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jueves, 13 de octubre de 2016

En el decimoquinto año de la IV Guerra Mundial.


 






Esta verdad, junto con demasiadas otras, ha sido hurtada a los niños nacidos el 11 de septiembre de 2001, hoy adolescentes. Este engaño es acaso una mayor desgracia que la guerra misma.

Dos meses después de los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, el profesor de la Universidad Johns Hopkins, Eliot Cohen llamó a este combate, declarado por el islamismo terrorista contra Occidente, la IV Guerra Mundial. Según él, la Guerra Fría había sido la III Guerra Mundial y con ella, la presente tenía muchas similitudes:

“…no todos los conflictos implican el movimiento de ejércitos de millones de hombres o las líneas convencionales de frentes sobre un mapa. La analogía con la Guerra Fría sugiere sin embargo algunas características fundamentales de este conflicto: que es, de hecho, global; que implicará una combinación de esfuerzos violentos y no violentos; que requerirá la movilización de los talentos, conocimiento y recursos, si acaso no vastos números de soldados; que puede durar largo tiempo; y que tiene raíces ideológicas”.

Es evidente que un judío americano, inspirador de neo-conservadores, está por definición descatalogado de la lista de personas que existen en el mundo de los medios de comunicación fanatizados por la ideología y de las cobardes cancillerías occidentales. Como a los antiguos profetas, hay que eliminarlo. Por ventura, el progresismo reinante es a veces misericordioso y este asesinato es meramente civil, una condena al silencio de lo que se separa de la línea oficial. Pero he aquí que la realidad tiene la virtud de rebelarse ante estas inquisiciones contemporáneas, de un modo que sería cruel de no ser tan justo.


“La France est en guerre”. Proclamaba elpresidente socialista de Francia, François Hollande, el 17 de noviembre de 2015 ante el Congreso, reunión de la asamblea y senado franceses. Es más difícil para el mundo oficial desatender a este portavoz. Sin embargo, basta con tomarlo demasiado en serio. Es más, él mismo no debe tomarlo demasiado en serio a la luz de lo actuado desde entonces.

¿Por qué este empeño en negar lo evidente? ¿Qué consecuencias ha tenido y está teniendo esta estrategia de la avestruz? ¿Qué podemos esperar del porvenir?

Días después de los ataques, la comentarista americana Ann Coulter, mujer de escasa timidez intelectual, expuso el plan a seguir en los términos más simples: “Matar a sus líderes, invadir sus países y convertirlos al cristianismo”.

Lo curioso es que un pensador más sutil, el mismísimo Samuel Huntington, había expresado hacía ya algunos años en su libro “El choque de las civilizaciones” lo que la periodista no hacía más que expresar en términos comprensibles para todos. A su vez, Huntington tenía una deuda intelectual inconfesada con el hoy centenario historiador británico Bernard Lewis, un experto en Islam y Oriente Medio, quien había escrito en el lejano año 1990 en la revista The Atlantic el ensayo seminal, nunca superado, acerca de lo que Ortega hubiera llamado el tema de nuestro tiempo: “The Roots of Muslim Rage”, las raíces de la rabia musulmana explicaba por a más b, cómo el declive y la deriva del Islam, su resentimiento frente a Occidente por todo ello, iban a llevar a ese “choque de civilizaciones” (la expresión era suya) sobre el que ahora peroraba Huntington y protestaba Coulter.

El caso es que cuando el Presidente Bush, que a la sazón era el encargado de poner sobre la mesa la reacción del mundo occidental ante la atrocidad de AlQaeda, se reunió con sus asesores para decidirla, tuvo la ventura de escuchar de sus bocas el relato elaborado por Lewis, Huntington y del más reciente en unirse al grupo, el crítico literario Norman Podhoretz, que añadía a los análisis anteriores el de que la audacia de Bin Laden respondía a la inacción frente a la violencia islámica por tantos años de condescendencia de diferentes presidentes americanos.

Y así fue como, los asesores de Bush, que, por extraño que pueda parecer habían leído todo eso, convirtieron al tejano que, según la convención no era muy adepto de “la cosa esa de la visión estratégica” en un halcón que formuló, en cuestión de días, por las fechas de los discursos en que la explicó, la llamada Doctrina Bush, su modo de hacer frente a la Guerra.

