Una serie de reflexiones y propuestas para salir del aparente callejón sin salida de Malvinas.
Por Héctor Ghiretti - Docente universitario - Edición Impresa: martes, 14 de febrero de 2012
El dominio británico sobre el archipiélago de Malvinas ha pasado por diversos estadios. Originariamente constituyó un enclave en medio del Atlántico Sur que se articulaba estratégicamente en el despliegue y mantenimiento de su imperio marítimo global, que tomó forma hacia la mitad del s. XIX.
Con los cambios en materia geopolítica operados a principios del s. XX, entre los que cabe mencionar la apertura de una vía más expedita de navegación entre el Atlántico y el Pacífico, y entre el Mediterráneo y el Índico -los canales de Panamá y Suez-, Malvinas perdió importancia, recuperándola sólo parcialmente en momentos de conflictos globales como las guerras mundiales.
Con los cambios en materia geopolítica operados a principios del s. XX, entre los que cabe mencionar la apertura de una vía más expedita de navegación entre el Atlántico y el Pacífico, y entre el Mediterráneo y el Índico -los canales de Panamá y Suez-, Malvinas perdió importancia, recuperándola sólo parcialmente en momentos de conflictos globales como las guerras mundiales.
Después de 1945, con la caída definitiva de su status de potencia mundial y la renuncia al control de los mares en beneficio de EEUU, las islas dejaron de ser un recurso valioso y comenzaron a convertirse en un problema para Gran Bretaña. Un enlace aislado de un imperio perdido deja de tener su razón de ser y se convierte en algo oneroso y superfluo.
Testimonio de esta situación son los poco difundidos y estudiados intentos del Reino Unido por negociar la soberanía con la Argentina. Durante la década de 1970 y principios de la siguiente, Gran Bretaña sufrió una profunda crisis derivada de una estructura económica obsoleta y los profundos problemas sociales que generó.
Poco tiempo antes de la muerte de Perón, los ingleses buscaron resolver el conflicto con una propuesta parecida a la solución con la República Popular China por Hong Kong. La oferta se repitió años después, en tiempos del gobierno militar, sin resultados.
Con la operación militar del 2 de abril de 1982 todo cambió. El problema dejó de estar en el ámbito de la conveniencia o los intereses y se situó en el plano simbólico, demostrando así cuánto se equivocan quienes piensan que los símbolos son realidades perimidas, marchitas o sin valor.
Malvinas volvió a ser un enclave estratégico pero en un sentido diverso: el último gran capítulo de la extensa y gloriosa historia militar británica. El viejo orgullo imperial reverdeció con la victoria de la Task Force.
Su dudoso valor económico o su abundancia en recursos es un asunto secundario en este tema. Al ser regada con sangre de sus marinos y soldados, el suelo de Malvinas se ha convertido, también para los ingleses, en algo sagrado. La soberanía de las islas no es negociable para ellos, porque con la sangre derramada (en principio) no se negocia.
Ahora bien: demos por supuesto que el gobierno de Cristina Fernández posee un verdadero interés en diseñar y poner en práctica una política de recuperación de las islas como asunto prioritario, y que no está imitando al gobierno de David Cameron en manipular el conflicto para distraer la atención pública de los verdaderos y graves problemas que afectan a su país.
¿Qué línea debería seguir esa política? Ante todo, es preciso entender claramente que para recuperar las islas la Argentina deberá pagar un precio. No se conseguirá nada decisivo con declaraciones ni con resoluciones de organismos internacionales. Los ingleses no parecen dispuestos a declinar su actitud ante la evidencia de argumentos jurídicos e históricos.
Ese precio puede ser pagado en sangre (como se intentó en 1982), en dinero (como también se intentó en 1982 (las guerras son una empresa carísima que sólo se pueden permitir las grandes potencias), en influencias o en poder.
Una vía podría ser la tradicional argentina: procurar buenos negocios a los ingleses, convertirse en unos socios benévolos que les permitan llevarse la parte del león y esperar a que se replanteen, en virtud de esos beneficios, los costos que les genera mantener el dominio en Malvinas. Se llama "colonialismo". Esa línea de acción nunca nos ha traído buenos resultados.
Mucho más razonable y eficaz puede ser que la Argentina consiga un compromiso regional para generar en América del Sur un ambiente poco favorable o tendencialmente difícil para los intereses comerciales, industriales o financieros ingleses. Esto, naturalmente, debería empezar por casa, revisando el régimen ventajoso que se ha otorgado en nuestro país a compañías británicas en áreas como la minería. En todo caso, será necesario encontrar una moneda de cambio para obtener la adhesión de los países de la región en una política conjunta que puede causar perjuicios a sus propios intereses.
Una línea de acción paralela es la actualización y modernización de las Fuerzas Armadas según una hipótesis de conflicto con Gran Bretaña. Es imprescindible dotar al país de una fuerza aeronaval y terrestre con capacidad de intervención en las islas. El objetivo de esta línea política no es su empleo directo en un conflicto armado sino su potencialidad de disuasión. Hasta la Primera Guerra Mundial dominó la hipótesis de que "movilización implica guerra".
Demostró ser un preconcepto falso: en el último siglo de historia se ha aprendido a dar usos preventivos al poder armado. Obligando a Gran Bretaña a destinar y mantener en las islas una gran dotación militar y recursos materiales para su defensa, con los enormes costos que ello posee, puede forzársela a reconsiderar su decisión de mantener el dominio sobre Malvinas. Milenio y medio después, el romano Vegecio sigue teniendo razón: "Igitur quae desiderat pacem praeparet bellum". Quien desee la paz, prepárese para la guerra.
Finalmente, asumiendo que puede resultar un objetivo contrario o contradictorio a los anteriores (la política en general -y la política exterior en particular- es siempre una cuestión de equilibrios), debe buscarse el máximo acercamiento a la población de las islas, estableciendo políticas de integración comercial, de comunicación, transporte, educación y cultura. La Argentina también debe pagar un precio en este sentido. Será indudablemente beneficioso reducir todo lo posible la hostilidad de los kelpers en un virtual proceso de negociación por las islas.
En todo caso, el nuevo episodio sobre Malvinas debería alertarnos sobre dos asuntos pendientes.
En primer lugar, es preciso dotar a la política exterior argentina de claras y bien fundadas líneas de acción, que trasciendan la alternancia democrática, los vaivenes ideológicos y los cambios en el escenario interno.
En segundo lugar, el hecho probable de que el gobierno británico haya recurrido al expediente Malvinas para ocultar o distraer a sus súbditos de los serios problemas de política interna, muestra el verdadero rango de nuestro país en el concierto de las naciones. Nadie crea un incidente con una potencia consolidada o emergente sin esperar consecuencias ulteriores. Es evidente que no somos China ni tampoco Brasil.
Los dos corolarios están estrechamente vinculados: para recuperar las islas, la Argentina debe plantearse objetivos mucho más ambiciosos en el plano internacional. Las Malvinas tienen un precio. La grandeza también.
Las opiniones vertidas en este espacio, no necesariamente coinciden con la línea editorial de Diario Los Andes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario