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miércoles, 8 de junio de 2016

Don Quijote tiene que cabalgar de nuevo. Es urgente.

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JOSÉ JAVIER ESPARZA


Sobre el linaje y nacimiento de Miguel de Cervantes hay una ancha controversia, así que limitémonos a consignar lo más probable. Nuestro hombre habría nacido en el día del arcángel San Miguel (29 de septiembre) de 1547 y fue bautizado en Alcalá de Henares diez días después. Sus padres eran Rodrigo de Cervantes, cirujano, y Leonor de Cortinas. Se ha especulado mucho sobre su ascendencia judeoconversa. Eisenberg la da por segura. Canavaggio la niega. Miguel tenía tres hermanos mayores: Andrés, Andrea y Luisa, y otros tres menores: Rodrigo, Magdalena y Juan.



La familia se trasladó a Valladolid en 1551. El panorama no era fácil: el padre cayó en deudas y estuvo preso varios meses… Una herencia familiar les salvó de mayores males, pero los Cervantes vivían sin holguras. Se supone que Miguel cursó sus primeros estudios con los jesuitas. A los diecinueve años está en Madrid, en el Estudio de la Villa. Su profesor es el gramático y sacerdote Juan López de Hoyos, que debía de quererle muy bien, porque incluyó dos poemas de su joven alumno en uno de sus libros. Miguel, por su parte, descubre el teatro, que le fascina. Pero esa vida durará poco, porque enseguida nuestro hombre cambia de piel: se hará soldado.

El héroe de Lepanto
¿Por qué Cervantes se hizo soldado? En aquella época eran muchos los que entraban en filas buscando gloria, pero otros lo hacían por necesidad o por escapar de la Justicia. Hay quien dice que Cervantes, con veintidós años, hirió en duelo a un maestro de obras, como atestigua cierta providencia firmada por Felipe II contra un tal “Miguel de Cervantes”. Si ese es nuestro Cervantes, ésta habría sido la razón por la que pasó a Italia justo en esas fechas, aunque sobre ese duelo no hay ningún dato más. Lo que sí sabemos es que hacia 1570, en efecto, Cervantes aparece en Italia como parte del séquito del cardenal Julio Acquaviva. Se da por hecho que en Roma devoró los poemas de Ariosto y los diálogos amorosos de León Hebreo, un sefardita cuya idea neoplatónica del amor iba a influirle poderosamente. Pero ese periodo en el séquito del cardenal iba a durar muy poco, porque en 1571 don Miguel sienta plaza de soldado. Lo hace en el Tercio de Mar, la primera infantería de Marina de todos los tiempos. Cervantes sirve en la compañía del capitán Diego de Urbina, del tercio de Miguel de Moncada. Y la ocasión no puede ser más trascendental: una gran coalición cristiana, liderada por España y comandada por Juan de Austria, se dispone a frustrar los intentos turcos de invadir Italia. Será la batalla de Lepanto.

Era el 7 de octubre de 1571. La flota aliada desarboló a los musulmanes. Los barcos españoles e italianos habían salvado a la cristiandad. Y en una de las galeras españolas, la Marquesa, había combatido con mérito un hombre que resultó herido: nuestro protagonista. Así lo dirá pocos años más tarde un documento oficial: “Cuando se avistó la armada del Turco en esta batalla naval, el tal Miguel de Cervantes estaba malo y con calentura. Su capitán y otros amigos suyos le aconsejaron que quedara abajo, en la cámara de la galera. Y el dicho Miguel de Cervantes respondió que qué dirían de él, y que no hacía lo que debía, y que más quería morir peleando por Dios y por su rey, que no meterse so cubierta con su salud. Y peleó como valiente soldado con los dichos turcos en la dicha batalla (…). Y acabada la batalla, cuando el señor don Juan de Austria supo y entendió cuán bien lo había hecho y peleado Miguel de Cervantes, le aumentó cuatro ducados más de su paga. De dicha batalla naval salió herido de dos arcabuzazos en el pecho y en una mano, de lo cual quedó estropeado de la dicha mano…”.

