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sábado, 2 de abril de 2016

Bastará con un pelotón de soldados...




Explicaba el maestro Nicolás Gómez-Dávila que si el reaccionario no despierta en el conservador se trataba sólo de un progresista paralizado.




KMM - Viernes, 1. Abril 2016 - 20:3

Cada vez que se habla de un mundo decadente surge como imprescindible la repetida frase de Spengler, aquello de que al final un pelotón de soldados se encarga de salvar la civilización. Lo más relevante de la sentencia del pensador alemán no es la condición militar de los salvadores, sino el reducido número de personas que puede cambiar lo que en ocasiones parece un destino histórico ineludible.

El conservadurismo, desde que la señora Guillotina apareció radiante en la fiesta de la Historia, está aquejado de un fatalismo patológico. Quizá es una conciencia de culpa por asistir impasibles a la decapitación de Maria Antonieta, como si el crimen ominoso de no haber sabido morir por la reina se extendiera a través de los siglos, contagiando a las siguientes generaciones un insufrible complejo de inferioridad, una desesperada certeza de que los saladinos y sans cullotes de todos los tiempos están destinados a vencer.


Los conservadores británicos lo tienen tan asumido que consideran que sólo resta “gestionar la derrota y escenificar retiradas dignas”. El suicidio teatral de Mishima en la otra esquina del mundo, o el más cercano en la geografía y el tiempo de Dominique Venner -que se pegó un tiro en el altar de Notre Dame-, parecen plagios permanentes de un mismo libreto, el desánimo de los vencidos, el síndrome de Hipona y de Constantinopla que aqueja a quienes descubren la fuerza destructora de las invasiones bárbaras, de las revoluciones tecnológicas, de las tablas demográficas y de las memeces progresistas.

Pero la civilización europea, occidental, romana, judeo-cristiana, o como queramos llamar a ese vector histórico que todavía constituye la hegemonía cultural, científica, política y social del mundo, esconde una capacidad de resistencia mayor de la que solemos otorgarle.

A final del siglo pasado parecían inatacables los dogmas del 68 que habían colonizado occidente, desde la Sorbona hasta Harvard, un virus suicida y contracultural que se expandía con sorprendente y transversal eficacia, lo mismo en el teatro alternativo que en los pasillos vaticanos, hasta coronarse en ese sin fin de instituciones supranacionales dominadas ahora por quienes buscaban arena de playa bajo los adoquines de París.

De aquellas barricadas de niños mimados surgió el cóctel de Mao y coca-cola que se bebe hasta las heces lo mismo en Pekín que en Bruselas o en la sede de la Onu de Nueva York. Sin embargo, para escándalo de necios y poderosos, el sesentayochismo cada vez recibe más condenas históricas. En Francia crecen los llamados “nuevos reaccionarios”, una corriente intelectual que denuncia la dictadura de esas poderosas minorías que se presentan como oprimidas -de la ideología de género al filoislamismo-. El ministro de defensa ruso -que es budista- se santigua a la ortodoxa antes de los desfiles de un ejército que hace no mucho era la pesadilla del mundo llamado libre; en Polonia, Hungría, Francia, los países nórdicos, se otorgan mayorías electorales a los que defienden la soberanía nacional frente a las imposiciones mundialistas, y surge hetereogéneo -como no podía ser de otra manera- un movimiento identitario en todo el continente.

Explicaba el maestro Nicolás Gómez-Dávila que si el reaccionario no despierta en el conservador se trataba sólo de un progresista paralizado. Ahora, cuando queda tan poco que conservar que merece la pena apostarlo todo, Europa empieza a discernir entre unos y otros, y ya casi se cuelga el no hay billetes para viajar con el pelotón de Spengler.

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