En resumen, era el siguiente. Que no se haría distinción entre los terroristas y los países que los cobijasen. Desde hacía siglos los terroristas acababan teniendo su fundamento en la acción de los estados, de ahí la secular lista del departamento de Estado americano acerca de los países patrocinadores del terrorismo. Así que era mera lógica vincular la suerte de los terroristas a quienes los apoyasen. En segundo lugar, por el temor de que quienes habían atentado con aviones de línea se hicieran precisamente con los poderes de destrucción masiva al alcance de los estados, armas nucleares, químicas o biológicas y ante la sorpresa que había resultado el atentado para la comunidad de inteligencia americana, había que atacar antes de ser atacados, ante el peligro de que el próximo ataque fuera de letalidad total. Y, por fin, que dado que la razón subyacente del terrorismo no era la miseria y la desesperación de la pobreza, como sigue siendo convención a pesar de la condición acaudalada de Bin Laden, sino la opresión de las tiranías de Oriente Medio sobre sus habitantes, había que abolir esos regímenes tiránicos que se habían convertido en los “pantanos” o caldos de cultivo del terrorismo.

Esta construcción intelectual, que se hizo en horas, gracias probablemente al depósito de esfuerzos de los autores citados y algunos otros, era tan asombrosa y vertiginosa como cierta. Su puesta en práctica, como ocurre siempre con la realidad, no resultó fácil.

El mayor inconveniente fue el rechazo de la comunidad intelectual mundial, constituida mayoritariamente por idiotas, pero atención, por idiotas profesionales. Es decir, que cobran por serlo. Era un aliciente poderoso para que siguieran siéndolo, y así ha sido. En último término su desorbitado reproche (el filósofo francés Jean Baudrillard se alegró de los atentados, Dario Fo disputaba su existencia, Gore Vidal se burlaba de la “danza de la guerra” de Bush,…) los convirtió en colaboracionistas de los terroristas y en el obstáculo esencial en Occidente a la victoria contra los que Bush llamó, herederos de las tiranías del siglo XX. Nada nuevo bajo el sol, puesto que si los terroristas islámicos eran herederos del nazismo y el comunismo, los intelectuales que se convirtieron en su respaldo eran legatarios de los colaboracionistas y los compañeros de viaje de antaño.

Sobre la base de su doctrina, Bush invadió Afganistán e Irak, que formaba parte junto con Irán y Corea del Norte de lo que se llamó entonces el Eje del Mal. Expresión que suscitó todos los sarcasmos.

Incluso cuando se vence una guerra no se ganan todas las batallas, pero esas dos se ganaron. Y no con facilidad. Sólo la ignorancia o el cinismo pueden afirmar hoy que cualquiera de esos dos lugares eran más desgraciados antes que después de la invasión, cosa que no descalificaría en cualquier caso las intervenciones, pues ¿acaso eran más felices los japoneses o los alemanes en 1945 que en 1939? La cuestión es que, tras grandes trabajos, las tiranías de Afganistán e Irak fueron sustituidas por democracias, de difícil viabilidad y problemáticas – siendo españoles preferiremos que tiren otros la primera piedra -pero democracias al fin y al cabo que habían dejado de amenazar al mundo occidental y a sus vecinos como era el caso antes.

Sin embargo, junto con Oriente Medio también cambió Occidente y el cansancio por estas batallas junto a su coste humano y económico, agotaron a las opiniones públicas, debido a la intensa inducción de intelectuales y estadistas clásicos. Aquellos que se habían convertido desde el primer minuto en la azorante quinta columna que hoy como ayer sigue siendo la mayor amenaza para el provenir de Occidente en esta lucha.

Y así fue como Obama, el peor presidente de los Estados Unidos del que se tiene noticia, decidió que abandonar el mundo a su suerte, ahora que las medidas de seguridad interior, que también puso Bush en pie habían dado sus frutos y Estados Unidos no temía tanto una intervención letal inminente, era una gran idea. Además, sobre el precedente de su secretario de Estado Kerry que había considerado al terrorismo como una nuisance, o molestia, Obama decretó que había que convivir con sus consecuencias que eran la “nueva normalidad” de Occidente. Este abandono propició la mutación de la AlQaeda de ayer en el Estado Islámico de hoy y de las tiranías o eje del mal del pasado en el del presente, constituido por Irán, Rusia y una miríada de países abandonados, fallidos se les llama, por la desaparición de lo que desde el final de la II Guerra Mundial se conoce como la Pax Americana, a saber, la garantía de que la paz y la seguridad mundial dependen en último término de la fortaleza y capacidad de intervención de los Estados Unidos. Es decir, se puso en cuestión lo que hizo de nuestra era una de relativa paz y prosperidad, incomparable con prácticamente cualquier época del pasado de la humanidad.

Entretanto Europa sufrió episodios ominosos, como los atentados de 2004 en España, tras los cuales, en la inmejorable expresión de Gabriel Albiac, España decidió morir, al alinearse una parte suficiente de la opinión pública, en un acceso de histerismo colectivo, con la tendencia colaboracionista mencionada.

Pero los episodios más ominosos estaban por venir, porque la rendición y la retirada no eran la respuesta adecuada para apaciguar a los terroristas sino un incentivo de los más poderosos. Los atentados no hacen más que aumentar y con ellos sus víctimas, en Europa y América, a manos del terrorismo islámico. Por otra parte, la no guerra de Obama en Siria, con sus 400.000 muertos y cinco millones de refugiados, con sus consecuencias de atentados y desestabilización de Europa y Oriente Medio, su legitimación de Irán, hace aparecer las intervenciones de Bush como picaduras de avispa en la faz del planeta.

En el año 2014, el estrafalario escritor francés Michel Houellebecq escribió una novela titulada “Sumisión”, es decir, Islam. Su argumento era simple. Una Francia decadente y sin principios, personificada en el protagonista del relato, acabaría aceptando una dócil sumisión al ascendente empuje islámico, identificado en la novela con un moderado presidente francés de confesión musulmana y rindiendo toda su identidad e historia, de manos de la cobardía y la desidia, en la ley islámica o sharía. Todo ello regado de ventajas económicas y comodidades para quienes primero reconocieran la superioridad de los nuevos amos.

La sugerente construcción literaria del último enfant terrible de las letras francesas, a pesar de su mediana edad es, indudablemente, una de las posibles conclusiones de esta IV Guerra Mundial. Por eso es imprescindible contar a esos adolescentes de hoy la verdadera historia de su desarrollo hasta hoy. Hay ciertamente otra posibilidad. La fortaleza de Occidente, convertida en su debilidad por exceso de confianza en lo que Obama ha llamado la ausencia de “enemigos existenciales” puede permitirle, si es capaz de recapacitar, en el vencedor de este conflicto.  Pero ese futuro no está escrito y sólo el reconocimiento de esa realidad incontrovertible, estamos en guerra, nos puede llevar a hacer el esfuerzo que es necesario para salir victoriosos.

La IV Guerra Mundial está ocurriendo hoy, en las calles de Alepo como en las de París o Bruselas. Occidente está en condiciones de ganarla, pero hace falta que se lo proponga. Este conflicto global de raíces ideológicas implicará una combinación de esfuerzos violentos y no violentos; requerirá la movilización de los talentos, conocimiento y recursos, si acaso no vastos números de soldados; y puede durar largo tiempo.Y, fundamentalmente, al tratarse de una guerra con raíces ideológicas requiere la derrota absoluta de los colaboracionistas y compañeros de viaje que habitan entre nosotros. Que así sea.

La guerra es un camaleón; En torno a la IV Guerra mundial por Óscar Elía Mañú, 4 de septiembre de 2016 (Publicado originalmente en diciembre de 2005)

11 de septiembre de 2001; Estados Unidos se tambalea herido por un ataque directo y brutal. En pleno desconcierto mundial, con medio mundo pegado al televisor, George Bush abría, quizá sin saberlo, el debate estratégico del siglo XXI; sus palabras resuenan aún en las mentes de los europeos herederos del 11M y del 7J: estamos en guerra. Palabras que transmitían una determinación moral tanto como una indeterminación conceptual; tras diez años de pacificaciones, la palabra guerra reaparecía ante una opinión pública que se colapsa ante su sola mención.  Desde entonces, la pregunta que ha obsesionado a filósofos, historiadores y analistas se nos hace presente una y otra vez, en una sociedad demasiado hedonista y despreocupada para pensar en ello; ¿qué es la guerra?

¿No parece clara la definición de guerra como choque armado entre unidades políticas organizadas? Definición que parece válida, pero que desata los problemas en cascada; ¿qué es un choque?¿son armas la guerra psicológica o la propaganda?¿a partir de que momento puede hablarse de una unidad política?¿qué grado de organización es necesario para considerarla como tal? Los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas, las mochilas estallando en el metro de Londres o el hombre-bomba entrando en hoteles de lujo en Bali parecen tener poco que ver con los fusileros de Waterloo, las trincheras de Verdun o el Africa Korps de Rommel. En vano buscaremos notas diplomáticas, uniformes visibles, tratados de paz. Diferencias tan radicales que nos colocan ante una disyuntura teórica radical; o la IV Guerra Mundial no es una guerra, o aquello que el europeo heredero del Derecho de Gentes y del Derecho Internacional tiene en mente no es la guerra.

Huérfanos de respuesta, analistas e intelectuales vuelven la vista a la historia, y constatan en efecto que la guerra moderna parece haber llegado a su fin, precisamente con su total perfeccionamiento. Y en la reflexión sobre la guerra moderna, la figura de Clausewitz reaparece entre tambores de guerra; el fin de la era clausewitziana parece tan evidente que conviene sospechar; ¿cuál es, si es que queda algo de él, el legado de Clausewitz?

¿La muerte de Clausewitz?

Si Clausewitz no pudo mirar más allá de los conflictos de su tiempo, su figura no tendría mayor altura que la de Jomini o Bülow, o Mahan o Douhet en el siglo de la guerra marítima y aérea. Si Clausewitz fue únicamente un observador de la guerra napoleónica entre estados europeos, tendría valor para el historiador; no para el teórico o el estratega ávido de principios en la era del terror. Cuanto más reduzcamos al prusiano a las circunstancias particulares en que pensó la política y la guerra y no qué pensó de ellas, su valor irá disminuyendo.

¿Qué es la guerra? En el arranque de Vom Kriege, Clausewitz establece la principal definición de la obra, a partir de la cual se desarrolla el resto de su Tratado: La guerra es un acto de fuerza para imponer nuestra voluntad al adversario (Vom Kriege, I, 1, §2)

Violencia, objetivo, finalidad; he aquí los rasgos que definen la guerra. En primer lugar, la esencia de la guerra es el uso de la fuerza, la violencia; en segundo lugar, la violencia no tiene otro objetivo que la imposición, la derrota del enemigo; en tercer lugar, la imposición viene determinado por el objeto de la voluntad. Al comienzo de su análisis, Clausewitz se muestra rotundo; la guerra es un duelo (Zweikampf). Definición tan abstracta como descarnada, que no convencerá ni a la impaciencia del teórico ni al pacifismo del ingenuo; éste se escandalizará de una definición por otro lado neutra.

Premeditadamente, Clausewitz asimila la guerra al duelo; dos luchadores, frente a frente, con el único objetivo de doblegar la voluntad del adversario. Nada que ver con nociones políticas o estratégicas; ni rastro de Bonaparte o Federico el Grande en una definición ahistórica. No hay referencias al mundo político que Clausewitz vivió. ¿Por qué? Voluntariamente ha despejado toda circunstancia variable en busca de la naturaleza pura de la guerra. Ha eliminado de su análisis el espacio, el tiempo, el carácter de los actores enfrentados; toda circunstancia que no responda únicamente a la esencia de la guerra. Y lo que queda de todo ello es una definición, de la que se extrae una inquietante consecuencia: la aplicación de la fuerza no admite ningún límite lógico (VK, I, 1, §3).

Clausewitz busca mostrar el concepto de guerra, universalmente válido, por encima de las circunstancias históricas determinadas; por encima del tipo de actores enfrentados, del tipo de armamento empleado, de la táctica y de la estrategia. Encuentra aquello que es común a todo ello, y lo encuentra en el enfrentamiento violento con vistas a un fin. Aprendiendo de él, la pregunta acerca de la IV Guerra Mundial debe comenzar por la misma pregunta acerca de la guerra; por encima de consideraciones tácticas, estratégicas, jurídicas o políticas, la cuestión es si la definición clausewitziana es válida tanto para los siglos prehistóricos como para la era del 11S.

La guerra es un enfrentamiento violento que busca poner de rodillas al adversario y dictarle nuestra voluntad. Afirmación rotunda que valió al prusiano un lugar en el banquillo de los acusados de la historia; acusado de militarista, brutal y partidario de la aniquilación del adversario. Pero Clausewitz va más allá de esta definición monista de la guerra. Será posteriormente cuando Clausewitz introduzca las circunstancias que previamente ha dejado de lado, y advierta: una declaración de este tipo sería una abstracción que en nada afectaría al mundo real (VK, I, 1, §6) En su lugar establece una definición dialéctica; tal guerra absoluta no se da en la realidad, donde la política, el azar o los imprevistos definen unas guerras reales donde la violencia pura queda diluida; de hecho, la guerra absoluta se opone a la guerra real; mantiene su naturaleza, pero en contacto con la realidad, se opone a ella. En la realidad, observa Clausewitz, las guerras no son un puro uso de la violencia; múltiples circunstancias impiden que su lógica destructiva llegue a su extremo. El concepto de guerra no es la guerra real.

