
Juan Manuel De Prada

No hace falta ser marxista como Marcuse para advertirlo. En toda época, la tecnología ha sido con frecuencia una fuerza de abrumadora fascinación y muy difícil control; pero en ninguna época como la nuestra se ha convertido de forma tan descarada en un medio idóneo para la manipulación social, política y psicológica. Hubo un tiempo allá en la lejana revolución industrial en que los hombres soñaron ingenuamente que el poder sobre los artefactos disminuiría el poder sobre las personas; hoy ya sabemos que el poder sobre los artefactos multiplica exponencialmente el poder sobre las personas. Los avances vertiginosos de la tecnología han creado un desarraigo mayor que en ninguna otra época, paradójicamente bajo una ilusoria apariencia de mayor vinculación. un desarraigo que afecta a nuestras relaciones familiares, que nos aleja de las generaciones que nos precedieron, que nos aísla intelectualmente (porque perdemos sentido de lo real) y nos invita golosamente a vivir al margen del misterio y la trascendencia. Y, a la vez que nos desarraiga, la tecnología nos homogeneiza; pues la pérdida de interioridad y del sentido de lo real acaba formando mentalidades estandarizadas y fácilmente manipulables que confunden la propaganda, las consignas y los pensamientos inducidos que reciben a través de sus artefactos con lucubraciones propias. Quizá la magia más peligrosa de la tecnología sea el espejismo de liberación de las viejas ataduras que nos produce; cuando lo cierto es que no hace sino cargarnos con nuevas cadenas, a la vez que nos aísla de aquellas realidades que nos constituyen y vertebran, para llevarnos por los canales que convienen a sus fines, como las cintas transportadoras nos llevan, inertes y estólidos como fardos, por los aeropuertos. Con razón decía Huxley que la dictadura perfecta tendría la apariencia de una cárcel sin muros donde los prisioneros no soñarían con evadirse, donde los esclavos llegarían a sentir amor por su esclavitud, gracias al consumo y el entretenimiento.
Y, en nuestra época, esta homogeneización disfrazada de liberación de las viejas ataduras se ha vuelto mundialista, logrando una «humanidad nueva» golpeada por la misma propaganda, moldeada por los mismos paradigmas culturales, cuyos anhelos e ilusiones, miedos y recelos son, en realidad, reflejos condicionados provocados por su dependencia tecnológica. Aquel anhelo protervo de lograr una «mente colmena» en la que los seres humanos fuesen deglutidos y convertidos en átomos o insectos intercambiables, de racionalidad puramente funcional, empieza a hacerse realidad, tal vez a mayor velocidad de lo que nunca hubiésemos imaginado. No deja de tener su gracia siniestra que esta «humanidad nueva» producida por la tecnología se parezca monstruosamente a la «noosfera» del teólogo visionario Teilhard de Chardin, que imaginó (lo suyo era la ciencia-ficción con guarnición de setas alucinógenas, más que la teología) una época futura en la que un vasto tejido nervioso o «envoltura pensante» uniría el pensamiento de todos los hombres, hasta lograr la «planetización humana». Teilhard pensaba que esta «noosfera» era el paso previo a la delirante fusión de una Humanidad de superhombres con Cristo en el Punto Omega (que así imaginaba este jesuita genialoide y lisérgico la Parusía). Hoy ya sabemos que la noosfera tecnológica nos conduce a otra parusía muy distinta, en la que una humanidad de infrahombres, ya para entonces un enjambre o nube de insectos, se funden con el Señor de las Moscas.
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