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ALAIN DE BENOIST
Los estudios schmittianos son como la marea alta: ahora se extienden por todas partes. Apenas sesenta libros habían sido consagrados a Carl Schmitt en el momento de su muerte, en 1985. Ahora se cuentan por cientos. Paralelamente, las traducciones se multiplican por todo el mundo. Las obras completas de Schmitt se publican incluso en algunos países asiáticos. Y en el curso de los últimos años, varios coloquios internacionales han tenido por objeto su vida y su obra, sucesivamente en Los Ángeles, en Belo Horizonte (Brasil), en Beira Interior (Portugal), en Varsovia, en Buenos Aires, en Florencia y en Cracovia. No es exagerado hablar, por tanto, de una recuperación de la actualidad de Carl Schmitt. Pero, ¿a quién le interesa?
En primer lugar, al hecho de que, precisamente, el pensamiento schmittiano ofrece un campo de análisis e interpretación en el que no dejamos de redescubrir su validez en relación con ciertos acontecimientos o con ciertas tendencias del mundo actual. En este sentido, tres temas llaman la atención particularmente de los observadores: el desarrollo del terrorismo, la introducción de legislaciones de excepción para hacer frente a este fenómeno, y en fin, la evolución de la guerra, que viene acompañada por una transformación radical del derecho internacional.
En su Teoría del Partisano (1963), Schmitt se había centrado sobre la figura del combatiente irregular, que opone a la legalidad de los poderes públicos formas nuevas de lucha consideradas como legítimas en determinadas circunstancias. La guerra de partisanos –que llamamos a veces la “pequeña guerra”– no ha cesado de desarrollarse desde que la resistencia popular, en Alemania y en España principalmente, se dirigió en el siglo XIX contra las tropas napoleónicas. La época de la descolonización verá multiplicarse las guerrillas. Pero hoy, las guerras asimétricas se han generalizado. Los principales actores de los conflictos que se desarrollan en la actualidad en el mundo no son solamente los Estados, sin entidades infra o paraestatales cuyos miembros no llevan uniforme. Si los partisanos eran, en otros tiempos, denunciados como “terroristas” por los Estados, hoy son los terroristas los que prolongan la tradición de las guerras de partisanos.
La diferencia entre los antiguos y los nuevos partisanos se debe a la mundialización (globalización). El terrorismo, igualmente, se ha desterritorializado. Carl Schmitt atribuía a los partisanos un carácter “telúrico” que ahora ya no se aplica necesariamente a los terroristas. Éstos, con bastante frecuencia, no operan en el interior de las fronteras de un solo Estado. El “terrorismo planetario”, por el contrario, pasa de un país a otro; la Tierra entera es su campo de acción, Pero el terrorista presenta todos los otros caracteres de los que Schmitt hacía el patrimonio del partisano: la irregularidad, un intenso compromiso político, un agudo sentido de la legitimidad opuesta al derecho de una legalidad considerada como injusticia o desorden institucional. “Para el partisano de hoy, decía Schmitt, las dos parejas antinómicas regular-irregular y legal-ilegal se confunden y se superponen con frecuencia”.
“En el ciclo infernal del terrorismo y del contraterrorismo”, observaba igualmente Schmitt, “la lucha contra el terrorista no es sino la imagen invertida del combate partisano”. Enfrentados a la irregularidad, los Estados deben adoptar métodos de lucha irregulares. Deben contravenir sus propias leyes adoptando medidas de excepción, tales como las puestas en práctica por los Estados Unidos después de los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Ahora sabemos el papel fundamental que juega el estado de excepción (o la situación de urgencia) en el pensamiento schmittiano. El estado de excepción es, para Carl Schmitt, el equivalente político de lo que es el milagro en teología: un acontecimiento brutal que deroga las “leyes naturales”. Schmitt reprocha aquí a los constitucionalistas liberales y a los partidarios del positivismo jurídico imaginarse que la vida política de un país es solamente asunto de normas y de reglas definidas por la Constitución, sin ver que algunas normas definidas por adelantado no pueden aplicarse al estado de excepción, que es, por naturaleza, imprevisible. La excepción no puede ser prevista, no más que los medios a poner en marcha para hacerle frente. Solo puede hacerlo una autoridad soberana. Y es soberano quien decide el estado de excepción. Inversamente, saber quién decide en el estado de urgencia permite, al mismo tiempo, saber dónde se encuentra la soberanía.
Pero, contrariamente a lo que creían poder afirmar ciertos autores, no es Carl Schmitt el “padre” de las medidas de excepción que, en los países occidentales, tienden a restringir las libertades públicas y a instaurar una sociedad de vigilancia generalizada bajo el pretexto de luchar contra el terrorismo. Por definición, en efecto, la excepción debe ser excepcional –algo que hoy lo es cada vez menos.
La evolución de la guerra y el derecho internacional es otro tema de reflexión. Con las “guerras humanitarias”, vemos hoy a las guerras transformarse en operaciones de policía violando la soberanía de los Estados. Como Carl Schmitt había presentido, todas las distinciones tradicionales entre el frente y la retaguardia, los combatientes y los civiles, las tropas regulares e irregulares, la policía y el ejército, los asuntos internos y los asuntos extranjeros, desaparecen progresivamente. A fin de cuentas, en esta época donde la “paz caliente” sucede a la “guerra fría”, es la frontera entre la guerra y la paz la que termina por desaparecer: cuando las armas callan, la guerra se continúa mediante la propaganda o la “reeducación”. Se pierde así de vista que el objetivo de la guerra es la paz.
Los trabajos de Carl Schmitt, especialmente Die Wendung zum diskriminierenden Kriegsbegriff (1938), permiten comprender que las “guerras humanitarias”, que son guerras discriminatorias, corresponden en gran medida a un retorno de la “guerra justa”, tal y como la entendían los teólogos medievales.
Determinando las relaciones entre los Estados, al antiguo derecho de gentes (ius publicum europaeum) que, cuando el Tratado de Westfalia, puso fin a las guerras de religión, concibió la guerra como una guerra en la que cada beligerante estaba legitimado para hacer valer su derecho: justus hostis (enemigo justo, es decir, legítimo), y no justa causa. Es lo que permitía contener la guerra dentro de ciertos límites, de ahí la importancia de jus in bello. La guerra discriminatoria, resucitando la “guerra justa” de la Edad Media, es una guerra en la que el jus ad bellum se superpone, por el contrario, sobre el jus in bello. El enemigo ya no es un adversario que, en otras circunstancias, podría también convertirse en un aliado. Es ahora un enemigo absoluto. Diabolizado, criminalizado, considerado como una figura del Mal, es un enemigo de la humanidad, que debe ser, no solamente combatido, sino aniquilado y erradicado. Todos los medios –sanciones económicas, bombardeos de poblaciones civiles, etc.– pueden entonces ser utilizados contra él, puesto que ya no es cuestión de negociar con él, sólo de admitir su capitulación sin condiciones. Schmitt muestra que las guerras ideológicas y “humanitarias” de los tiempos modernos, que descalifican al enemigo desde el ángulo moral, en lugar de considerarlo como un adversario al que se combate admitiendo, no obstante, que puede tener sus razones, hemos adoptado, por el contrario, los relatos de las guerras de religión. Estas tenías el mismo carácter implacable y total.
Deseoso de elaborar una nueva teoría del derecho internacional concebido como un “orden concreto”, Schmitt no ignora, sin embargo, que el antiguo ius publicum europaeun no puede ser restaurado: el orden internacional eurocéntrico fundado sobre bases puramente estatales ha desaparecido. Esta es la razón por la cual él se había pronunciado por una “espacialización” de las diferencias y controversias políticas, en el espíritu del viejo principio “cuius regio, eius religio”. De ahí su teoría del Grossraum enunciada a partir de 1938 –que criticaron ferozmente los ideólogos de las SS, especialmente Werner Best y Reinhard Höhn. Europa, afirmaba, debe organizarse como un gran espacio donde el imperio alemán constituye el centro geopolítico natural, y dotarse del equivalente a la Doctrina Monroe por la cual, desde 1823, los Estados Unidos prohibían toda presencia militar extranjera en el espacio americano. Schmitt toma aquí postura por un pluriversum, un “pluriverso” –un mundo multipolar–, contra un universum, un mundo unificado bajo la autoridad de una sola superpotencia. Una alternativa eminentemente actual.
