por Carlos Pissolito
Para nosotros, sudamericanos y argentinos nos resulta difícil comprender las causas de un conflicto tan complejo como el que, en estos momentos, se desarrolla entre dos pueblos eslavos. Los de Rusia y los de Ucrania.
En segundo lugar y aún, haciendo esta importante distinción, las dudas sobre la complejidad no terminan de despejarse; ya que en el interior de la propia Rusia parecen haberse desarrollado dos proyectos antagónicos a lo largo de su rica historia.
Pues, por un lado, nos encontramos con un lejano y siempre presente deseo de Rusia de presentarse a sí misma como un país europeo. Desde los tiempos del reinado de Pedro el Grande, quien proclamó al imperio en 1721, tras derrotar a Suecia en la gran guerra del Norte (1700-1721), asegurando su acceso al Mar Báltico. Su capital fue San Petersburgo, una ciudad construida para ser lo más europea posible.
Pero, por otro lado, no han desaparecido nunca sus deseos de ser una autarquía religiosa dual de estilo asiático. La misma tiene su origen en el primero de los zares, Iván el Terrible (1530/84). Esta corriente ha permanecido tan fuerte que hasta el ateo de Joseph Stalin se consideraba a sí mismo un zar a cargo de lo que él mismo llamaba, ”la Santa Madre Rusia cuando la URSS fue invadida por el III Reich de Adolf Hitler. Y en sus propias palabras: "el pueblo necesita un zar, al que pueda adorar y para el que pueda vivir y trabajar".
Cabe interrogarnos de cuál de los dos modelos es devoto Vladimir Putin. El de un líder europeo occidental o el de un nuevo zar. Tal vez, como un viejo disco de vinilo, él tenga dos caras. Pronto, lo sabremos.
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