentan con los dedos de las manos y un Ejército cuyo material ronda en promedio los 35 años de antigüedad. Ésas son algunas de las aristas perceptibles de un contexto en el que la selección para el reclutamiento de futuros oficiales ha descendido de cuatro o cinco candidatos por cada vacante a dos y, por momentos, a uno.
Después del incendio que sufrió en 2007, el rompehielos Almirante Irízar sigue en reparaciones y apenas hará la primera prueba de navegación en 2013. Privada así de un medio vital para los intereses antárticos, la Argentina ha dispuesto del buque de bandera rusa Vassily Golovnyn -no un rompehielos, sino un buque polar-, de prestaciones en su alquiler más limitadas de las que exigen los confines del Sur.
Así las cosas, no es de extrañar que una fuerza de seguridad como la Gendarmería disponga hoy de más efectivos que los de la Armada y la Fuerza Aérea sumados y que, tanto aquélla como la Prefectura, se encuentren envueltas en operaciones ajenas a su razón de ser: la preservación de las fronteras nacionales territoriales y el patrullaje de nuestras costas ribereñas y marítimas. Nada se sabe, entretanto, en qué ha quedado el escudo de protección del norte del país, anunciado para acabar de una vez por todas con un colador doloso de uso múltiple y, particularmente, para el narcotráfico, que por tierra, aire, ríos y mar ha terminado por convertir al país en un espacio de importancia para su nefasto negocio.
Falta, para esos y otros asuntos como los expuestos, más preocupación del Congreso de la Nación, como el seguimiento del papel que efectivos militares cumplen en villas de emergencia o por qué se escamotea de escuelas y actos de interés público la presencia de bandas militares con los uniformes que impone la tradición.
Tal vez la oportunidad de un nuevo debate de fondo sobre los asuntos militares, ineludible en un país con intereses permanentes que defender, deba darse en el Congreso cuando se trate la nueva ley de personal militar, que aún no ha entrado en el ámbito legislativo. Pero sobran los motivos para llamar ya mismo la atención por la política gubernamental-->
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