Ahora bien, ¿cómo conectar la figura abstracta de la guerra con las guerras reales de la historia? No puede ser sino mediante aquellos elementos que se encuentren universalmente en toda guerra pero que al mismo tiempo la particularicen, como un todo, en relación con las tendencias que predominan en ella (VK, I, 1, §28). Elementos que son bien conocidos por los expertos; el odio, la libre actividad del alma, el entendimiento. El primero afecta principalmente al pueblo; el segundo al Ejército y su Jefe; el tercero al gobierno político:

Estas tres tendencias, que se manifiestan con fuerza de leyes, reposan profundamente sobre la naturaleza del sujeto y, al mismo tiempo, varían en magnitud (...) el problema consiste en mantener a la teoría en equilibrio entre estas tres tendencias (VK, I, 1, §28)

Es aquí donde la reflexión teórica deja paso al análisis histórico; ¿Cómo conceptualizar la IV guerra mundial desde el análisis de una obra que muchos dan ya por muerta? Subrayando lo evidente; en cuanto guerra poseerá la naturaleza de toda guerra, sus leyes y principios; en cuanto IV, sus características serán forzosamente distintas a las anteriores. Es decir, incluirá pasiones, libre actividad del alma y conocimiento político, pero con unas connotaciones distintas a las hasta ahora conocidas.

El terrorismo o las pasiones desatadas

En la era de la información, Cancillerías y Estados Mayores buscan trazar mediante análisis y ordenadores las líneas maestras y los modelos de los conflictos futuros tanto como la guerra del presente. Pero a menudo tales demostraciones racionales olvidan el odio, la enemistad y la violencia primitiva de su esencia, que deben ser considerados como un ciego impulso natural (VK, I, 1, §28). La enseñanza es evidente; en cada caso, la guerra enciende las pasiones del pueblo. Ni el más potente ordenador ni el más curioso satélite pueden conocer o prever su desarrollo; mucho menos dominarlos.

¿Puede afirmarse que este primer elemento de la trinidad política está hoy en desuso? El odio que muestran las manifestaciones islamistas en Gaza o Teherán bastaría para convencer a los escépticos; ciegos de ira, millones de personas celebran, desde Marruecos a Pakistán las carnicerías de Al-Qaeda. En la época de la Revolución en los Asuntos Militares no podemos olvidar que, bajo satélites y vehículos no tripulados, la guerra se libra en las barriadas de las ciudades islámicas, en panfletos, mezquitas y páginas web, donde las voluntades se inflaman cada día; las pasiones y los sentimientos desatados se presentan tanto como causa y como efecto de los crímenes yihadistas.

Pero, si la guerra es un choque de voluntades, ¿cómo negar que se libra tanto en Faluya como en los televisores de Nueva York, Madrid o Londres? El 11M mostró el verdadero papel de los sentimientos primarios en la ilustrada Europa, que invirtió la lógica de la hostilidad y la volvió contra sí misma. Pero si occidente comete el error de olvidar que el éxito o el fracaso de una guerra depende de la educación de las pasiones, Al-Qaeda no comete tal fallo; la propaganda en los medios y las bombas en Bali o Bagdag van dirigidas contra las mentes occidentales. Estados Unidos perderá la guerra en Washington, no en Bagdag o Kabul. Occidente podrá destruir campamentos, aeródromos o cazar terroristas en lejanas montañas; pero localizará el conflicto tanto como el yihadismo lo globalizará. De nada valdrá ganar allí si se pierde aquí. todo estará perdido en el momento en que el divorcio entre gobernados y gobernantes sea irreversible, cuando la hostilidad se encauce en la dirección equivocada.

Cuando, como en marzo de 2004, las masas se lancen a la calle contra sus gobernantes y no contra sus gobernados, este tercer elemento de la trinidad clausewitziana, desatado e ingobernable, arrastrará consigo a los otros dos; entonces asistiremos a la definitiva derrota en la IV Guerra Mundial. Pesadilla futura que encierra una evolución histórico-estratégica del terrorismo; ante una opinión pública cada vez más acostumbrada a los crímenes terroristas, la lógica de la propaganda eleva la apuesta cada vez más a su extremo; para resultar rentables, los muertos deben elevarse de la misma forma que lo hace la insensibilidad occidental. La dialéctica de las pasiones en la IV Guerra Mundial parece indicarnos tiempos peores.

