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viernes, 29 de abril de 2011

La Piratería y la Jurisdicción Universal.

JULIO 2010.

Una de PIRATAS y otra de TERROR.

por Lucio Falcone.



Un banderín que ha vuelto a flamear.

Si hay un error que identifica claramente al progresismo de lo “políticamente correcto” es su contumaz creencia en lo irreversible de su fenomenología. Para todo progresista, por principio, el mañana será siempre mejor que el hoy y mucho mejor que el ayer. Por un mecanismo de evolución nunca explicado, lo que viene será siempre mejor de lo que se fue. Para ellos, los mañanas cantan y cantan alabanzas. Antropológicamente sostienen este disparate proclamando la venida de un “hombre nuevo”. Una suerte de superhéroe, o mejor dicho un anti-héroe, que no conocemos; pero que superará a todo lo existente. El será el portador de la antorcha de los cambios que trae el progreso en la conciencia universal. Progreso que no es otra cosa que la encarnación viva de las ideas políticas que el progresista sostiene hoy, pero que sabe que la mayor parte de sus contemporáneos, afectados por la minusvalía, del sentido común, no se atreven a aceptar.

Pero para frustración de los progresistas existe la cruda realidad que repetidamente contradice sus asunciones. Basta, por ejemplo, que una idea políticamente correcta proclame su independencia terrenal de algún viejo axioma; para que con el tiempo, esa realidad negada regrese renovada; y aún con más fuerza. Por ejemplo, sucesivas generaciones de líderes socialistas negaron la vigencia de la propiedad privada. ¿Para qué? Sino que para verla volver renovada, incluso bajo formas mafiosas en sus propios países. También, se predicó hasta el cansancio el “socialismo árabe” bajo la consigna de que la religión era el opio de los pueblos. ¿Para qué? Sino para asistir al mayor resurgimiento religioso –me refiero al Islam- de los últimos tiempos.

En ese sentido, el conocimiento del pasado se constituye en un saber antiprogresista por definición y que apuntala al sentido común. El rol principal de la historia es explicar lo qué pasó. Pero, a su vez, uno que nos permite entender lo qué está pasando; y en alguna medida, anticipar lo que puede pasar. Por este motivo, cuando uno quiere vacunarse contra las utopías de lo políticamente correcto, hay que apelar a ese anclaje con lo real, que es la historia. En sus tramas, repetidamente, uno encuentra que no hay nada nuevo bajo el sol. Que la naturaleza humana es inalterable. En ese sentido, no hay errores nuevos, sólo reediciones.

De entre muchas que podríamos citar. Hoy por hoy, hay dos historias que llaman nuestra atención. La primera de ellas es una de piratas. Parece ser que las tres ediciones hollywoodenses de la saga de “los Piratas del Caribe” no fueron suficientes. Hoy, nuevamente, la realidad supera a la ficción. Ya que en nuestros días, sin necesidad de invocar al simpático Capitán Jack Sparrow, tenemos piratas de verdad. La otra de las historias que queremos contar no es tan alegre, porque nos remite a una institución sombría y denostada como pocas. Así como los piratas navegan de nuevo, los tribunales de la Santa Inquisición han vuelto a pedir capturas. No ya para juzgar los delitos contra una Fe en la que pocos creen verdaderamente. Sino para llenar sus tribunales con aquellos que violan la nueva fe de lo políticamente correcto. Paradójicamente, ambos temas se encuentran extrañamente unidos y separados por el concepto de la denominada “jurisdicción universal”.[1] Por un lado, en el pasado cualquier marina respetable del mundo lo hubiera invocado para cañonear a todo navío que navegara bajo el pabellón negro de la calavera y las tibias cruzadas. Por el otro, son los jueces de los países “progres”, quienes la invocan para sentar al banquillo de los acusados a personajes tan distintos como el Presidente de Sudán o al ex Vicepresidente de los EEUU.

Una de piratas

Como lo ha sido siempre, la piratería en el mar no es otra cosa que un efecto directo de la anarquía en tierra. Somalia, como tal, es un Estado fallido; y que a su vez tiene la línea de costa africana más larga. Técnicamente, para los expertos en relaciones internacionales la piratería no es una cosa menor y se inscribe en lo que denominan “una forma secundaria o menor de la guerra”. Tal como los movimientos insurgentes terrestres, se incrementa durante la decadencia de los Imperios y los Estados. En este caso particular, con la desaparición de la influencia de la Unión Soviética y sus Estados asociados en África. Estas formas de guerra irregular irrumpieron para llenar el espacio vació que esta ausencia creaba.
Específicamente, los piratas somalíes son jóvenes desempleados que han crecido en un ambiente de anarquía y criminalidad. Como otros irregulares y descastados, están culturalmente preparados para valorar en poco su propia vida y la de otros. Esta capacidad es explotada por astutos señores de la guerra que los reclutan para satisfacer sus intereses. Se ven beneficiados, por un lado, por un vasto y transitado espacio de mar, como lo es el Océano Indico. Por el otro, por bases terrestres seguras en un país que no puede perseguirlos. Todo ello sin contar con la bendición moral de la que más adelante hablaremos.
Un "dhow" armado en aguas del Océano Indico.

Técnicamente operan en veloces esquifes tripulados por células de hasta 10 marineros. Sus abastecimientos se reducen a un bidón de combustible para sus motores fuera de borda, a raciones de agua potable, y nada más. Su alimentación se limita al pescado crudo que puedan pescar. Su resistencia a tal austeridad se encuentra reforzada por los efectos alucinógenos de una droga local conocida como qat.[2] También, llevan una parafernalia de ganchos de abordaje, escaleras, rifles de asalto y granadas anti-tanques. Así equipados se dedican –inicialmente- a atacar embarcaciones menores; tales como los dhows[3] pesqueros que operan en el amplio litoral somalí. Una vez capturada esta embarcación, que tienen fama de ser muy marineras, liberan a la tripulación, la equipan convenientemente. Y acto seguido, continúan subiendo en la cadena alimenticia de la piratería hasta llegar a navíos que les permitan atacar con éxito los grandes buques petroleros o porta-contenedores que son sus presas más preciadas. Con el dinero cobrado por los rescates de estos costosos navíos y sus tripulantes se juntan con el efectivo que les permite comprar un mejor armamento y un equipamiento más sofisticado para seguir en el negocio.
Como podrán deducir nuestros lectores, hasta acá, nada nuevo. Cualquiera sabe que la piratería ha sido endémica en esa zona. Desde el Golfo de Adén hasta el Estrecho de Malaca, a partir de la llegada de los portugueses en el siglo XVI. Ya el viajero marroquí Ibn Batuta hablaba de estos “gitanos del mar” en el relato de sus viajes durante el siglo XIV. Un poco antes lo había hecho el famoso Marco Polo, cuando describió la forma como operaban las embarcaciones corsarias que se apoyaban en la ciudad india de Gujarat. Donde dejaban a resguardo a sus familias para asolar estas mismas aguas más de 600 años atrás. Tal como hoy lo hacen los somalíes en la ciudad de Eyl.

Un pirata somalí armado con una MAG.

Los hechos nuevos son: primero, el peligro de que el terrorismo internacional pueda usar a la piratería como instrumento de acciones más ambiciosas que cobrar un suculento rescate. Como sería, por ejemplo, atentar contra una gran instalación portuaria o bloquear un lugar de paso obligado para la navegación internacional. Segundo, se alza la casi imposibilidad de los Estados constituidos para combatir la piratería moderna bajo los mismos principios con lo que se lo hacia en el pasado. En ese sentido, desde la Antigüedad se consideró siempre como legítimo el uso de la fuerza militar contra estas formas de criminalidad naval. De allí el lema romano que los catalogaba como hostes humani generis (enemigos del género humano). Bajo su inspiración se permitía que cualquier navío estatal atacara y hundiera a cualquier bajel ilegal donde se los encontrara. Igualmente, sus bases terrestres eran atacadas y bombardeadas. Más adelante, imperios navales como el español, primero; y el británico, después, ampliaron este concepto a los barcos que traficaban con esclavos. Hoy no existe la voluntad internacional de proceder en consonancia con este espíritu. Una marina o un capitán que procediera como sus ancestros enfrentaría la ira de la denominada opinión pública internacional. Y sería objeto de persecución por parte de aquellos que sostienen la teoría de la jurisdicción universal. La propia Secretaria de Estado de los EEUU, Hillary Clinton, ha reconocido que se condujeron consultas sobre los pasos a seguir en ocasión del secuestro de uno de sus capitanes mercantes. Aspecto que no lleva a la segunda de nuestras historias.

