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SERTORIO
Hace un siglo, en 1918, la juventud europea se exterminaba mutuamente en una de las guerras más absurdas y devastadoras de la Historia. Tras cuatro años de matanzas, el viejo orden de nuestra civilización se resquebrajó y las monarquías que conformaron no sólo la política, sino la cultura y las artes, fueron barridas para siempre, con consecuencias devastadoras para las generaciones posteriores, incluidas las presentes. El imperio de los Habsburgo o el de los Romanov desaparecieron en aquella crisis; hubo otro poder que se desmoronó más lentamente, que incluso pareció alcanzar su cénit en 1919, pero estaba ya tan condenado como la Alemania guillermina o la Austria-Hungría del emperador Carlos: el imperio británico.
La victoria en la I Guerra Mundial le costó muy cara a Gran Bretaña, no sólo por sus bajas en el campo de batalla, por la deuda enorme de su Tesoro, por la pérdida de confianza en sus valores e instituciones tradicionales o por las rebeliones de su demasiado extenso imperio, sino porque los hombres que dirigían su gobierno ya no eran sólo los fríos ejecutores de una política de intereses, sino también una suerte de cruzados morales cuyos principios éticos dependían de las encuestas y de las veleidades del electorado; esta doble y contradictoria naturaleza probará ser nefasta. Entre los Disraeli, Palmerston o Pitt de antaño y los Chamberlain, Halifax o Eden del siglo XX se había operado una extraña mutación. Por primera vez en su historia, la diplomacia británica se dejó seducir por señuelos ideológicos y por un mito que resultará aniquilador para la supervivencia del imperio: la relación especial entre las dos grandes potencias de habla inglesa, Estados Unidos e Inglaterra. El realismo implacable que caracterizó al servicio exterior británico, desde Walsingham y sir Robert Cecil hasta el Foreign Office de Eduardo VII, desapareció en el transcurso de veinte años. Mussolini, tras entrevistarse con Halifax y Chamberlain, lo vio muy claro: son los vástagos fatigados de un largo tronco de hombres ricos y perderán su imperio. Fue profético.
Pat Buchanan escribió una obra indispensable para conocer de manera sencilla y muy bien narrada este período decisivo de la historia mundial: Churchill, Hitler and the Unnecessary War. How Britain Lost Its Empire and the West Lost the World (Nueva York, Three Rivers Press, 2008). Lo que los historiadores académicos tratan de disfrazar con eufemismos y loas a los destructores del imperio británico, Buchanan lo resalta de manera clara en su libro: el resultado calamitoso de la diplomacia de la seguridad colectiva, los tratados multilaterales y la legalidad internacional de la Sociedad de Naciones, cuyos principios hizo suyos Gran Bretaña. Todos conceden que el Tratado de Versalles fue un error, pero también lo fue el Tratado Naval de Washington entre Estados Unidos, el Reino Unido y Japón, que acabó por provocar la ruptura de la vieja y provechosa alianza bilateral de Londres con Tokio y lanzó a este país a una agresiva y militarista política exterior, frente a la cual una desarmada Gran Bretaña confió su suerte a la supuesta amistad inquebrantable de los americanos. En 1942, durante la debacle inglesa en Extremo Oriente, se vieron los frutos de esa ingenua creencia.
Pero, sin duda, donde los decadentes ingleses de los años treinta encadenaron una serie de errores garrafales fue en su conducta respecto a Alemania. A nadie le cabe la menor duda de que el III Reich no albergaba intenciones hostiles contra Gran Bretaña y que su jefe y muchos de sus dirigentes eran claramente anglófilos: entre los objetivos fundamentales de la diplomacia nazi estaba crear una alianza entre Inglaterra, Italia y Alemania. La tradicional política de intereses en Londres jamás habría conducido a la declaración de guerra de 1939. ¿Por qué, sin embargo, acabó todo en otra matanza suicida entre europeos?