La IV guerra Mundial; el reino del azar

Pero error no cometido por Clausewitz sería reducir la guerra a uno sólo de sus elementos; las pasiones. Éstas afectan a la sociedad; como parte de ella, también a sus Fuerzas Armadas. El prusiano tuvo el acierto de incluir las fuerzas morales en la reflexión estratégica. Después y al contrario, el combate pareció diluirse en variables logísticas, económicas, geométricas. Los siglos XIX y XX parecían los siglos de los cálculos racionales; de recursos, de población, de fuerzas armadas: el azar era difícilmente observable a simple vista en las Ardenas, en Midway o en la crisis de los mísiles; mucho menos en la era de las bombas inteligentes. Pero sobre el terreno, el militar de todos los tiempos lo tendrá muy claro, en el siglo XV o en el XXI; la guerra es el reino de la incertidumbre (VK, I, 3).

Pero si la guerra es el reino del azar, ¿cómo no concluir que en la guerra contra el terrorismo -ante un enemigo que se esconde demasiado cerca y demasiado lejos, con una estrategia flexible de continente a continente, con una táctica distinta de ciudad a ciudad- aumenta el papel del azar y de los imprevistos? Las palabras de Clausewitz resuenan con fuerza en ejércitos, servicios secretos y cuerpos de policía de todo el mundo; en la IV Guerra Mundial, más que nunca, todas las acciones se desenvuelven en una suerte de media luz que, como la niebla o la luz de la luna, infunde en las cosas una apariencia grotesca y una envergadura superior a la real (VK, II, 2). Superior e inferior, corrigiendo a Clausewitz: inferior el 11S, el 11M, el 7J; superior en la búsqueda de las ADM de Sadam.

Estratégicamente, en el Pentágono o tácticamente en Bagdag, la IV Guerra Mundial es la guerra de lo imprevisible, de lo desconocido, de la apariencia grotesca y amorfa. también para Al-Qaeda; la estrategia de la persuasión funcionó en España, no en Estados Unidos tres años antes ni en Gran Bretaña un año después. Pidiendo lo que hoy parece tan imposible como necesario, Clausewitz advierte; se exige un juicio sensato y perspicaz, una inteligencia entrenada en desvelar la verdad (VK, I, 3). Pero si la IV Guerra Mundial es la guerra donde lo desconocido e imprevisible hacen más difícil la orientación -táctica y estratégica-, para afrontarlo será necesario la capacidad para elevarse por encima de los peligros más amenazadores (VK, III, 6). Es decir, audacia, valor. Así, valor y capacidad para detectar los peligros y amenazas sin tiempo para reflexionar sobre ello, se nos aparecen, también hoy, como indispensables en la guerra contra el terrorismo.

¿Cómo olvidar que la resolución, el golpe de vista y el valor y la audacia constituyen las virtudes necesarias de unos jefes de guerra enfrascados en una lucha antiterrorista que se extiende desde Tora Bora a Lavapiés? El humo de las bombas yihadistas se acumula cada mes ante nuestro ojos. Esta vez, la inteligencia humana se apoya en la artificial; la RMA juega a favor de un occidente altamente tecnificado. Ventaja indudable que no será suficiente sin el valor de afrontar las reformas y las acciones necesarias, y que nos remite a las palabras del prusiano. Para no perder, será necesario en primer lugar una inteligencia que, hasta en las horas más negras, conserve algún destello de la luz interior que conduce a la verdad; y en segundo lugar, el valor de seguir esa débil luz lleve a donde lleve (VK, I, 3). Al contrario que los pacifistas que sueñan con un futuro dorado, la IV Guerra Mundial nos lleva, inexorablemente, a un futuro incierto.

Entender la política en la era del terror

¿Pudo prever Clausewitz la guerra nuclear, la Iniciativa de Defensa Estratégica, el vuelo de los predator sobre Afganistán? Sin duda, no. ¿Pudo prever el huracán nacionalsocialista que nubló un siglo después de su muerte la mente de sus compatriotas, o el yihadismo que amenaza con incendiar El Cairo o Islamabad? La respuesta sería de nuevo negativa. Pero pudo intuir, y de hecho lo hizo, las dos fuerzas históricas que subyacen a ambos hechos: La sociedad moderna, con su burocracia y su industrialización creciente; la fuerza de las políticas revolucionarias e ideológicas.

