por Carlos Pissolito
Sin lugar a dudas la Declaración de Independencia, el 9 de julio de 1816, en San Miguel del Tucumán, es un acto de mucha mayor trascendencia política que lo acaecido el 25 de mayo de 1810, en Buenos Aires. Extrañas razones historiográficas y de otra índole, mantienen ambas fechas en un plano de igualdad.
Si en el primero de estos actos se montó una suerte de farsa para dejar de obedecer a la Metrópoli, sin decirlo abiertamente. En el segundo de ellos, no faltó la voluntad para proclamarlo a los cuatro vientos.
Las circunstancias que rodearon al primero estuvieron caracterizadas por una tensa incertidumbre, pero la situación –por todo lo demás- era de tranquilidad en la ciudad-puerto. Por el contrario, las que existían en el segundo eran dramáticas. España preparaba una expedición militar para sofocar el levantamiento; la Corona de Portugal no era indiferente a lo que pasaba y, para colmo de males, se asomaba –entre nosotros- el fantasma de la anarquía.
Nuestro pueblo, ya comenzaba a circunscribirse a las Provincias Unidas del Rio de la Plata. Del viejo Virreinato se había retirado el Alto Perú que no envió diputados por estar en manos realistas; la Liga Federal (Banda Oriental, Corrientes, Entre Ríos, Misiones y Santa Fe) tampoco lo hizo como protesta contra los excesos del Directorio y el Paraguay que desde 1811 se movía como un Estado independiente. En la Patagonia y en el Gran Chaco solo señoreaba el indio.
Pese a las adversidades y los peligros que se cernían. El Coronel Mayor don José de San Martín, Gobernador Intendente de Cuyo, impuso su plan estratégico. Juan Martin de Pueyrredón sería el nuevo Director Supremo. Desde ese puesto lo apoyaría en su campaña libertadora. Única estrategia posible al problema que planteaba la Independencia. Una que no iría por la ruta fracasada del Alto Perú. Primero, organizaría un ejército pequeño pero potente en Cuyo; luego cruzaría los Andes para libertar a Chile; para una vez allí conformar una armada; para dirigirse por mar al centro del poder español en América: Lima. En pocas palabras: un plan con un objetivo trascendente y claro, conducida con unidad de comando y llevada a cabo mediante una maniobra indirecta contra el centro de gravedad enemigo.
Por fin, el 9 de julio, después de meses de deliberaciones, se proclamó:
"Nos los representantes de las Provincias Unidas en Sud América, reunidos en congreso general, invocando al Eterno que preside el universo, en nombre y por la autoridad de los pueblos que representamos, protestando al Cielo, a las naciones y hombres todos del globo la justicia que regla nuestros votos: declaramos solemnemente a la faz de la tierra, que es voluntad unánime e indubitable de estas Provincias romper los violentos vínculos que los ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojados, e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando séptimo, sus sucesores y metrópoli.”
Al estratega que era San Martín, pocos días después, le pareció adecuado hacerle agregar:
"y toda otra dominación extranjera..."
Pues, sabía que el Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve miraba a estas tierras con cariño. Todo lo que vino después, también es historia. Pero esas son otras historias.
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