La conquista es para los
perdedores.
Paul Krugman
La guerra moderna empobrece tanto al
triunfador como al vencido. Hoy no se puede tratar a una sociedad como lo
hiciera el poderoso Imperio Romano sin destruir la riqueza que se trata de
confiscar. Rusia pudo anexarse Crimea casi sin oposición pero decidió la
guerra, y con la victoria obtuvo una economía en implosión que, además,
requiere de costosa ayuda.
Ya ha pasado más de un siglo desde que Norman
Angell, un periodista y político británico, publicó “The Great Illusion”, un
tratado en el que argumenta que la edad de la conquista ya había terminado o,
al menos, debería terminar.
No pronosticó un final para la guerra pero sí
argumentó que las guerras agresivas ya no tienen sentido, que la guerra moderna
empobrece al triunfador tanto como al vencido.
Tenía razón pero, al parecer, es una lección
difícil de absorber. De seguro que Vladimir Putin nunca recibió el memorando.
Ni tampoco nuestros propios neoconservadores, cuyo caso agudo de envidia por
Putin muestra que no aprendieron nada de la debacle iraquí.
El caso de Angell era simple: el saqueo ya no
es lo que solía ser. No se puede tratar a una sociedad moderna en la forma en
la que la antigua Roma trataba a una provincia conquistada, sin destruir la
mismísima riqueza que se trata de confiscar.
Y, entre tanto, la guerra o la amenaza de
ella, al interrumpir el comercio y las conexiones financieras, inflige grandes
erogaciones más allá del excesivo costo directo de mantener y desplazar
ejércitos. La guerra empobrece más y debilita más, aun si se gana.
Las excepciones a esta máxima demuestran, de
hecho, la regla. Todavía hay matones que hacen la guerra por diversión y
ganancia, pero, invariablemente la hacen en lugares donde las materias primas
explotables son la única fuente real de riqueza.
Las pandillas que están destrozando a la
República Centroafricana buscan diamantes y marfil extraído furtivamente; el
Estado Islámico puede decir que está trayendo el nuevo califato, pero, hasta
ahora, lo que más ha hecho es capturar campos petrolíferos.
El punto es que lo que funciona para un
cacique del cuarto mundo es autodestructivo para un país al nivel de Estados
Unidos -o, incluso, de Rusia-.
Solo hay que ver lo que pasa como un éxito de
Putin, haberse apoderado de Crimea: Rusia pudo haberse anexado la península
casi sin oposición, pero lo que obtuvo por su triunfo fue una economía en
implosión que no está en posición alguna de pagar tributo y, de hecho, requiere
ayuda costosa.
Entretanto, la inversión extranjera en Rusia
y los préstamos propiamente dichos, más o menos se colapsaron aun antes de que
el hundimiento del precio del petróleo convirtiera la situación en una crisis
financiera hecha y derecha.
Lo que nos trae a dos preguntas. Primera:
¿por qué Putin hizo algo tan estúpido? Segunda: ¿por qué tantas personas
influyentes en Estados Unidos estaban impresionadas con su estupidez y la
envidiaban?
La respuesta a la primera es obvia, si se
piensa en los antecedentes de Putin. Hay que recordar que fue hombre del KGB,
lo cual equivale a decir que pasó sus años formativos como un rufián
profesional. La violencia y la amenaza de violencia, complementadas con
sobornos y corrupción, es lo que él conoce.
Y, durante años, no tuvo ningún incentivo
para aprender algo más: los precios altos del petróleo hicieron rica a Rusia y,
como todos los que presiden una burbuja, de seguro se convenció a sí mismo de
que era el responsable de su propio éxito. Supongamos que hasta hace unos días
no se había dado cuenta de que no tiene ni idea de cómo funcionar en el siglo
XXI.
La respuesta a la segunda pregunta es algo
más complicada, pero no hay que olvidar cómo terminamos invadiendo a Irak. No
fue una respuesta al 11 de setiembre, ni a la evidencia de amenazas
intensificadas.
Más bien, fue una guerra por elección para
demostrar el poder estadounidense y para que sirviera como prueba del concepto
para toda una serie de guerras que los neoconservadores estaban ansiosos por
pelear. ¿Se recuerda el “Todos quieren ir a Bagdad. Los hombres de verdad
quieren ir a Teherán”?
El punto es que hay una facción política
todavía poderosa en Estados Unidos que está comprometida con la perspectiva de
que la conquista paga y que, en general, la forma de ser fuertes es actuar con
rudeza y hacer que otros pueblos tengan miedo.
Por cierto, uno sospecha que esta falsa
noción de poder es el porqué de que los arquitectos de la guerra hicieran de la
tortura una rutina; no se trató tanto de los resultados como de demostrar una
disposición a hacer cualquier cosa que fuera necesaria.
Los sueños de los neoconservadores recibieron
una paliza cuando la ocupación de Irak se convirtió en un fiasco sangriento,
pero no aprendieron de la experiencia (¿quién lo hace hoy día?).
Así es que vieron al aventurerismo ruso con
admiración y envidia. Pudieron haber dicho que los alarmaban los avances rusos,
que creían que Putin, “lo que se dice un dirigente”, jugaba al ajedrez con las
bolitas del presidente Barack Obama. Sin embargo, lo que realmente les
molestaba era que Putin llevaba la vida que habían imaginado para sí mismos.
La verdad, no obstante, es que la guerra,
real y verdaderamente, no es rentable. La aventura en Irak terminó, claramente,
por debilitar la posición de Estados Unidos en el mundo, mientras que costó más
de 800.000 millones de dólares en gasto directo y mucho más en formas
indirectas.
Estados Unidos es una verdadera
superpotencia, así es que podemos manejar tales pérdidas, aunque uno se
estremece al pensar en lo que podría haber pasado si a los “hombres de verdad”
se les hubiera dado una oportunidad de avanzar hacia otros blancos. Sin
embargo, una petroeconomía financieramente frágil como Rusia no tiene la misma
capacidad para avanzar con sus errores.
No tengo ni idea de lo que pasará con el
régimen de Putin. Sin embargo, éste nos ha brindado a todos una valiosa
lección. No importa el impacto y el sobrecogimiento: en el mundo moderno, la
conquista es para los perdedores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario