La vigencia del liderazgo de San Martín: lecciones para políticos.
Claudia Peiró
Es nuestro héroe por excelencia, pero conocemos muy poco su pensamiento. La reveladora carta en la que el hombre que jamás se mezcló en querellas sectarias se niega a aprovechar la crisis para convertirse en un "demagogo"
Desde la política quizás se crea que, en la trayectoria del autor de hazañas militares que parecen irrepetibles, no hay demasiado para aprender. Esto es en buena medida responsabilidad de sus primeros biógrafos, que eran hombres todavía involucrados en las batallas internas que jalonaron el proceso de construcción de la Nación o imbuidos de sus argumentos.
La aparente ajenidad de San Martín a los conflictos políticos y a la organización del incipiente Estado independiente –él libraba las batallas mientras otros fundaban las instituciones- es por lo tanto una construcción de historiadores interesados que, al no poder eludirlo, lo encasillaron en la genialidad militar y lo despojaron de toda otra faceta de su personalidad.
Sin embargo, en momentos en que nuestra dirigencia se revela incapaz tan siquiera de atender una emergencia de modo inmediato y eficiente; o cuando quienes nos gobiernan renuncian a la lucha –al trabajo cotidiano por los demás- pero no a los "honores" -las prebendas usufructuadas desde posiciones de poder-; y cuando cotidianamente los argentinos sentimos que el Estado no cumple las funciones básicas que hacen a su razón de ser, protegiendo la vida y los bienes de quienes vivimos en este territorio; ¿no estamos en una ocasión ideal para mirarnos en el espejo de un hombre como San Martín? No desde un punto de vista moralizante, sino práctico, concreto, desde la política como herramienta al servicio del bien común.
Pensemos que no hay acontecimiento político relevante de nuestro proceso de Independencia en el cual San Martín no haya tenido una participación primordial: a poco de llegar a Buenos Aires, intervino en la revolución de 1812 contra un gobierno –el primer Triunvirato- que se mostraba moroso en la misión de consolidar la independencia; más tarde, previo paso por el Norte, pidió la gobernación de Cuyo, una posición decisiva para direccionar los esfuerzos hacia el cruce de los Andes y la campaña a Chile; pero antes, se había asegurado el nombramiento de un Director Supremo afín –Juan Martín de Pueyrredón- para contar con un aliado en Buenos Aires; luego, fue el alma máter del Congreso de Tucumán, a distancia, operando a través de los delegados cuyanos a los que instruía por carta...
En momentos en que otros, ante un contexto continental y mundial adverso, pensaban en defeccionar, él instó al pequeño grupo de patriotas reunidos en Tucumán a quemar las naves, declarando la Independencia.
La sola organización de la Campaña a Chile mostró a San Martín como un jefe cabal, completo, un hombre concentrado en poner todas las fuerzas a su disposición –cuando nada abundaba- al servicio de un objetivo, cumplido con orden, eficiencia y entusiasmo. Un verdadero ejemplo de maximización de recursos limitados.
Cuando se manifestaron los disensos y estallaron las luchas civiles, no se mostró aferrado a ninguna ideología que empañase la finalidad principal: mantener unidas a las provincias para consolidar el territorio de lo que debía ser una Nación. En una actitud que contrasta con el clima de enemistad pública que vivimos en la actualidad, aunque no apreciaba la organización federal –tenía horror de la anarquía-, San Martín propuso trasladar la Capital al interior, instó a los caudillos a unírsele, cultivó la amistad de varios de ellos y se negó a combatirlos.
No estaba apegado dogmáticamente a una forma de gobierno determinada; aunque la monarquía constitucional era en su opinión el sistema que más hubiera funcionado como dique de contención a las fuerzas centrífugas en pugna, no se opuso al republicanismo e incluso lo propició. Su preocupación era poner fin a la guerra civil y asegurar la soberanía de las naciones sudamericanas, todavía incipientes. Si una testa coronada servía para ese fin...