La guerra no es más que la continuación de la política por otros medios encierra algo más que una cita elegante. Buceando en la política, Clausewitz distingue entre política subjetiva y política objetiva. Si la primera remite a los objetivos del Jefe de gobierno, la segunda remite al conjunto social en el que se conciben. La guerra moderna es la continuación de la sociedad moderna; la leva en masa la continuación de la Revolución francesa; la guerra de la información la de la sociedad de internet, Al Jazeera y la CNN. La IV guerra mundial adquiere el carácter de la sociedad en cuyo seno se desarrolla; global, tecnológica, hiperinformada. La burocracia hace posible la maquinaría militar y policial occidental al tiempo que la frena, aliándose con el terrorista que vuela de un continente a otro organizando atentados sutil y rápidamente. La tecnología posibilita la búsqueda del terrorista allí donde se encuentre; pero también juega a favor de éste, que organiza los crímenes desde la otra punta del globo. Es en esta sociedad donde se libra la guerra contra el terrorismo, y donde se ganará o se perderá.

Por eso, en segundo lugar, ¿cómo no recordar que Clausewitz es perfectamente consciente del poder de las pasiones revolucionarias en la Francia de su cautiverio? Nadie negará el logro clausewitziano de introducir la moral y las fuerzas morales en el debate estratégico; pocos recuerdan que el espíritu del pueblo constituye una de las fuentes de tales fuerzas. Entusiasmo, fervor fanático y fe constituyen el espíritu del que se nutren los combatientes.

Principio tan válido en el año 1806 como en el 2005. La IV guerra mundial, como la segunda y la tercera, parece desencadenada en nombre de una nueva ideología; en 1939 el nacionalsocialismo y el stalinismo incendiaron el continente; tras la aniquilación del primero, el segundo se perpetuó durante cincuenta años. Pero al sacrificio en nombre de la raza y del proletariado sigue hoy el sacrificio en nombre de la gran umma; pidiéndolo todo, Ben Laden no pide nada (A. Glucksman). Esta ideología moviliza a los jóvenes musulmanes, en Lavapiés o en Ammán, con el mismo ímpetu que Clausewitz observó en las calles francesas inflamadas por la revolución; pero si ésta formaba filas de fusileros frente al otro ejército, la ideología yihadista lanza terroristas suicidas contra mujeres y niños.

El paradigma constitucional-pluralista se enfrenta a una ideología que interpreta este mundo exclusivamente en función de lo trascendente; imperativo último que parece dejar atrás el imperativo de la lucha proletaria o la lucha racial. Todo está permitido cuando es Alá quien exige los sacrificios. La locura política de Al-Qaeda no excluye la plena racionalidad estratégica; de los fines a los medios, la barbarie está plenamente justificada desde una concepción política tan absoluta como necesaria.

Desde el otro lado, las democracias liberales oponen una política de la debilidad, del apaciguamiento y de la renuncia a un futuro que parece no importarles demasiado. Desarme moral que amenaza con convertirse en desarme político y estratégico. El lector informado llegará a este punto desanimado y pesimista; ¿cómo no observar con preocupación la despreocupación europea y el desánimo norteamericano? Europa se revuelve indignada contra el papel norteamericano que ella misma ha renunciado a representar; como en los peores tiempos de la guerra fría, los europeos acuden al Tío Sam como niños asustadizos, entre el lloro y el pataleo.

Esta es la política que está en juego en la IV Guerra Mundial, y que se impone a los gobernantes, en el Eliseo, en La Moncloa o en la Casa Blanca. Los gobernantes, los jefes de los ejércitos comandan unas sociedades altamente tecnificadas, burocratizadas y contradictorias; ¿cómo no ser conscientes de que la complejidad de la diplomacia internacional, de las sociedades occidentales se plasma sobre las arenas iraquíes tanto como la complejidad étnica, religiosa o política de Irak? Complejidad en los fines tanto como en los medios y las circunstancias, que se plasma en la dificultad norteamericana para solucionar la pacificación iraquí tanto como en la división entre los antiguos aliados. Por eso, la claridad intelectual y moral parece hoy una exigencia para los gobernantes occidentales.

La inteligencia y el valor son virtudes que corresponden tanto al militar sobre el terreno como al gobernante en su despacho; en la obra de Clausewitz, la responsabilidad del político, en lo alto de la jerarquía estratégico-política, es la más alta. Inteligencia para calibrar, en las más diversas circunstancias, las más imprevisibles consecuencias; valor reflexivo para afrontar las decisiones más difíciles a los problemas más difíciles, para que no degenere en estallidos insensatos de pasión ciega (VK, III, 6).