Por un lado, es curioso indicar que los cruzados de la democracia y de la utopía liberal wilsoniana no le dieron la menor concesión a la Alemania democrática de Weimar, algo que les hubiese permitido a los liberales germanos salvar la cara ante una población desengañada y rencorosa. En Locarno pareció abrirse un período de aceptación de Alemania, pero a efectos prácticos siguió siendo un estado paria, víctima de una germanofobia absurda. Stressemann morirá amargado en 1929 por los pocos beneficios obtenidos con su política. En 1933, con la llegada de Hitler al poder, las cosas cambiarán. Frente a la firmeza de Italia ante la intentona nazi en Austria (1934) y la creación por Mussolini, Mac Donald y Laval del breve Frente de Stresa (1935) contra Hitler, los ingleses se decidirán al poco a actuar por su cuenta y firmarán el acuerdo naval anglogermano de 1935, que es una autorización de Londres a Berlín para violar abiertamente el Diktat de Versalles. De esta manera, los británicos rompían el frente común contra Alemania. A partir de aquí se suceden los errores calamitosos, como echar a Mussolini en brazos de Hitler tras la invasión de Abisinia por Italia, para cumplir los preceptos de la inútil Sociedad de Naciones, o el no reaccionar ante la remilitarización de Renania ni ante el Anschluss de Austria. Por no hablar de una política hostil hacia Japón en Asia, también en el espíritu de la SDN, justo cuando la presencia naval británica es más débil, producto de los recortes presupuestarios de Churchill durante sus años de canciller del Exchequer.
En Renania y Austria, en realidad, se trataba de un asunto intragermánico. Con la crisis de los Sudetes la situación se volvió más complicada, ya que la minoría alemana en Checoslovaquia quería incorporarse al Reich y los checos defendían las fronteras de su Estado. Chamberlain se decidió por la política realista de apaciguamiento; a fin de cuentas, Alemania podía ser satisfecha por vías pacíficas y cada día ganado era un día más para el rearme de Inglaterra. Checoslovaquia no constituía un interés vital para Gran Bretaña y, en las condiciones militares de 1938, el gobierno de Londres no podía garantizar ni la defensa de sus islas. Francia, agazapada tras la Línea Maginot, tampoco se iba a arriesgar a una guerra. Checoslovaquia se ofrendó en Munich en el altar de la seguridad colectiva. Fue un indudable triunfo de Chamberlain porque permitió retrasar la guerra un año y acelerar el rearme inglés. Se ganó tiempo.
En marzo de 1939, Eslovaquia y Rutenia se separan de Checoslovaquia y Alemania ocupa los territorios checos formando el Protectorado de Bohemia y Moravia. Chamberlain no acepta el hecho consumado e inicia una política de principios tardía e inútil (Checoslovaquia ya era un cadáver desde Munich) y de abierta confrontación con Alemania, que le lleva a garantizar el apoyo incondicional británico a Polonia en caso de un ataque a su independencia por parte de Alemania. Por primera vez en su larga historia, gracias a la presión de la opinión pública, Londres se entrega como rehén de las decisiones de un gobierno extranjero, el de la junta militar polaca, que además era una dictadura militar inestable, versátil en su política exterior y tan fascista, agresiva y chauvinista como Alemania e Italia.
En ese momento, Hitler trataba de obtener la devolución pactada de Danzig al Reich a cambio de ventajas económicas para Polonia y de una alianza con Varsovia con el fin de emprender una ofensiva conjunta contra la URSS, el verdadero objetivo alemán. Los coroneles polacos, fortalecidos en su posición por el cheque en blanco que les había concedido Chamberlain, se niegan a negociar. Alemania se resigna a una guerra localizada contra Polonia y los ingleses creen que Hitler está emitiendo otro bluff. Chamberlain, que se da cuenta tarde de su error, intenta que los polacos devuelvan Danzig, pero éstos, gracias a las garantías británicas, disponen de un cheque que quieren cobrar. Aunque nos resulte hoy asombroso, los militares polacos creían que iban a aniquilar a la Wehrmacht y que los caballos de sus lanceros pastarían en el Tiergarten berlinés tras una breve campaña.
Decidido a atacar, Hitler pacta con Stalin. Se trata de una jugada maestra del georgiano, que lanza al Reich a una guerra no deseada ni diseñada contra Occidente, en lugar de emplear a la Wehrmacht contra su objetivo natural: Rusia. El resultado de la garantía absoluta de Chamberlain a los polacos se vio en septiembre de 1939: los alemanes invaden Polonia, que es destrozada en dos semanas, y ni Gran Bretaña ni Francia son capaces de prestar la más mínima ayuda a su ingenuo aliado del este. Bastante tenía Inglaterra con organizar un cuerpo expedicionario al otro lado del Canal. Una política de intereses, sin concesiones a la demagogia patriotera ni a la germanofobia, habría procurado lanzar a los fascistas polacos y alemanes contra la URSS y permitir un tranquilo rearme inglés. Algo que Stalin vio con claridad y que evitó con el pacto germano–soviético. Entre 1939 y 1941, la Unión Soviética avanza territorialmente más que Alemania en Europa del Este.