Estos puntos de vista culminarán en el gran libro publicado en 1950, Der Nomos der Erde im Völkerrecht de Jus Publicum Europæum, donde Schmitt se pregunta sobre el nuevo orden mundial futuro después de la de la disolución del sistema de Yalta que puso fin en 1945 al sistema westfaliano y al orden eurocéntrico de los Estados inaugurado por el descubrimiento del Nuevo Mundo.
Pero ciertos autores consideran que hay todavía otras observaciones bastante más actuales en la obra de Carl Schmitt. Para muchos “schmittianos de izquierda” –como Danilo Zolo, Chantal Mouffe, Gopal Balakrishnan y otros–, el mayor mérito de Schmitt es el de haber mostrado que la misma noción de “democracia liberal” es un oxímoron. Hostil a la democracia liberal parlamentaria, que él reducía, como Donoso Cortés, a la “perpetua discusión”, Carl Schmitt opone liberalismo y democracia de una forma que nos recuerda a Rousseau, por el hecho especialmente de su crítica de la representación. “Cuanto más representativa es una democracia, escribía sustancialmente, menos democrática es” (Die Lage geistesgeschichtliche de heutigen Parlamentarismus, 1923).
Intrínsecamente oligárquica, la representación aliena, en efecto, la soberanía del pueblo. Schmitt defiende, por el contrario, una democracia de tipo plebiscitario, es decir, una democracia participativa y directa. En una sociedad democrática, escribía, las decisiones de los gobernantes deben expresar la voluntad de los gobernados. Es esta identificación la marca de la democracia. El voto (o la aclamación) no es sino un medio para verificarla. Por otra parte, el principio democrático no es la libertad, sino la igualdad: los ciudadanos pueden tener capacidades diferentes, pero en cuanto ciudadanos son políticamente iguales.
Otros estiman incluso, no sin razón, que la oposición que hace Carl Schmitt entre la Tierra y el Mar puede también permitir comprender la profunda naturaleza de la época posmoderna, que Zygmunt Bauman ha definido como “modernidad líquida”. En 1942, en su librito titulado Land und Meer, Schmitt desarrolla, en efecto, una dialéctica de lo telúrico y de lo marítimo, cuyas extensiones son considerables. La política implica la frontera, por lo que se sitúa del lado de la Tierra. El Mar no conoce fronteras, sino únicamente flujos y reflujos. Está del lado del comercio y la economía. Lógica telúrica y lógica marítima se reencuentran en la geopolítica, con los seculares enfrentamientos entre las potencias oceánicas (ayer Gran Bretaña, hoy Estados Unidos) y las potencias continentales (Europa).
En fin, es importante señalar que la distinción amigo-enemigo, auténtico “leitmotiv” del pensamiento schmittiano no reenvía únicamente a una posible amenaza. Es también la que constituye concretamente la existencia política de un pueblo. Un pueblo implica una identidad sustancial compartida de tal forma que los miembros de la comunidad política se sienten prestos, si es necesario, a batirse y a morir porque su existencia sea preservada. Ciudadanía y comunidad política deben entonces coincidir. El origen de las constituciones no reside en el contrato social, sino en la voluntad de un pueblo que existe en tanto que comunidad política para situarse como poder constituyente para determinar la forma concreta de su existencia colectiva.
A pesar de las críticas de las que continúa, por supuesto, siendo objeto, es por todas estas razones, aquí examinadas rápidamente, que Carl Schmitt continúa siendo considerado, por derecho propio, por los grandes autores de todas las tendencias, como el “último gran clásico” (Bernard Willms), al mismo nivel que un Maquiavelo, un Hobbes, un Locke o un Rousseau.
