Por Emilio Luis Magnaghi (*)
Hace unos pocos días, se ha producido lo que astronómicamente se conoce como el Equinoccio, por el que estamos, hoy, en primavera. Probablemente, la más deseada y querida de las cuatro estaciones. Pero no es a esa primavera a la que nos queremos referir. Sino a una que inició trágicamente, el 18 de diciembre de 2010, cuando el vendedor ambulante Mohamed Bouazizi, se inmoló para defender su dignidad. Días antes su carro lleno de mercaderías le había sido confiscado por el municipio de la ciudad de Sidi Bouzid. El mismo se hizo presente frente al despacho del gobernador para reclamar la devolución de lo que era su única fuente de trabajo. Solo para recibir más negativas y hasta la propuesta de un soborno si quería solucionar su "problema". Cansado de los continuos atropellos de que era objeto, se roció con nafta y se prendió fuego a lo bonzo. Casi de inmediato, otros indignados lo imitaron, su ciudad y después todo Túnez estalló en rebelión.
Como ocurre, a veces un "pequeño" incidente, aunque nunca la muerte de un ser humano lo es, ocasiona una reacción en cadena insospechada y hasta catastrófica de eventos. Tal como fue este el caso, pues a partir del mismo se sucedieron en rápida sucesión grandes revueltas populares en todas las ciudades de Túnez; para extenderse luego a varios países árabes del Norte de Africa y del Medio Oriente; a la par de protestas a cargo de la minorías árabes en otros países.
Destituidos por el impacto fulgurante de esta primera ola de choque se fueron a su casa los gobernantes de Túnez y Egipto; mientras que el de Libia fue simplemente asesinado. A la par, que -muy probablemente- a otros gobiernos como los de Siria y el de Bahréin les aguarde una suerte similar. Más a allá de las tragedias personales e institucionales que estos hechos acarrearon, el mundo los recibió con alegría; a los que no dudó en catalogar como la "Primavera árabe". Englobando con el término a un renacer de las libertades individuales de pueblos, que largamente sojuzgadas, se alzaban en contra de gobiernos despóticos y corruptos.
Fenómenos similares a los de denominado mundo árabe se extendieron a otras latitudes. Con razón o sin ella, algunos expertos encontraron similitudes con los "indignados" españoles o con las protestas mineras en Sudáfrica, solo para citar los casos más conocidos. El término "primavera" pasó, entonces a estar asociado a todo movimiento reivindicatorio de origen civil no organizado que tuviera por finalidad elevar reclamos y peticiones a un gobierno dado. En todos estos casos, estos entendidos parecen reconocer algunos rasgos comunes. En primer lugar, los que protestan son mayoritariamente jóvenes que presentan la contradictoria dualidad de estar educados pero, a la vez, desempleados o mal empleados. Han pertenecido, pertenecen o aspiran a pertenecer a las clases medias de sus respectivos países. Clase que se ha convertido, si cabía alguna duda, en el motor de los cambios sociales. En función de esta última característica, casi todos ellos poseen un teléfono celular inteligente, uno que les permite comunicarse en tiempo real en el marco de las denominadas redes sociales de Twitter y Facebook. Las que han pasado a ser una potente herramienta de coordinación para estos movimientos. Obviamente, que en los países donde estos fenómenos han tenido lugar, hay situaciones de corrupción gubernamental, poca libertad de expresión; y fundamentalmente, gobiernos que se sienten dueños de un discurso único que no admite disidencia alguna.
Pero, en una vuelta de tuerca tan inesperada e importante como los sucesos señalados, una segunda ola de resentimiento parece hoy extenderse en estos mismos países. La primavera, parece haber dado paso al otoño, uno que anuncia un crudo invierno de descontento. Uno que se materializa mediante graves actos de agresión contra las legaciones diplomáticas de las potencias occidentales, especialmente de los EEUU. Aparentemente, la emisión de un video considerado sacrílego y blasfemo por los musulmanes parece ser el motivo. Pero seguramente, que solo causas profundas puedan explicar mejor tales excesos. Nuevamente, una muerte individual, esta vez la del embajador norteamericano en Libia, J. Christopher Stevenses, es la que puede ocasionar efectos incontrolables.
Así como la torpe represión del gobierno del presidente tunecino Ben Ali, a las manifestaciones que siguieron a la inmolación de Bouazizi, no hizo otra cosa que apurar su final; terminando con su larga presidencia en una forma más que abrupta. Una poco prudente reacción occidental puede tener consecuencias más generalizadas y más graves aún en toda le región. Tal como sería el caso, por ejemplo, si los EEUU, heridos en su orgullo de potencia global, apelaran a su reconocida superioridad tecnológica y militar para vengar la muerte de su embajador.
