Carlos Pissolito
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Desde siempre controlar a los guardianes ha planteado problemas. Al respecto, ha habido soluciones buenas y de las otras.
Entre las primeras destaca la denominada teoría del control objetivo. Una que se basa en una lógica civil que respeta la gramática militar. Es la que ha usado eficientemente, por ejemplo, los EEUU.
Entre las segundas, se encuentra -en contraposición de la anterior- la denominada del control subjetivo. Una que no busca controlar a los militares sino domarlos bajo la consigna de que se trata de meros funcionarios de uniforme.
Como que el hambre sigue a las ganas de comer, muchos militares que han sido -dicho sea de paso- entrenados para obedecer han visto sus posibilidades de ascenso potenciadas por la adhesión putativa de estas teorías que niegan la existencia de un ethos militar.
La Argentina y sus militares han tenido desde siempre una compleja y rica relación. Parecería que nada serio podía hacerse en este país sin el concurso de ellos. Desde San Martín hasta Perón. Ambos protagonistas de diversos golpes y asonadas militares.
Cabe recordar que ellos, los buenos militares y los malos fueron siempre bien acompañados por la necesidad de políticos oportunistas y por el clamor popular, al menos durante los primeros tiempos de sus intervenciones.
En pocas palabras: los militares sacaban las papas del fuego en situaciones críticas; ya que los civiles decían no estar en capacidad de hacerlo por sí mismos. Aunque después -pasado el peligro- vinieran las recriminaciones.
El denominado Proceso Militar pulverizó esta relación benéfica pero traumática con excesos que superaron todo lo conocido. Incluyendo una guerra internacional perdida.
A partir de este hito, los políticos argentinos hicieron de la destrucción del Partido Militar una necesidad y una consigna.
El primero en hacerlo fue el Presidente Raúl Alfonsín y su denuncia del Pacto Militar-Sindical.
Luego vinieron los juicios por los excesos en la represión. No estuvo solo, lo siguieron los recortes dulcificados de Carlos Menen.
Y cuando la deuda aparecía saldada, apareció la asociación delictiva del matrimonio Kirchner con el progresismo de los DDHH y su duro esmerilamiento a las instituciones militares.
El problema fue que en el proceso, al no distinguir los hombres de las instituciones, los políticos se llevaron puestas a las FFAA y a sus necesarias capacidades.
Convertidas hoy en una burocracia irrelevante y cara. Se enfrentan al dilema de cambiar o morir. Para ello ya no alcanzan los funcionarios de uniforme acostumbrados a la obediencia ciega, pues harán falta militares con honor que no estén dispuestos a tranzar.
Para colmo de males, este cambio deberán hacerlo bajo una conducción política que no cree que los conflictos sean una parte inherente de lo político y que hay que estar preparados para enfrentarlos.
Aunque por lo bajo se admita su necesidad de usarlas, aún, para la custodia presidencial o para controlar a la "maldita policía."
Por suerte, existe la realidad. La cruda realidad que nos nuestra la inseguridad cotidiana, la falta de capacidades para hacer un simple recambio antártico o para hacerle pagar caro su ocupación a una potencia usurpadora.
Una realidad que se impone cada día y que nos grita que si ante un desafío armado como planeta el narcotráfico optamos por la vergüenza de no aceptarlo y no damos la pelea. Tendremos ambas. La vergüenza y la pelea. Así de sencillo.
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