Traducción de Jesús Sebastián Lorente
ALAIN DE BENOIST
Los estudios schmittianos son como la marea alta: ahora se extienden por todas partes. Apenas sesenta libros habían sido consagrados a Carl Schmitt en el momento de su muerte, en 1985. Ahora se cuentan por cientos. Paralelamente, las traducciones se multiplican por todo el mundo. Las obras completas de Schmitt se publican incluso en algunos países asiáticos. Y en el curso de los últimos años, varios coloquios internacionales han tenido por objeto su vida y su obra, sucesivamente en Los Ángeles, en Belo Horizonte (Brasil), en Beira Interior (Portugal), en Varsovia, en Buenos Aires, en Florencia y en Cracovia. No es exagerado hablar, por tanto, de una recuperación de la actualidad de Carl Schmitt. Pero, ¿a quién le interesa?
En primer lugar, al hecho de que, precisamente, el pensamiento schmittiano ofrece un campo de análisis e interpretación en el que no dejamos de redescubrir su validez en relación con ciertos acontecimientos o con ciertas tendencias del mundo actual. En este sentido, tres temas llaman la atención particularmente de los observadores: el desarrollo del terrorismo, la introducción de legislaciones de excepción para hacer frente a este fenómeno, y en fin, la evolución de la guerra, que viene acompañada por una transformación radical del derecho internacional.
En su Teoría del Partisano (1963), Schmitt se había centrado sobre la figura del combatiente irregular, que opone a la legalidad de los poderes públicos formas nuevas de lucha consideradas como legítimas en determinadas circunstancias. La guerra de partisanos –que llamamos a veces la “pequeña guerra”– no ha cesado de desarrollarse desde que la resistencia popular, en Alemania y en España principalmente, se dirigió en el siglo XIX contra las tropas napoleónicas. La época de la descolonización verá multiplicarse las guerrillas. Pero hoy, las guerras asimétricas se han generalizado. Los principales actores de los conflictos que se desarrollan en la actualidad en el mundo no son solamente los Estados, sin entidades infra o paraestatales cuyos miembros no llevan uniforme. Si los partisanos eran, en otros tiempos, denunciados como “terroristas” por los Estados, hoy son los terroristas los que prolongan la tradición de las guerras de partisanos.
La diferencia entre los antiguos y los nuevos partisanos se debe a la mundialización (globalización). El terrorismo, igualmente, se ha desterritorializado. Carl Schmitt atribuía a los partisanos un carácter “telúrico” que ahora ya no se aplica necesariamente a los terroristas. Éstos, con bastante frecuencia, no operan en el interior de las fronteras de un solo Estado. El “terrorismo planetario”, por el contrario, pasa de un país a otro; la Tierra entera es su campo de acción, Pero el terrorista presenta todos los otros caracteres de los que Schmitt hacía el patrimonio del partisano: la irregularidad, un intenso compromiso político, un agudo sentido de la legitimidad opuesta al derecho de una legalidad considerada como injusticia o desorden institucional. “Para el partisano de hoy, decía Schmitt, las dos parejas antinómicas regular-irregular y legal-ilegal se confunden y se superponen con frecuencia”.
“En el ciclo infernal del terrorismo y del contraterrorismo”, observaba igualmente Schmitt, “la lucha contra el terrorista no es sino la imagen invertida del combate partisano”. Enfrentados a la irregularidad, los Estados deben adoptar métodos de lucha irregulares. Deben contravenir sus propias leyes adoptando medidas de excepción, tales como las puestas en práctica por los Estados Unidos después de los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Ahora sabemos el papel fundamental que juega el estado de excepción (o la situación de urgencia) en el pensamiento schmittiano. El estado de excepción es, para Carl Schmitt, el equivalente político de lo que es el milagro en teología: un acontecimiento brutal que deroga las “leyes naturales”. Schmitt reprocha aquí a los constitucionalistas liberales y a los partidarios del positivismo jurídico imaginarse que la vida política de un país es solamente asunto de normas y de reglas definidas por la Constitución, sin ver que algunas normas definidas por adelantado no pueden aplicarse al estado de excepción, que es, por naturaleza, imprevisible. La excepción no puede ser prevista, no más que los medios a poner en marcha para hacerle frente. Solo puede hacerlo una autoridad soberana. Y es soberano quien decide el estado de excepción. Inversamente, saber quién decide en el estado de urgencia permite, al mismo tiempo, saber dónde se encuentra la soberanía.