Sabemos, que hoy se puede destruir un blanco a miles de kilómetros de distancia con un misil de crucero o con un avión sin piloto. Es técnicamente posible. Pero, nos preguntamos, si es moralmente correcto. Nuestra respuesta es que no lo es. Por múltiples razones; pero principalmente por un viejo motivo. Nadie respeta a quien toma una vida ajena sin arriesgar la propia, independientemente de los motivos para hacerlo. Y esto equivale a hacerlo cara a cara. Tal como el poeta Homero le reclamó a Paris. Quien en lugar de la corta espada, prefiriera la distancia del arco, disparado desde la seguridad de las murallas de la ciudad de Troya, para matar al valiente Aquiles.
En este sentido, apreciamos que las virtudes de estadista del presidente Barack Obama serán especialmente puestas a prueba en esta ocasión. Por ejemplo, una cosa será, si aconsejado por una necesidad electoralista de corto plazo escucha a los halcones, propios y extraños; emprende acciones militares inmediatas y contundentes. Otra, si por el contrario, prudentemente, elige la moderación y espera, lo que no signifique que no las ayude, el resultado de las investigaciones llevadas adelante por las autoridades libias.
Creemos, en ese sentido, que no le resultarán suficientes a los EEUU todas sus flotas, ni todos sus marines. Compartimos su dolor por la cruel muerte de su joven y brillante embajador. En una clara violación de las normas que hacen a una convivencia civilizada. Pero, estamos lejos de aplaudir acciones de venganza unilateral. No solo porque sean inmorales, también, porque creemos que su efecto no es otro que apagar un incendio con nafta.
Esto es así, porque muchos musulmanes, especialmente los integristas, se sienten atacados en su fuero más intimo. Su profeta ha sido insultado. En sus códigos, la blasfemia es el peor de los delitos y se castiga con la muerte. Incomprensible como esto resulta para nosotros, es importante para ellos. Pues, todavía profesan y viven dentro de una sociedad tradicional. En este sentido, también resulta llamativo que el video, el que aparentemente lo ocasiona todo, haya tenido la difusión que ha tenido. Hasta donde se sabe, ha sido obra de un grupo de cristianos coptos egipcios. Pero sin ser conspirativos, no sería aventurado suponer que grupos opuestos a la reelección de Obama lo hayan promovido desde los EEUU. Dando por descontada la lógica reacción en el mundo árabe.
Realidades más mundanas nos hablan de la imperiosa necesidad de los EEUU por fuentes seguras de hidrocarburos. El bendito o el maldito petróleo, según se lo quiera ver. Si bien, mucho menos dependientes de las fuentes de Medio Oriente que hace unos años, los EEUU aún necesitan grandes cantidades del denominado oro negro para su funcionamiento. Aspecto, que moldea y da forma, necesariamente, a sus alianzas políticas. No en vano, la mayoría de los terroristas del S11 eran súbditos de Arabia Saudita, que era, en ese momento uno de los mayores proveedores de crudo.
Paradójicamente, Osama bin Laden y sus seguidores fueron entrenados por diversos servicios de inteligencia de los EEUU para ayudar al talibán en su lucha contra le invasión soviética a Afganistán. Hoy, también, nos podemos preguntar quién paga la cuenta de este nuevo Frankenstein que quiere transformar la primavera de los pueblos árabes en un duro invierno. Aparentemente, es muy fácil producir actos puntuales, pero simbólicos, como la quema de un Corán, producen incendios en las antípodas del mundo. Obama no tiene que dejarse llevar por estas acciones de propaganda. Está en sus manos seguir alimentado al monstruo de combatir al terrorismo con terror o ir desconectándolo con medidas prudentes.
Para finalizar este breve análisis, recordemos los aciagos sucesos del 11M, cuando un atentado terrorista en la estación ferroviaria de Atocha, llevó al entonces presidente de España, José María Aznar, a realizar desafortunadas declaraciones sobre quienes eran sus verdaderos autores, buscando desacreditar a su oponente electoral. Pero, en definitiva, esta jugada de corto vuelo le costó una elección que el candidato de su partido, Mariano Rajoy, tenía casi ganada.
En este sentido, y ahora que el tema religioso ha ingresado en los debates presidenciales de los EEUU, me gustaría expresarle al presidente Obama —si eso fuese posible- que una elección no está dirimida hasta que se emite el último sufragio. Y que por este motivo, no se deje tentar por las expresiones fáciles del pensamiento único que le atribuyen a su país una superioridad moral y cultural; pues si bien es innegable que necesitamos religiones que sean respetuosas de los sistemas democráticos. No es menos cierto que, también, precisamos de democracias respetuosas de los valores religiosos.
(*) Director del Centro
de Estudios Estratégicos
para la Defensa Nacional "Santa Romana".
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