por Carlos PISSOLITO
“No hay nada malo en esperar lo mejor, siempre y cuando estés preparado para lo peor” sostiene un viejo dicho anglosajón que parece estar haciéndose realidad, pues luego de esperar lo mejor de la globalización, no queda otra que prepararse para lo peor.
Al igual que lo fue la Gran Depresión o los ataques del 11S, la pandemia del coronavirus, no es solo un evento geopolítico que tendrá consecuencias muy durables y de todo tipo. Es algo más profundo. Es un acontecimiento histórico que marca el fin de una era y el principio de otra.
En la época anterior, que duró desde el final de la 2da GM hasta hace muy poco, el mundo se llenó de acuerdos de libre comercio mediante la configuración de sistemas de producción globales. Lo que permitió la creación y ampliación de clases medias, especialmente, en los países emergentes. A la par que se expandía la democracia y que aumentaba, exponencialmente, el valor de la tecnología, de los medios de transporte y de comunicaciones globales. Los optimistas estaban contentos.
En la nueva era el mundo se fragmenta en grandes bloques a cargo de las grandes potencias con sus propios ejércitos y con sus respectivas Ligas Hanseáticas; no solo separadas, enfrentadas en pie de guerra. Paralelamente, comienzan a consolidarse regímenes autoritarios en los cuales el Estado pasa a tener un rol más relevante. Se ajustan sistemas de vigilancia social a gran escala. Los pesimistas parecen tener la razón.
Si bien ambos procesos venían mezclados y se registraban en casi todos lados, lo hacían a un distinto ritmo. Pero, el coronavirus apareció en el momento justo para marcar un antes y un después. Profundizando y consolidando las tendencias negativas ya existentes.
Como nos cuenta la Historia, las crisis colosales como ésta, aceleran su desarrollo. Los procesos que antes tardaban décadas en tomar forma, hoy, tienen lugar en unos pocos meses.
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