La IV Guerra Mundial pone de nuevo en juego las pasiones del pueblo, el valor y la inteligencia del ejército, la capacidad de los gobiernos de hacer frente a la amenaza. Desde el otro lado, Al-Qaeda hace los deberes; inflama pasiones, prepara guerrilleros y terroristas, infiltra a los suyos en gobiernos y organizaciones. Ventaja indudable sobre un occidente que se dedica a unas cuestiones semánticas que no dejan de ser necesarias.

Conclusión; la guerra es un camaleón

¿Es la IV Guerra Mundial realmente una guerra? Si seguimos a Clausewitz, la guerra es un camaleón (VK, I, 1, §28), en cada caso adquiere unas características diferentes, y en cada guerra formas distintas. El intento clausewitziano es filosófico más que estratégico: busca la esencia de la guerra, su naturaleza; ésta no es otra que el uso de la violencia, el objetivo de la fuerza, la voluntad última del duelista. Toda guerra es un acto de fuerza para doblegar al adversario. A partir de ahí, la guerra es un camaleón; adquiere formas distintas, según múltiples factores; el tiempo, el espacio, los imprevistos.

Y los actores nacionales. Pero la guerra entre Estados no pertenece a la esencia de la naturaleza de la guerra, que es lo que realmente interesa al prusiano. El lector lo encontrará en su análisis en un momento posterior. Eso no significa que el militar prusiano, director de la Escuela de Guerra de Berlín y combatiente en Jena, no piense la guerra en términos estatales y nacionales; no podía ser de otra forma, de la misma manera que Aristóteles no pudo pensar la política más que encarnada en la polis. Sin embargo, si Clausewitz ha sido válido alguna vez, lo seguirá siendo tanto ahora como en 1831. Incluso es posible que, en la IV Guerra Mundial, sea no sólo válido, sino imprescindible.

Pasiones, libre actividad del Jefe militar, conocimiento político constituyen los tres aspectos bajo las que aún hoy se diferencian las guerras: En la era de la propaganda y los mass-media, las pasiones alcanzan un valor incuestionable; en la era del terrorismo aquí y allí, responsables militares y policiales urgen, más que nunca, valor e inteligencia. Cualidades que, en la mente del gobernante político, se suman a la responsabilidad de tomar decisiones en una era oscura. Clausewitz no pudo pensar el 14M, la telefonía móvil, el secuestro de aviones, la hegemonía de la República Imperial, o la Constitución Europea. Pero proporcionó los elementos presentes en toda guerra, pasada, presente y futura, incluida la IV Guerra Mundial. El odio parece hoy incuestionable; la dificultad del arte de la guerra evidente; la necesidad de un entendimiento político profundo y responsable urgente.

Por encima de todo ello, la guerra, aún hoy sigue siendo lo que siempre ha sido, desde la època de las hordas barbaras a la era de la inteligencia artificial; un choque de voluntades que busca doblegar al adversario. La RMA y la red terrorista no cambia una naturaleza eterna;

La invención de la pólvora y el constante perfeccionamiento de las armas de fuego bastan por si mismas para demostrar que el avance de la civilización no ha logrado alterar ni desviar la tendencia a destruir al enemigo, que es el núcleo de la idea misma de guerra.(VK, I, 1, § 3)

Desde los ingenieros degollados en directo en Bagdad al pánico en las ciudades europeas o norteamericanas, Al-Qaeda muestra la violencia en su estado más puro; los escombros de la zona cero y los hierros retorcidos de Atocha se acercan al acto puro de la violencia, al golpe directo, brutal, destinado a doblegar al adversario. Por eso la segunda pregunta nos muestra directamente su respuesta; ¿acaso no resulta evidente que el yihadismo trata de imponer su voluntad a las sociedades occidentales? Abandonando a su suerte a los iraquíes, Al-Qaeda se felicita de la victoria de marzo de 2004; tal victoria no es sino un paso más en la construcción del Gran Islam, desde Yakarta a Córdoba; la voluntad política, ideológica o teológica de las redes yihadistas resulta evidente para todo aquel que se asome a sus documentos. La IV Guerra Mundial parece así una guerra en estricto sentido clausewitziano; ¿Acaso no es evidente que las soflamas y las carnicerías yihadistas son actos de fuerza destinados a doblegar la voluntad de occidente

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