De 1940 a 1942, los ingleses son derrotados una y otra vez por los alemanes, y sólo la falta de una gran flota de superficie y de una masa de bombarderos pesados les impide invadir Gran Bretaña. La razón de esto es que Alemania no se había rearmado para combatir a los ingleses. Hitler nunca pensó en acabar con el imperio británico; al revés, estaba incluso dispuesto a defenderlo. Durante estos años no faltaron las ofertas de paz alemanas, rechazadas todas por Londres. ¿Por qué? Para destruir una amenaza que no existía, que era imposible de ejecutar por la Wehrmacht, y mantener un concepto anticuado del equilibrio de poder. La gran potencia continental hegemónica no era Alemania, sino la URSS.
En 1940 se produce la llegada de Winston Churchill a Downing Street, tras el fiasco en Noruega que él mismo había dirigido. Imperialista como Kipling, impenitente germanófobo, firme creyente en la relación especial con Estados Unidos, belicista nato, muy buen escritor, hombre brillante y resuelto, pero de juicio ofuscado y ligero, emplea todas las virtudes tradicionales inglesas, que poseía en grado sumo, casi hasta la caricatura, para destruir lo que más valoraba: el imperio británico. Dedicado en cuerpo y alma a aniquilar a Alemania (ya lo estuvo en 1914), se entregará a los americanos de forma imprudente y desesperada. Roosevelt se lo hará pagar bien caro: durante los años del conflicto, Gran Bretaña fue perdiendo una a una, de manera implacable, todas las posiciones económicas, políticas y militares que mantenía en el mundo. El presidente americano detestaba al imperio británico y deseaba su ruina. La obcecación curchilliana en la derrota de Alemania, a la que consideraba equivocadamente el primer rival geopolítico de Inglaterra, le llevó a sacrificar sin pestañear todos los activos y recursos británicos en aras de ese fin: la aniquilación no sólo del nazismo, sino de Alemania. En 1945, el amigo americano habrá despojado a Inglaterra de cualquier posibilidad de mantener su imperio. En 1947 se independiza la India, la joya de la Corona, y triunfa Gandhi, el fakir hipócrita, raquítico y despreciable que Churchill odiaba. Entre 1945 y 1960 se desmorona un imperio que en 1901 parecía tan estable y potente como el romano. Churchill, que de joven vio su apogeo, en la vejez asistió a su derrumbe, que él más que nadie hizo posible.
Para conseguir su victoria sobre Hitler, Churchill actuó con el tradicional pragmatismo inglés, sólo que esta vez en perjuicio de su patria. En el aspecto moral también exhibió la falta de escrúpulos típica de la tradición de las campañas de Drake o de las guerras del opio. Su conducta con los polacos fue, como poco, indigna, negándose a investigar la matanza de Katyn y entregando la valerosa nación eslava a Stalin, lo mismo que hizo con millares de rusos blancos, cosacos y prisioneros soviéticos en uno de los hechos más infames de la posguerra. Su adulación del tirano rojo fue abyecta, sobre todo si tenemos en cuenta que Churchill fue uno de los pocos estadistas europeos que en los años veinte se dio perfecta cuenta de la naturaleza criminal del leninismo. Por eso, su abandono de media Europa a Stalin en Yalta fue aún más condenable que el del senil Roosevelt, cuyo equipo de asesores estaba trufado de comunistas.
Su odio homicida hacia los alemanes tampoco era nuevo. Fue él quien dirigió el bloqueo naval de Alemania en la Primera Guerra Mundial, que costó la vida a setecientos mil civiles. Prácticamente el mismo número de víctimas que provocará su política de genocidio aéreo, brutalmente ejecutada en Hamburgo, en Dresde, en Darmstadt y en un largo etcétera de ciudades germanas. Fue él quien permitió la limpieza étnica de Prusia Oriental, Silesia, Pomerania y demás territorios habitados por alemanes en el este de Europa, la mayor que se conoce en la historia de nuestro continente, que provocó quince millones de refugiados de los que ningún demócrata se apiadó, a los que nadie dio la bienvenida, para los que no existe memoria histórica. Dos millones de niños, ancianos y mujeres murieron de hambre, de frío y de enfermedades, cuando no linchados o ejecutados en masa por los vencedores.