Cervantes salió como un héroe de “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”, que así definirá en El Quijote la batalla de Lepanto. El apodo de “el manco de Lepanto” deriva de aquella ocasión. No es que le amputaran la mano, sino que perdió el movimiento del miembro por el destrozo en el tejido nervioso. Por otra parte, aquello no puso fin a su carrera militar. Después de pasar seis meses en un hospital de Mesina, volveremos a encontrarle en la expedición naval de Navarino y en las batallas de Corfú, Bizerta y Túnez, entre 1572 y 1573. Sirve bajo la bandera del capitán Manuel Ponce de León, en el regimiento de Lope de Figueroa. Más tarde recorrerá, siempre como soldado, Sicilia, Cerdeña, Génova, la Lombardía y Nápoles. Y fue al volver de Nápoles cuando le ocurrió lo peor que podía ocurrirle: cayó preso de los moros. Una flotilla de piratas berberiscos asaltó su galera a la altura de Rosas, en Gerona. Con Miguel fue capturado su hermano Rodrigo, también soldado.

De un cautiverio a otro
Los cautivos fueron llevados a Argel, plaza en poder de los turcos. Durante cinco años nuestro protagonista sufrió un penoso encierro con frecuentes periodos de castigo. Héroe en la guerra, Cervantes supo serlo también en el cautiverio. Cuatro veces intentó huir, y las cuatro fue delatado por algún traidor. Si le mantuvieron vivo fue porque, en el momento de su captura, se le habían encontrado unas cartas de recomendación de don Juan de Austria, lo cual hizo pensar a los piratas que se trataba de alguien por quien sería posible obtener un sustancioso rescate. Se puso precio a su cabeza: 500 escudos de oro, una fortuna. Y eso sin contar con el rescate que se pedía por su hermano Rodrigo. ¿Quién podía reunir semejante cantidad? La madre de los Cervantes hizo cuanto pudo por allegar el dinero. Sólo hubo suficiente para Rodrigo. Miguel permaneció preso. Ante sus reiterados intentos de fuga, los turcos decidieron trasladarlo a Constantinopla, lo que era tanto como la muerte. In extremis unos padres trinitarios lograron reunir la cantidad prescrita: 500 ducados de oro. Era septiembre de 1580.
El Cervantes que volvía a España era un héroe, pero tenía un problema mayor: debía devolver a sus padrinos el dinero de su rescate. El gobierno le encomendó, entre otras cosas, una misión secreta en Argelia, pero cuando nuestro protagonista solicitó un puesto oficial en las Indias, se lo denegaron. Al mismo tiempo trataba de organizar su vida sentimental, y aquí los sinsabores fueron aún más notables: se lío con la esposa de un tabernero y tuvo con ella una hija, Isabel, a la que reconoció; se casó después con una mujer casi veinte años más joven que él, Catalina de Salazar, y el matrimonio resultó ser un error mayúsculo. Era 1584. El matrimonio durará sólo dos años.

A estas alturas la paz estaba resultando un tanto decepcionante para el héroe, pero es entonces cuando Cervantes comienza a tomarse en serio la literatura. En 1585 se publica en Alcalá de Henares La Galatea, una novela pastoril. En ese momento obtiene un nuevo trabajo: comisario de provisiones de la que se conocerá como Grande y Felicísima Armada (o sea, la Invencible). Por su trabajo recorre con frecuencia los caminos de Toledo, La Mancha y Andalucía. Hacia 1590 comienza a escribir una serie de novelas al estilo italiano, es decir, novelas cortas. Sigue desempeñando la tarea de recaudador de impuestos para las empresas bélicas del imperio. En una de estas campañas de recaudación, quiebra el banco que atesoraba el dinero y se acusa a nuestro hombre de haber defraudado fondos. Cervantes termina en la cárcel de Sevilla. No será un encierro largo, pero allí ocurre algo trascendental: aparece en su mente la figura de Don Quijote.