Una de fanáticos


Sello del Santo Oficio español.


¿Qué es lo que tienen en común las restricciones actuales para detener la piratería con las prácticas de viejos los tribunales de la Inquisición Española?  Veamos. En el pasado para llamar la atención de tan temible cuerpo había que atacar o simplemente desconocer la Fe establecida que era el Catolicismo. Hoy, esa fe se llama lo “políticamente correcto”. Por estos días, a nadie le importa si usted invoca al demonio o niega algún precepto religioso. Por el contrario, todos muy contentos. Ahora, si usted, o mejor aun su gobierno, decide escarmentar a un grupo de criminales, sean estos terrestres (terroristas) o navales (piratas). Usted y su gobierno enfrentan un problema serio. Especialmente si es uno pequeño. El de la denominada jurisdicción universal. Por este mecanismo, cualquier persona considerada responsable de un crimen de lesa humanidad puede ser perseguida judicialmente; no ya por su nación, sino por cualquier juez perteneciente a cualquier país de la tierra.
Hoy como ayer, los nuevos inquisidores pretenden erigirse en custodios de las más sagradas aspiraciones humanas. Lo único que ha variado es el objeto de su celo. Para la Inquisición Española había que perseguir a los herejes que desconocían las bondades fe católica. Para los jueces progresistas modernos a quienes hay que perseguir son a aquellos que violan los derechos humanos. No importa que los beneficiarios de esta acción sean un grupo de victimarios profesionales, como los talibanes o los miembros de una organización terrorista. Aclaremos. No es que la defensa de estos derechos esté mal. Tampoco lo estaba en el medioevo español tratar de mantener la pureza de una creencia.
El problema radica en los límites que se aceptan para esta vigilancia moral. Para los inquisidores españoles estaba bien casi todo, aun el empleo de la tortura para lograrlo. Para un grupo de jueces (particularmente españoles y alemanes) este límite incluye el cuestionar a un gobierno legítimo por utilizar técnicas duras de interrogatorio en el marco de medidas tendientes a preservar la seguridad de sus ciudadanos. No se trata aquí de defender los excesos que con certeza ocurren en todas estas situaciones. Sí, interrogarnos sobre la pertinencia y la honestidad que puede tener un magistrado extranjero en cuestionar tales procedimientos. ¿Cuál es el bien jurídico custodiado? Todo hace pensar que la motivación de estos jueces, al margen de un excesivo protagonismo personal, se encuentra prejuicios ideológicos que los llevan a cuestionar ciertos excesos, pero no otros.

La Inquisición retratada por Francisco Goya.

Por otro lado, nada nuevo, ya que estos jueces ya han aplicado sus principios inquisitoriales contra funcionarios de nuestro proceso militar. Hasta aquí todo bien. Un juez de un país “progre” y supuestamente desarrollado juzga a desprestigiados represores sudamericanos. Con el beneplácito de todos. Pero ¿cuál será su suerte cuando pretendan vérselas con funcionarios de la única hiperpotencia? Aunque parezca raro, la respuesta no es sencilla.

Una de sentido común
Sabemos que el sentido común, junto con la historia, es el mejor enemigo de las utopías progresistas que caracterizan lo políticamente correcto. Pero, también debemos admitir que el sentido común es el menos común de los sentidos. Por ejemplo, el espectáculo reciente de ver al destructor norteamericano, “Bainbridge”, equipado con misiles cruceros con la capacidad de hacer desaparecer a una ciudad, lidiando con un grupo de adolescentes drogados en un bote de goma no es una buena muestra de cómo emplear el poder naval. Ello demuestra, una vez más, lo incómodo que es para las fuerzas armadas convencionales enfrentar una amenaza asimétrica para la que no están diseñadas ni preparadas.
Logo de la Corte Penal Internacional.