¿Y todo para qué? Para que sobre las ruinas de Europa se aposentaran dos imperios enemigos del británico, dos superpotencias que le despojarán sin miramientos de su preeminencia mundial. Ni siquiera Churchill se benefició de su victoria: en 1945, el muy mediocre socialista Attlee le derrota en las elecciones y se dispone a liquidar por la vía rápida el imperio británico en nombre del progresismo. Desengañado, humillado, pisoteada su vanidad, Churchill denunciará en Fulton (1946) el Telón de Acero que él tanto como Stalin contribuyó a extender sobre Europa.
En Churchill tenemos un ejemplo de esos conservadores que nada saben conservar, tan típicos de la Europa decadente. Como su detestado De Gaulle, es uno de esos personajes a los que se ha convertido en encarnación de un país al que han hecho más mal que bien, pero disimulando los daños en el cuerpo nacional con la brillantez de su talento y la demagogia de la grandeur, siempre tan efectiva. Los dos ególatras buscaron el poder personal para realizar unas ambiciones políticas rayanas en la megalomanía. Lo consiguieron, pero fue durante sus mandatos cuando sus naciones se convirtieron en potencias de segunda fila, corroídas por unas tendencias posmarxistas y apátridas a las que allanaron el camino. El trayecto que ellos iniciaron nos ha llevado a que ni Inglaterra ni Francia sean ya inglesas ni francesas, algo que el octogenario Churchill se temía en sus últimos años. Hoy, cuando un alcalde paquistaní manda en Londres, no nos queda sino admirar el cruel sarcasmo de la Historia con la idea imperial de sir Winston. Nosotros, españoles, víctimas eternas de Inglaterra, no derramaremos una sola lágrima por la maldita Albión.
SERTORIO
Hace un siglo, en 1918, la juventud europea se exterminaba mutuamente en una de las guerras más absurdas y devastadoras de la Historia. Tras cuatro años de matanzas, el viejo orden de nuestra civilización se resquebrajó y las monarquías que conformaron no sólo la política, sino la cultura y las artes, fueron barridas para siempre, con consecuencias devastadoras para las generaciones posteriores, incluidas las presentes. El imperio de los Habsburgo o el de los Romanov desaparecieron en aquella crisis; hubo otro poder que se desmoronó más lentamente, que incluso pareció alcanzar su cénit en 1919, pero estaba ya tan condenado como la Alemania guillermina o la Austria-Hungría del emperador Carlos: el imperio británico.
La victoria en la I Guerra Mundial le costó muy cara a Gran Bretaña, no sólo por sus bajas en el campo de batalla, por la deuda enorme de su Tesoro, por la pérdida de confianza en sus valores e instituciones tradicionales o por las rebeliones de su demasiado extenso imperio, sino porque los hombres que dirigían su gobierno ya no eran sólo los fríos ejecutores de una política de intereses, sino también una suerte de cruzados morales cuyos principios éticos dependían de las encuestas y de las veleidades del electorado; esta doble y contradictoria naturaleza probará ser nefasta. Entre los Disraeli, Palmerston o Pitt de antaño y los Chamberlain, Halifax o Eden del siglo XX se había operado una extraña mutación. Por primera vez en su historia, la diplomacia británica se dejó seducir por señuelos ideológicos y por un mito que resultará aniquilador para la supervivencia del imperio: la relación especial entre las dos grandes potencias de habla inglesa, Estados Unidos e Inglaterra. El realismo implacable que caracterizó al servicio exterior británico, desde Walsingham y sir Robert Cecil hasta el Foreign Office de Eduardo VII, desapareció en el transcurso de veinte años. Mussolini, tras entrevistarse con Halifax y Chamberlain, lo vio muy claro: son los vástagos fatigados de un largo tronco de hombres ricos y perderán su imperio. Fue profético.
Pat Buchanan escribió una obra indispensable para conocer de manera sencilla y muy bien narrada este período decisivo de la historia mundial: Churchill, Hitler and the Unnecessary War. How Britain Lost Its Empire and the West Lost the World (Nueva York, Three Rivers Press, 2008). Lo que los historiadores académicos tratan de disfrazar con eufemismos y loas a los destructores del imperio británico, Buchanan lo resalta de manera clara en su libro: el resultado calamitoso de la diplomacia de la seguridad colectiva, los tratados multilaterales y la legalidad internacional de la Sociedad de Naciones, cuyos principios hizo suyos Gran Bretaña. Todos conceden que el Tratado de Versalles fue un error, pero también lo fue el Tratado Naval de Washington entre Estados Unidos, el Reino Unido y Japón, que acabó por provocar la ruptura de la vieja y provechosa alianza bilateral de Londres con Tokio y lanzó a este país a una agresiva y militarista política exterior, frente a la cual una desarmada Gran Bretaña confió su suerte a la supuesta amistad inquebrantable de los americanos. En 1942, durante la debacle inglesa en Extremo Oriente, se vieron los frutos de esa ingenua creencia.
Pero, sin duda, donde los decadentes ingleses de los años treinta encadenaron una serie de errores garrafales fue en su conducta respecto a Alemania. A nadie le cabe la menor duda de que el III Reich no albergaba intenciones hostiles contra Gran Bretaña y que su jefe y muchos de sus dirigentes eran claramente anglófilos: entre los objetivos fundamentales de la diplomacia nazi estaba crear una alianza entre Inglaterra, Italia y Alemania. La tradicional política de intereses en Londres jamás habría conducido a la declaración de guerra de 1939. ¿Por qué, sin embargo, acabó todo en otra matanza suicida entre europeos?
Por un lado, es curioso indicar que los cruzados de la democracia y de la utopía liberal wilsoniana no le dieron la menor concesión a la Alemania democrática de Weimar, algo que les hubiese permitido a los liberales germanos salvar la cara ante una población desengañada y rencorosa. En Locarno pareció abrirse un período de aceptación de Alemania, pero a efectos prácticos siguió siendo un estado paria, víctima de una germanofobia absurda. Stressemann morirá amargado en 1929 por los pocos beneficios obtenidos con su política. En 1933, con la llegada de Hitler al poder, las cosas cambiarán. Frente a la firmeza de Italia ante la intentona nazi en Austria (1934) y la creación por Mussolini, Mac Donald y Laval del breve Frente de Stresa (1935) contra Hitler, los ingleses se decidirán al poco a actuar por su cuenta y firmarán el acuerdo naval anglogermano de 1935, que es una autorización de Londres a Berlín para violar abiertamente el Diktat de Versalles. De esta manera, los británicos rompían el frente común contra Alemania. A partir de aquí se suceden los errores calamitosos, como echar a Mussolini en brazos de Hitler tras la invasión de Abisinia por Italia, para cumplir los preceptos de la inútil Sociedad de Naciones, o el no reaccionar ante la remilitarización de Renania ni ante el Anschluss de Austria. Por no hablar de una política hostil hacia Japón en Asia, también en el espíritu de la SDN, justo cuando la presencia naval británica es más débil, producto de los recortes presupuestarios de Churchill durante sus años de canciller del Exchequer.
En Renania y Austria, en realidad, se trataba de un asunto intragermánico. Con la crisis de los Sudetes la situación se volvió más complicada, ya que la minoría alemana en Checoslovaquia quería incorporarse al Reich y los checos defendían las fronteras de su Estado. Chamberlain se decidió por la política realista de apaciguamiento; a fin de cuentas, Alemania podía ser satisfecha por vías pacíficas y cada día ganado era un día más para el rearme de Inglaterra. Checoslovaquia no constituía un interés vital para Gran Bretaña y, en las condiciones militares de 1938, el gobierno de Londres no podía garantizar ni la defensa de sus islas. Francia, agazapada tras la Línea Maginot, tampoco se iba a arriesgar a una guerra. Checoslovaquia se ofrendó en Munich en el altar de la seguridad colectiva. Fue un indudable triunfo de Chamberlain porque permitió retrasar la guerra un año y acelerar el rearme inglés. Se ganó tiempo.