La huella de un genio
Vapuleado por la vida, siempre cerca de la corte, pero siempre en lugar subalterno, Cervantes se instala en Valladolid en 1604. A partir de este momento, sin embargo, lo que importa ya no es el viejo héroe de retorno desdichado, sino el escritor. En 1605 aparece El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, primera parte de una obra que cambiará literalmente la cultura universal. En 1613 publica en el volumen Novelas ejemplares todas las novelas cortas que había escrito con anterioridad: La gitanilla, Rinconete y Cortadillo, El licenciado Vidriera, etc. Dos años después aparece la segunda parte del Quijote. En ese mismo año de 1615 aparecen sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados, entre los que se cuentan sus recuerdos del cautiverio: Los baños de Argel.
¿Vivía Cervantes de sus libros? Evidentemente, no. Pero tenía un mecenas: Pedro Fernández de Castro y Andrade, VII Conde de Lemos, un señor importantísimo que fue presidente del Consejo de Indias, virrey de Nápoles y presidente del Consejo Supremo de Italia, y que protegió sucesivamente a Lope de Vega, Góngora y a nuestro hombre. Al conde de Lemos dedicará Cervantes su última novela: Los trabajos de Persiles y Segismunda, que aparecerá póstumamente. Lo último que escribió Cervantes fue precisamente esa dedicatoria: “Puesto ya el pie en el estribo,/ con las ansias de la muerte,/ gran señor, ésta te escribo…”. Era el 19 de abril de 1616. Cervantes pasaba de los 68 años. Moría el 22 de abril. Sólo un viejo soldado más que se extinguía. Pero aquel soldado había dejado tras de sí una herencia incomparable: Don Quijote.

Don Quijote de La Mancha era, en principio, una burla del loco mundo caballeresco, pues los libros de caballerías, con sus delirios y fantasías, eran el género de moda en la literatura popular. Pero la obra de Cervantes es tan compleja y completa, su estilo es tan novedoso, y es tan sugestivo el contraste de la peripecia quijotesca con la vida del propio Cervantes y con la de España en general, que el libro alimentará reflexiones sin cuento a lo largo de los siglos. Para Unamuno, Don Quijote no es un loco, sino un mártir, “el Cristo español”. El japonés Mishima se veía a sí mismo como “un Don Quijote menor contemporáneo”, entusiasmado por la pelea con los molinos de viento. El alemán Jünger profesaba la mayor admiración no sólo por Cervantes, “un hombre que usó con profunda necesidad tanto la espada como la pluma”, sino también por el propio Alonso Quijano, cuyas aventuras siguió muy lejos de cualquier degradación humorística. El inglés Chesterton se pregunta: “¿Ha reflexionado alguna vez en lo estupendo que habría sido que Don Quijote echara por tierra los molinos?”. Y se contesta: “Necesitamos a alguien que se crea capaz de derribar gigantes. Y que consiga derribar molinos de viento”.

El mismo Chesterton nos dejó un párrafo que bien puede servir para subrayar la actualidad del Quijote: “Nuestra sociedad ha llegado a desarrollar una burocracia tan inhumana que casi parece espontánea, natural. Se ha convertido en una segunda naturaleza: tan indiferente, remota y cruel como ella. Otra vez regresa el caballero errante a los bosques sólo que, ahora, no es entre los árboles donde se extravía, sino entre las ruedas del maquinismo. (…) Hemos encadenado a los seres humanos a una maquinaria gigantesca y no podemos predecir en qué parte dejará notar sus fallos. La pesadilla de Don Quijote ha encontrado justificación. Porque los molinos de hoy son verdaderos gigantes”.
Don Quijote tiene que cabalgar de nuevo. Es urgente.

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