Pero, contrariamente a lo que creían poder afirmar ciertos autores, no es Carl Schmitt el “padre” de las medidas de excepción que, en los países occidentales, tienden a restringir las libertades públicas y a instaurar una sociedad de vigilancia generalizada bajo el pretexto de luchar contra el terrorismo. Por definición, en efecto, la excepción debe ser excepcional –algo que hoy lo es cada vez menos.
La evolución de la guerra y el derecho internacional es otro tema de reflexión. Con las “guerras humanitarias”, vemos hoy a las guerras transformarse en operaciones de policía violando la soberanía de los Estados. Como Carl Schmitt había presentido, todas las distinciones tradicionales entre el frente y la retaguardia, los combatientes y los civiles, las tropas regulares e irregulares, la policía y el ejército, los asuntos internos y los asuntos extranjeros, desaparecen progresivamente. A fin de cuentas, en esta época donde la “paz caliente” sucede a la “guerra fría”, es la frontera entre la guerra y la paz la que termina por desaparecer: cuando las armas callan, la guerra se continúa mediante la propaganda o la “reeducación”. Se pierde así de vista que el objetivo de la guerra es la paz.
Los trabajos de Carl Schmitt, especialmente Die Wendung zum diskriminierenden Kriegsbegriff (1938), permiten comprender que las “guerras humanitarias”, que son guerras discriminatorias, corresponden en gran medida a un retorno de la “guerra justa”, tal y como la entendían los teólogos medievales.
Determinando las relaciones entre los Estados, al antiguo derecho de gentes (ius publicum europaeum) que, cuando el Tratado de Westfalia, puso fin a las guerras de religión, concibió la guerra como una guerra en la que cada beligerante estaba legitimado para hacer valer su derecho: justus hostis (enemigo justo, es decir, legítimo), y no justa causa. Es lo que permitía contener la guerra dentro de ciertos límites, de ahí la importancia de jus in bello. La guerra discriminatoria, resucitando la “guerra justa” de la Edad Media, es una guerra en la que el jus ad bellum se superpone, por el contrario, sobre el jus in bello. El enemigo ya no es un adversario que, en otras circunstancias, podría también convertirse en un aliado. Es ahora un enemigo absoluto. Diabolizado, criminalizado, considerado como una figura del Mal, es un enemigo de la humanidad, que debe ser, no solamente combatido, sino aniquilado y erradicado. Todos los medios –sanciones económicas, bombardeos de poblaciones civiles, etc.– pueden entonces ser utilizados contra él, puesto que ya no es cuestión de negociar con él, sólo de admitir su capitulación sin condiciones. Schmitt muestra que las guerras ideológicas y “humanitarias” de los tiempos modernos, que descalifican al enemigo desde el ángulo moral, en lugar de considerarlo como un adversario al que se combate admitiendo, no obstante, que puede tener sus razones, hemos adoptado, por el contrario, los relatos de las guerras de religión. Estas tenías el mismo carácter implacable y total.
Deseoso de elaborar una nueva teoría del derecho internacional concebido como un “orden concreto”, Schmitt no ignora, sin embargo, que el antiguo ius publicum europaeun no puede ser restaurado: el orden internacional eurocéntrico fundado sobre bases puramente estatales ha desaparecido. Esta es la razón por la cual él se había pronunciado por una “espacialización” de las diferencias y controversias políticas, en el espíritu del viejo principio “cuius regio, eius religio”. De ahí su teoría del Grossraum enunciada a partir de 1938 –que criticaron ferozmente los ideólogos de las SS, especialmente Werner Best y Reinhard Höhn. Europa, afirmaba, debe organizarse como un gran espacio donde el imperio alemán constituye el centro geopolítico natural, y dotarse del equivalente a la Doctrina Monroe por la cual, desde 1823, los Estados Unidos prohibían toda presencia militar extranjera en el espacio americano. Schmitt toma aquí postura por un pluriversum, un “pluriverso” –un mundo multipolar–, contra un universum, un mundo unificado bajo la autoridad de una sola superpotencia. Una alternativa eminentemente actual.