Nosotros debemos sacar las lecciones adecuadas. Y preguntarnos sobre la utilidad de las denominadas marinas del tipo “blue water” para un país como la Argentina. Más allá de las cuestiones de prestigio que apoyan la idea de disponer de una flota poderosa, compuestas por portaaviones, submarinos nucleares y otras costosas adquisiciones. ¿Qué utilidad real nos podrían prestar? Así, como ya hemos hablado, en otros artículos, de la necesidad que tienen las fuerzas militares terrestres en capacitarse para lidiar con éxito con elementos irregulares mucho más humildes. Ya que esa parece ser la ola de los conflictos del futuro. También, cabe señalar, que para los elementos navales deben dar adecuada importancia a la ejecución de operaciones ribereñas para prevenir actividades criminales que tengan lugar en tierra; así como al control de actividades comerciales como la pesca. No solo en aguas jurisdiccionales. El conflicto entre España y Canadá respecto de las pesquerías del Atlántico Norte, son un buen ejemplo.
En relación con el tema de la jurisdicción universal. Nos preguntamos qué es lo que lleva al único Imperio vigente a aceptar intelectualmente el argumento de aquellos que dificultan la defensa de sus intereses concretos. La primera reflexión que se nos ocurre es que la estupidez humana no reconoce fronteras. Pero no es suficiente. Pues ha sido el propio Presidente Obama quien ha admitido la posibilidad de que esto ocurra. Al activar una comisión bicameral para estudiar los excesos incurridos por sus fuerzas militares en la defensa contra el terrorismo internacional. No sabemos, aún, si veremos en el futuro el regreso a este sentido común cuando esa nación imperial cambie de administración. Esto ya sucedió antes cuando la era Reagan siguió a los desastres seriales del gobierno del “manicero de Georgia”. El adalid de lo políticamente correcto de su época, el ex presidente James Carter.
Si esto será así no lo sabemos con certeza. Mientras tanto, sí sabemos que el mundo occidental rendirá una nueva pleitesía a Antonio Gramsci. Una vez más, al menos por un tiempo, la necesidad de ser “políticamente correcto” será, incluso, superior al sentido común y al más elemental instinto de supervivencia.


[1] La extrema seriedad de ciertos crímenes, como los denominados de lesa humanidad, exigen que los mismos sean perseguidos aun más allá de las fronteras nacionales. De esta necesidad se deduce una jurisdicción universal que va más allá de la de los Estados. Recientemente, la creación de la Corte Penal Internacional, bajo las provisiones del Tratado de Roma, vino a poner en funcionamiento el tribunal competente para juzgar tales delitos. Pero, además, hay quienes sostienen que este principio le da derecho a cualquier Estado a juzgar todo acto criminal, aun aquellos no cometidos en su territorio, ni por sus súbditos o con algún tipo de relación con dicho Estado.Los sostenedores del realismo y el neo-realismo en las relaciones internacionales se oponen a su implementación; ya que argumentan que elimina a los Estados como los actores principales en las relaciones internacionales. Agregan que dichos tribunales, con esta pretendida jurisdicción universal, se erigirán en la práctica en instrumentos de presión moral al servicio de un poder político determinado.
[2] El qat es una droga estimulante que se extrae de un arbusto de hojas perennes (Catha edulis) parecido al del te. Sus hojas se mascan y se acumulan en la boca. Esta práctica produce excitación, combate la somnolencia y el hambre. Para los somalíes el qat, además, posee virtudes médicas. La OMS la incluye entre la sección de las anfetaminas. Su uso se encuentra socialmente aceptado en extensas zonas de África, especialmente en Yemen y Somalia. En este último sentido cumple un rol similar al de la coca en las poblaciones del altiplano boliviano.
[3] Los dhows son embarcaciones de origen árabe destinados a la navegación costera, construidas en madera, de poco calado y equipados con una única gran vela latina. Su diseño se ha mantenido más o menos inalterable durante los siglos; y se los considera como los legítimos antecesores de las carabelas españolas; ya que su revolucionario diseño les permitía navegar contra el viento. Actualmente, en su mayoría se los equipa con motor de combustión y con equipos de navegación que les permiten una mayor autonomía.

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