COMENTARIO: El presente artículo fue publicado en el 2013 bajo el seudónimo de Lucio Falcone. Las actuales circunstancias del Caso Maldonado, que nos demuestra que las lecciones amargas de las luchas de los 70 no fueron aprendidas, nos obliga a reiterarnos.
Por Carlos PISSOLITO
Un tradicionalista español, Juan Donoso Cortés, sostenía que entre la dictadura de la espada y la del puñal prefería la de la primera de estas armas, por ser más noble. En mi caso particular no opto por ninguna de ellas. Aunque no sea lo mismo sufrir una que otra.
Los argentinos resistimos varias veces la dictadura de la espada. Las anuncio Leopoldo Lugones con su famoso discurso de “La Hora de la Espada”. La peor de ellas estuvo a cargo del denominado Proceso de Reorganización Nacional (PRN), a partir del 24 de marzo de 1976. Fue la más infame, porque fue la que apareció –paradójicamente- como la más justificada de todas y la que fracasó más estrepitosamente.
Más concretamente, esta dictadura se inició bajo el pedido casi unánime de una sociedad que estaba bajo ataque de los grupos insurreccionales de izquierda. A la par, de acciones de “autodefensa” llevada adelante por grupos de la derecha sindical organizados desde la cumbre del gobierno constitucional de entonces. A la pregunta si era lícito que el Estado respondiera a esta violencia con fuerza mortal. La obvia respuesta es que sí. El problema es que esta respuesta fue excesiva y se hizo fuera del marco de la ley.
Alguien poco informado podrá argumentar que se trató de una guerra y que en tales eventos no rigen las leyes de la convivencia civilizada. Equivocado. Un buen profesional de la guerra sabe que un combate sin reglas no es solo una barbarie moral, es también una imposibilidad práctica. Como lo están comprobando las tropas Aliadas en lugares como Irak y Afganistán. En pocas palabras: si a uno le toca combatir a los caníbales puede hacerles muchas cosas, menos comérselos.
Además, desde el punto de vista político el PRN fue un craso error. Pues, no era necesaria la intervención militar para derrotar a una guerrilla que ya lo estaba en los hechos. Por otro lado, los militares de esa época tenían los instrumentos legales para librar ese conflicto armado interno como mandan los usos de la guerra. Me refiero a las leyes proclamadas por el gobierno constitucional que los precedió. Pero, lamentablemente, ellos prefirieron hacer “desaparecer” a sus enemigos y así diluir sus responsabilidades de mando en las acciones anónimas de sus subalternos. Me pregunto: ¿Por qué no se atrevieron a realizar juicios sumarios y a firmar las correspondientes sentencias de muerte?
Pero, dejemos el pasado para pasar al presente. Si hoy no hay espadas que nos amenacen estamos rodeados por los múltiples puñales de la inseguridad. No vamos a describir el calvario de varios millones de argentinos que enfrentan a diario hechos y situaciones de inseguridad. Basta ver el noticiero de la tarde o escuchar los relatos de algún familiar o amigo. Sí, corresponde que nos preguntemos por sus causas.
Al respecto, es mi opinión que la primera causa de la inseguridad es moral y que se encuentra atada al desprestigio que ha sufrido el ejercicio de la autoridad estatal a partir de la caída del PRN.
Recordemos, que fue luego de la llegada de la democracia que comenzó a hablarse de autoritarismo como de una enfermedad que afectaba al ejercicio del poder. Una cuestión lógica si analizamos el contexto de situación que había dejado una dictadura que había usado en forma excesiva a la fuerza legitima del Estado. Pero, una tendencia que llegó hasta límites risibles como fue la anulación del sistema de premios y castigos en nuestros institutos educativos.
Más recientemente, asistimos a la vuelta de tuerca que representa el “garantismo” o del “abolicionismo” judicial como lo llaman algunos. Teorías que sostienen que el delincuente no es otra cosa que producto de una sociedad enferma y que como tal no es responsable de sus actos. Por lo que 20 0 30 piqueteros le pueden hacer la vida imposible a una ciudad de varios millones de habitantes. Ya que, como algunos dicen, “no se puede criminalizar la protesta.”
Mutatis mutandis llegamos a la situación actual. Una caracterizada por el miedo de los ciudadanos honestos a ser atacados por unos pocos deshonestos. Pues el Estado, que es quien debería ejercer el monopolio de la violencia, para defender las conductas decentes. No lo hace y deja a la gente de a pie librados a su suerte. De allí el lógico auge de los “countries” y de la seguridad privada. Nos preguntamos si esta situación es solo la lógica evolución de una concepción errónea del hombre y la sociedad o un efecto deseado por quienes quieren tener dominada a esta sociedad. Lo dejamos para otra vez.