En tiempos en que los cargos políticos parecen un fin en sí mismo, contrasta la actitud de San Martín quien,pudiendo haber asumido la máxima jefatura en casi todos los lugares donde actuó –un dato poco conocido es que varias veces lo postularon como Director Supremo- sólo en dos ocasiones aceptó el cargo. En Cuyo, donde actuó como Gobernador con una consagración absoluta, porque el genio también es trabajo, y en virtud de un objetivo claro. Y en el Perú, porque la situación política no señalaba otro candidato, y únicamente lo fue de modo provisional.
Años más tarde, escribió que si hubiese querido coronarse él mismo –algo de los que sus adversarios se cansaron de acusarlo- no eran sus detractores los que hubieran podido impedírselo...
En esta misma edición especial (en ocasión del nuevo aniversario de su muerte, el 17 de agosto de 1850 en Francia), reproducimos un retrato del Libertador escrito por Juan Bautista Alberdi, tras conocerlo en Francia en 1843. Se trata de un texto poco conocido pese a su gran valor. Allí, nuestro constitucionalista destaca un rasgo de la personalidad del general, tan acentuado que hasta lo califica de "manía": la modestia. "Al ver el modo de como se considera él mismo, se diría que este hombre no había hecho nada de notable en el mundo, porque parece que él es el primero en creerlo así - escribe Alberdi-. He aquí la manía (del) general San Martín; y digo la manía, porque lleva esta calidad más allá de lo conveniente a un hombre de su mérito".
Y agrega Alberdi: "Mientras tenemos hombres que no están contentos sino cuando se les ofusca con el incienso del aplauso por lo bueno que no han hecho, (...) no hay ejemplo (...) de que el general San Martín haya facilitado datos ni notas para servir a redacciones que hubieran podido serle muy honrosas".
Al Libertador de las Provincias Unidas, Chile y Perú, no le interesaba la figuración. La fama que tuvo –que fue planetaria y para nada póstuma- venía de sus logros; él nunca la alimentó con alardes innecesarios. Los hechos hablaron por él.
Hay otro momento crítico en la vida del Libertador, sobre el cual escribió un poco más que lo que su habitual parquedad –desesperante para los historiadores- le dictaba. Y lo hizo sólo para explicarse ante sus amigos en cartas privadas.
En noviembre de 1828, San Martín emprendió el único viaje de regreso a la patria que intentaría luego de su retiro. Pero al llegar a Río de Janeiro, en enero de 1929, se enteró del levantamiento de Lavalle contra Dorrego. Permaneció unos días en la rada de Buenos Aires, sin desembarcar, y partió hacia Montevideo para no verse mezclado en la nueva anarquía que se abría en el Río de la Plata. De todos modos, no pudo evitar que lo alcanzasen los coletazos de la crisis: cuando Lavalle se vio en aprietos por la situación, le envió dos emisarios para ofrecerle el gobierno. San Martín se negó y regresó a Europa. Ya no volvería. Pero a Tomás Guido le había prometido explicarle los porqués. Así lo hizo, en una carta fechada en abril de 1929, y llena de sentido político, como lo muestra el párrafo que sigue:
"La historia y más que todo la experiencia de nuestra revolución, me han demostrado que jamás se puede mandar con más seguridad a los pueblos que los dos primeros años después de una gran crisis, tal es la situación en que quedará el de Buenos Aires, que él no exigirá del que lo mande después de esta lucha, más que tranquilidad. Si sentimientos menos nobles que los que poseo a favor de nuestro suelo fuesen el norte que me dirigiesen,aprovecharía de esta coyuntura para engañar a ese heroico pueblo, como lo han hecho unos cuantos demagogos que con sus locas teorías lo han precipitado en los males que lo afligen y dádole el pernicioso ejemplo de calumniar y perseguir a los hombres de bien".
Líneas que impactan, por los paralelos con nuestra historia reciente, casi con nuestro presente, y confirman que el hombre se empecina en reiterar sus errores. Como lo señala San Martín, y contrariamente a lo que puede pensarse, es más fácil gobernar tras una gran crisis. Pero el agotamiento en que quedan las diferentes fuerzas de la sociedad tras poner todo en juego en la crisis, puede ser aprovechado tanto para el bien como para el mal, tanto para la grandeza como para la mezquindad, tanto para generar gobernabilidad como para prolongar el caos, tanto para sembrar concordia como para atrincherarse en el sectarismo, tanto para la alta política como para la demagogia.
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