Estos puntos de vista culminarán en el gran libro publicado en 1950, Der Nomos der Erde im Völkerrecht de Jus Publicum Europæum, donde Schmitt se pregunta sobre el nuevo orden mundial futuro después de la de la disolución del sistema de Yalta que puso fin en 1945 al sistema westfaliano y al orden eurocéntrico de los Estados inaugurado por el descubrimiento del Nuevo Mundo.
Pero ciertos autores consideran que hay todavía otras observaciones bastante más actuales en la obra de Carl Schmitt. Para muchos “schmittianos de izquierda” –como Danilo Zolo, Chantal Mouffe, Gopal Balakrishnan y otros–, el mayor mérito de Schmitt es el de haber mostrado que la misma noción de “democracia liberal” es un oxímoron. Hostil a la democracia liberal parlamentaria, que él reducía, como Donoso Cortés, a la “perpetua discusión”, Carl Schmitt opone liberalismo y democracia de una forma que nos recuerda a Rousseau, por el hecho especialmente de su crítica de la representación. “Cuanto más representativa es una democracia, escribía sustancialmente, menos democrática es” (Die Lage geistesgeschichtliche de heutigen Parlamentarismus, 1923).
Intrínsecamente oligárquica, la representación aliena, en efecto, la soberanía del pueblo. Schmitt defiende, por el contrario, una democracia de tipo plebiscitario, es decir, una democracia participativa y directa. En una sociedad democrática, escribía, las decisiones de los gobernantes deben expresar la voluntad de los gobernados. Es esta identificación la marca de la democracia. El voto (o la aclamación) no es sino un medio para verificarla. Por otra parte, el principio democrático no es la libertad, sino la igualdad: los ciudadanos pueden tener capacidades diferentes, pero en cuanto ciudadanos son políticamente iguales.
Otros estiman incluso, no sin razón, que la oposición que hace Carl Schmitt entre la Tierra y el Mar puede también permitir comprender la profunda naturaleza de la época posmoderna, que Zygmunt Bauman ha definido como “modernidad líquida”. En 1942, en su librito titulado Land und Meer, Schmitt desarrolla, en efecto, una dialéctica de lo telúrico y de lo marítimo, cuyas extensiones son considerables. La política implica la frontera, por lo que se sitúa del lado de la Tierra. El Mar no conoce fronteras, sino únicamente flujos y reflujos. Está del lado del comercio y la economía. Lógica telúrica y lógica marítima se reencuentran en la geopolítica, con los seculares enfrentamientos entre las potencias oceánicas (ayer Gran Bretaña, hoy Estados Unidos) y las potencias continentales (Europa).
En fin, es importante señalar que la distinción amigo-enemigo, auténtico “leitmotiv” del pensamiento schmittiano no reenvía únicamente a una posible amenaza. Es también la que constituye concretamente la existencia política de un pueblo. Un pueblo implica una identidad sustancial compartida de tal forma que los miembros de la comunidad política se sienten prestos, si es necesario, a batirse y a morir porque su existencia sea preservada. Ciudadanía y comunidad política deben entonces coincidir. El origen de las constituciones no reside en el contrato social, sino en la voluntad de un pueblo que existe en tanto que comunidad política para situarse como poder constituyente para determinar la forma concreta de su existencia colectiva.
A pesar de las críticas de las que continúa, por supuesto, siendo objeto, es por todas estas razones, aquí examinadas rápidamente, que Carl Schmitt continúa siendo considerado, por derecho propio, por los grandes autores de todas las tendencias, como el “último gran clásico” (Bernard Willms), al mismo nivel que un Maquiavelo, un Hobbes, un Locke o un Rousseau.
Traducción de Jesús Sebastián Lorente
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