Pero, volvamos al tema. En el marco de este contexto, tanto las fuerzas armadas como las de seguridad fueron vistas como las responsables de todos los males del país. Por lo que se procedió, no a destruirlas –como creen algunos- sino a domarlas. Había que colocarlas bajo el más estricto de los controle civiles. Lo que no está mal. Pero se lo hizo en una forma incorrecta. Una cargada de resentimiento y de prejuicios ideológicos. Una que en vez de reforzar sus virtudes y combatir sus defectos se pretendió “civilizarlas”. Buscó transformar a los militares y a los policías en “ciudadanos de uniforme.” Valdría aclarar que en ciudadanos de 2da clase, como los recientes motines en Gendarmería y en la Prefectura mostraron.
En todo país civilizado, los militares y los policías están bajo un estricto control civil. Eso nadie lo discute. Pero, es uno que les reconoce a los uniformados un status especial. Por un lado, acepta las particularidades y las dignidades de su profesión, como el mando y la obediencia. Pero, a la par les exige un estricto sometimiento a la ley y a la autoridad civil. En pocas palabras: no busca transformarlos en algo que no son.
Un giro preocupante en esta tendencia “civilizadora” ha sido negarles a estas fuerzas, aún el ejercicio de sus funciones que tradicionalmente han hecho bien, como el apoyo a la comunidad en ocasión de desastres naturales. Tal como ha sido emplear en su lugar a organizaciones políticas juveniles en ocasión de los desastres naturales ocurridos en la Capital federal y en La Plata. Se suma a ello los recientes anuncios por parte del gobierno de emplear a esos mismos grupos en el control de precios. Con lo que volvemos a la pregunta si esto es una casualidad o responde a un plan ideológico concreto.
En función, de lo expresado sostengo que hasta que no haya un verdadero y sano control civil sobre las fuerzas armadas y de seguridad. Uno que les restablezca su dignidad. No se podrá comenzar a ponerle fin al tema de la inseguridad. Obviamente, hay una infinidad de temas técnicos concomitantes y que no son el objeto de esta nota. Pero, este deberá ser el necesario principio de todo cambio.
Para concluir y que quede claro. No abogamos por la dictadura de la espada para que reemplace a la actual de los puñales. Queremos ver la espada de las fuerzas armadas y de seguridad conducida por una mano civil. Claro, con dos condiciones: que esa mano civil las use legítimamente, vale decir en pos del bien común; y que esa espada esté bien afilada.
Por Carlos PISSOLITO
Un tradicionalista español, Juan Donoso Cortés, sostenía que entre la dictadura de la espada y la del puñal prefería la de la primera de estas armas, por ser más noble. En mi caso particular no opto por ninguna de ellas. Aunque no sea lo mismo sufrir una que otra.
Los argentinos resistimos varias veces la dictadura de la espada. Las anuncio Leopoldo Lugones con su famoso discurso de “La Hora de la Espada”. La peor de ellas estuvo a cargo del denominado Proceso de Reorganización Nacional (PRN), a partir del 24 de marzo de 1976. Fue la más infame, porque fue la que apareció –paradójicamente- como la más justificada de todas y la que fracasó más estrepitosamente.
Más concretamente, esta dictadura se inició bajo el pedido casi unánime de una sociedad que estaba bajo ataque de los grupos insurreccionales de izquierda. A la par, de acciones de “autodefensa” llevada adelante por grupos de la derecha sindical organizados desde la cumbre del gobierno constitucional de entonces. A la pregunta si era lícito que el Estado respondiera a esta violencia con fuerza mortal. La obvia respuesta es que sí. El problema es que esta respuesta fue excesiva y se hizo fuera del marco de la ley.
Alguien poco informado podrá argumentar que se trató de una guerra y que en tales eventos no rigen las leyes de la convivencia civilizada. Equivocado. Un buen profesional de la guerra sabe que un combate sin reglas no es solo una barbarie moral, es también una imposibilidad práctica. Como lo están comprobando las tropas Aliadas en lugares como Irak y Afganistán. En pocas palabras: si a uno le toca combatir a los caníbales puede hacerles muchas cosas, menos comérselos.
Además, desde el punto de vista político el PRN fue un craso error. Pues, no era necesaria la intervención militar para derrotar a una guerrilla que ya lo estaba en los hechos. Por otro lado, los militares de esa época tenían los instrumentos legales para librar ese conflicto armado interno como mandan los usos de la guerra. Me refiero a las leyes proclamadas por el gobierno constitucional que los precedió. Pero, lamentablemente, ellos prefirieron hacer “desaparecer” a sus enemigos y así diluir sus responsabilidades de mando en las acciones anónimas de sus subalternos. Me pregunto: ¿Por qué no se atrevieron a realizar juicios sumarios y a firmar las correspondientes sentencias de muerte?