En marzo de 1939, Eslovaquia y Rutenia se separan de Checoslovaquia y Alemania ocupa los territorios checos formando el Protectorado de Bohemia y Moravia. Chamberlain no acepta el hecho consumado e inicia una política de principios tardía e inútil (Checoslovaquia ya era un cadáver desde Munich) y de abierta confrontación con Alemania, que le lleva a garantizar el apoyo incondicional británico a Polonia en caso de un ataque a su independencia por parte de Alemania. Por primera vez en su larga historia, gracias a la presión de la opinión pública, Londres se entrega como rehén de las decisiones de un gobierno extranjero, el de la junta militar polaca, que además era una dictadura militar inestable, versátil en su política exterior y tan fascista, agresiva y chauvinista como Alemania e Italia.
En ese momento, Hitler trataba de obtener la devolución pactada de Danzig al Reich a cambio de ventajas económicas para Polonia y de una alianza con Varsovia con el fin de emprender una ofensiva conjunta contra la URSS, el verdadero objetivo alemán. Los coroneles polacos, fortalecidos en su posición por el cheque en blanco que les había concedido Chamberlain, se niegan a negociar. Alemania se resigna a una guerra localizada contra Polonia y los ingleses creen que Hitler está emitiendo otro bluff. Chamberlain, que se da cuenta tarde de su error, intenta que los polacos devuelvan Danzig, pero éstos, gracias a las garantías británicas, disponen de un cheque que quieren cobrar. Aunque nos resulte hoy asombroso, los militares polacos creían que iban a aniquilar a la Wehrmacht y que los caballos de sus lanceros pastarían en el Tiergarten berlinés tras una breve campaña.
Decidido a atacar, Hitler pacta con Stalin. Se trata de una jugada maestra del georgiano, que lanza al Reich a una guerra no deseada ni diseñada contra Occidente, en lugar de emplear a la Wehrmacht contra su objetivo natural: Rusia. El resultado de la garantía absoluta de Chamberlain a los polacos se vio en septiembre de 1939: los alemanes invaden Polonia, que es destrozada en dos semanas, y ni Gran Bretaña ni Francia son capaces de prestar la más mínima ayuda a su ingenuo aliado del este. Bastante tenía Inglaterra con organizar un cuerpo expedicionario al otro lado del Canal. Una política de intereses, sin concesiones a la demagogia patriotera ni a la germanofobia, habría procurado lanzar a los fascistas polacos y alemanes contra la URSS y permitir un tranquilo rearme inglés. Algo que Stalin vio con claridad y que evitó con el pacto germano–soviético. Entre 1939 y 1941, la Unión Soviética avanza territorialmente más que Alemania en Europa del Este.
De 1940 a 1942, los ingleses son derrotados una y otra vez por los alemanes, y sólo la falta de una gran flota de superficie y de una masa de bombarderos pesados les impide invadir Gran Bretaña. La razón de esto es que Alemania no se había rearmado para combatir a los ingleses. Hitler nunca pensó en acabar con el imperio británico; al revés, estaba incluso dispuesto a defenderlo. Durante estos años no faltaron las ofertas de paz alemanas, rechazadas todas por Londres. ¿Por qué? Para destruir una amenaza que no existía, que era imposible de ejecutar por la Wehrmacht, y mantener un concepto anticuado del equilibrio de poder. La gran potencia continental hegemónica no era Alemania, sino la URSS.
En 1940 se produce la llegada de Winston Churchill a Downing Street, tras el fiasco en Noruega que él mismo había dirigido. Imperialista como Kipling, impenitente germanófobo, firme creyente en la relación especial con Estados Unidos, belicista nato, muy buen escritor, hombre brillante y resuelto, pero de juicio ofuscado y ligero, emplea todas las virtudes tradicionales inglesas, que poseía en grado sumo, casi hasta la caricatura, para destruir lo que más valoraba: el imperio británico. Dedicado en cuerpo y alma a aniquilar a Alemania (ya lo estuvo en 1914), se entregará a los americanos de forma imprudente y desesperada. Roosevelt se lo hará pagar bien caro: durante los años del conflicto, Gran Bretaña fue perdiendo una a una, de manera implacable, todas las posiciones económicas, políticas y militares que mantenía en el mundo. El presidente americano detestaba al imperio británico y deseaba su ruina. La obcecación curchilliana en la derrota de Alemania, a la que consideraba equivocadamente el primer rival geopolítico de Inglaterra, le llevó a sacrificar sin pestañear todos los activos y recursos británicos en aras de ese fin: la aniquilación no sólo del nazismo, sino de Alemania. En 1945, el amigo americano habrá despojado a Inglaterra de cualquier posibilidad de mantener su imperio. En 1947 se independiza la India, la joya de la Corona, y triunfa Gandhi, el fakir hipócrita, raquítico y despreciable que Churchill odiaba. Entre 1945 y 1960 se desmorona un imperio que en 1901 parecía tan estable y potente como el romano. Churchill, que de joven vio su apogeo, en la vejez asistió a su derrumbe, que él más que nadie hizo posible.
Para conseguir su victoria sobre Hitler, Churchill actuó con el tradicional pragmatismo inglés, sólo que esta vez en perjuicio de su patria. En el aspecto moral también exhibió la falta de escrúpulos típica de la tradición de las campañas de Drake o de las guerras del opio. Su conducta con los polacos fue, como poco, indigna, negándose a investigar la matanza de Katyn y entregando la valerosa nación eslava a Stalin, lo mismo que hizo con millares de rusos blancos, cosacos y prisioneros soviéticos en uno de los hechos más infames de la posguerra. Su adulación del tirano rojo fue abyecta, sobre todo si tenemos en cuenta que Churchill fue uno de los pocos estadistas europeos que en los años veinte se dio perfecta cuenta de la naturaleza criminal del leninismo. Por eso, su abandono de media Europa a Stalin en Yalta fue aún más condenable que el del senil Roosevelt, cuyo equipo de asesores estaba trufado de comunistas.
Su odio homicida hacia los alemanes tampoco era nuevo. Fue él quien dirigió el bloqueo naval de Alemania en la Primera Guerra Mundial, que costó la vida a setecientos mil civiles. Prácticamente el mismo número de víctimas que provocará su política de genocidio aéreo, brutalmente ejecutada en Hamburgo, en Dresde, en Darmstadt y en un largo etcétera de ciudades germanas. Fue él quien permitió la limpieza étnica de Prusia Oriental, Silesia, Pomerania y demás territorios habitados por alemanes en el este de Europa, la mayor que se conoce en la historia de nuestro continente, que provocó quince millones de refugiados de los que ningún demócrata se apiadó, a los que nadie dio la bienvenida, para los que no existe memoria histórica. Dos millones de niños, ancianos y mujeres murieron de hambre, de frío y de enfermedades, cuando no linchados o ejecutados en masa por los vencedores.
¿Y todo para qué? Para que sobre las ruinas de Europa se aposentaran dos imperios enemigos del británico, dos superpotencias que le despojarán sin miramientos de su preeminencia mundial. Ni siquiera Churchill se benefició de su victoria: en 1945, el muy mediocre socialista Attlee le derrota en las elecciones y se dispone a liquidar por la vía rápida el imperio británico en nombre del progresismo. Desengañado, humillado, pisoteada su vanidad, Churchill denunciará en Fulton (1946) el Telón de Acero que él tanto como Stalin contribuyó a extender sobre Europa.
En Churchill tenemos un ejemplo de esos conservadores que nada saben conservar, tan típicos de la Europa decadente. Como su detestado De Gaulle, es uno de esos personajes a los que se ha convertido en encarnación de un país al que han hecho más mal que bien, pero disimulando los daños en el cuerpo nacional con la brillantez de su talento y la demagogia de la grandeur, siempre tan efectiva. Los dos ególatras buscaron el poder personal para realizar unas ambiciones políticas rayanas en la megalomanía. Lo consiguieron, pero fue durante sus mandatos cuando sus naciones se convirtieron en potencias de segunda fila, corroídas por unas tendencias posmarxistas y apátridas a las que allanaron el camino. El trayecto que ellos iniciaron nos ha llevado a que ni Inglaterra ni Francia sean ya inglesas ni francesas, algo que el octogenario Churchill se temía en sus últimos años. Hoy, cuando un alcalde paquistaní manda en Londres, no nos queda sino admirar el cruel sarcasmo de la Historia con la idea imperial de sir Winston. Nosotros, españoles, víctimas eternas de Inglaterra, no derramaremos una sola lágrima por la maldita Albión.
1 comentario:
Pero esto tambien es parte de la profecia de Fatima, Rusia seria usada para escarnio del mundo por tantos pecados inombrables, es decir la decadencia moral de la Europa Cristiana !!!
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