Pero, dejemos el pasado para pasar al presente. Si hoy no hay espadas que nos amenacen estamos rodeados por los múltiples puñales de la inseguridad. No vamos a describir el calvario de varios millones de argentinos que enfrentan a diario hechos y situaciones de inseguridad. Basta ver el noticiero de la tarde o escuchar los relatos de algún familiar o amigo. Sí, corresponde que nos preguntemos por sus causas.
Al respecto, es mi opinión que la primera causa de la inseguridad es moral y que se encuentra atada al desprestigio que ha sufrido el ejercicio de la autoridad estatal a partir de la caída del PRN.
Recordemos, que fue luego de la llegada de la democracia que comenzó a hablarse de autoritarismo como de una enfermedad que afectaba al ejercicio del poder. Una cuestión lógica si analizamos el contexto de situación que había dejado una dictadura que había usado en forma excesiva a la fuerza legitima del Estado. Pero, una tendencia que llegó hasta límites risibles como fue la anulación del sistema de premios y castigos en nuestros institutos educativos.
Más recientemente, asistimos a la vuelta de tuerca que representa el “garantismo” o del “abolicionismo” judicial como lo llaman algunos. Teorías que sostienen que el delincuente no es otra cosa que producto de una sociedad enferma y que como tal no es responsable de sus actos. Por lo que 20 0 30 piqueteros le pueden hacer la vida imposible a una ciudad de varios millones de habitantes. Ya que, como algunos dicen, “no se puede criminalizar la protesta.”
Mutatis mutandis llegamos a la situación actual. Una caracterizada por el miedo de los ciudadanos honestos a ser atacados por unos pocos deshonestos. Pues el Estado, que es quien debería ejercer el monopolio de la violencia, para defender las conductas decentes. No lo hace y deja a la gente de a pie librados a su suerte. De allí el lógico auge de los “countries” y de la seguridad privada. Nos preguntamos si esta situación es solo la lógica evolución de una concepción errónea del hombre y la sociedad o un efecto deseado por quienes quieren tener dominada a esta sociedad. Lo dejamos para otra vez.
Pero, volvamos al tema. En el marco de este contexto, tanto las fuerzas armadas como las de seguridad fueron vistas como las responsables de todos los males del país. Por lo que se procedió, no a destruirlas –como creen algunos- sino a domarlas. Había que colocarlas bajo el más estricto de los controle civiles. Lo que no está mal. Pero se lo hizo en una forma incorrecta. Una cargada de resentimiento y de prejuicios ideológicos. Una que en vez de reforzar sus virtudes y combatir sus defectos se pretendió “civilizarlas”. Buscó transformar a los militares y a los policías en “ciudadanos de uniforme.” Valdría aclarar que en ciudadanos de 2da clase, como los recientes motines en Gendarmería y en la Prefectura mostraron.
En todo país civilizado, los militares y los policías están bajo un estricto control civil. Eso nadie lo discute. Pero, es uno que les reconoce a los uniformados un status especial. Por un lado, acepta las particularidades y las dignidades de su profesión, como el mando y la obediencia. Pero, a la par les exige un estricto sometimiento a la ley y a la autoridad civil. En pocas palabras: no busca transformarlos en algo que no son.
Un giro preocupante en esta tendencia “civilizadora” ha sido negarles a estas fuerzas, aún el ejercicio de sus funciones que tradicionalmente han hecho bien, como el apoyo a la comunidad en ocasión de desastres naturales. Tal como ha sido emplear en su lugar a organizaciones políticas juveniles en ocasión de los desastres naturales ocurridos en la Capital federal y en La Plata. Se suma a ello los recientes anuncios por parte del gobierno de emplear a esos mismos grupos en el control de precios. Con lo que volvemos a la pregunta si esto es una casualidad o responde a un plan ideológico concreto.
En función, de lo expresado sostengo que hasta que no haya un verdadero y sano control civil sobre las fuerzas armadas y de seguridad. Uno que les restablezca su dignidad. No se podrá comenzar a ponerle fin al tema de la inseguridad. Obviamente, hay una infinidad de temas técnicos concomitantes y que no son el objeto de esta nota. Pero, este deberá ser el necesario principio de todo cambio.
Para concluir y que quede claro. No abogamos por la dictadura de la espada para que reemplace a la actual de los puñales. Queremos ver la espada de las fuerzas armadas y de seguridad conducida por una mano civil. Claro, con dos condiciones: que esa mano civil las use legítimamente, vale decir en pos del bien común; y que esa espada esté bien afilada.
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