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martes, 27 de julio de 2021

El poder de las "víctimas"

 










por Carlos Pissolito


 Edvard Munch, "El grito",

“El gobierno del Pueblo y para Pueblo” quizás sea una de sus más citadas definiciones de democracia. Nos preguntamos si esto sigue siendo así. No es una pregunta retórica, ya que hasta donde podemos observar, vemos que la está convirtiendo en un sistema que busca defender a las minorías antes que a satisfacer las necesidades de la mayoría que le da su sustento, tanto etimológico como real. 

Estas minorías van desde los discapacitados hasta las distintas preferencias sexuales, incluyendo -además-, a los que delinquen, los que son percibidos como una víctima del sistema.  Nos preguntamos cómo esto ha sido posible. 

Más allá de que siempre existirán víctimas reales y que deben ser protegidas por la ley, el problema radica en quién y en cómo se asigna esa categoría. 

Para entenderlo hay que comprendamos cómo se construye la categoría de víctima. Conviene tener presente que, antes que nada, la víctima es alguien con una identidad propia. “¿Quién soy? Soy una víctima, algo que no puede negarse y que nadie podrá quitarme nunca”, nos dice Daniele Giglioli en su libro “Crítica de la víctima”. 

No se trata solo de victimizarse, sino de conformar una minoría. Una que después será utilizada para desarrollar espacios de “autonomía”, una palanca de poder para presionar al Estado desde el campo de la superioridad moral.

El cuadro se completa con el pretexto de una irrestricta y suprema defensa de los DDHH, los que ya no son percibidos como derechos inherentes a todo ser humano por el simple hecho de ser tal; sino como exclusivos de las víctimas agrupadas en una suerte de “minoricracia”. Éstas, así conformadas, tienen la capacidad de poner en jaque a todo el sistema político. 

Lo dicho en el párrafo anterior no puede tomarse en forma baladí. Todo lo contrario. Hoy, los Estados modernos se encuentran bajo un doble ataque. Desde abajo por las distintas minoricracias que los presionan por la consolidación de sus derechos. Y desde arriba, por parte de las organizaciones multilaterales (la ONU, el FMI, el Banco Mundial, etc.) que impulsan, desde la gobernanza global, la obligatoriedad absoluta de su respeto, bajo pena de otorgamiento de créditos y, en extremis, de la injerencia externa bajo el eufemismo de una “intervención humanitaria”.  

En la práctica, y más allá de las bondades poéticas con que son presentadas estas posturas, la combinación de ambas asimetrías se ha conjugado en una situación que no ha hecho otra cosa que dificultar la aplicación de la ley, especialmente frente a delitos violentos, a la par de haber producido una desmoralización en las fuerzas destinadas a aplicarla y en una sensación de desprotección de la ciudadanía, en general.

Sin embargo, la asignación de la categoría de “víctima”, al margen de las que están seguramente justificadas, es utilizada por estos grupos progresistas como una consigna política que sirve como un santo y seña, ya sea para condenar a los enemigos como para salvaguardar a los compañeros de ruta.

Por lo tanto, se hace imperioso volver a los cánones del sentido común. Aunque este sea, como ahora, el menos común de los sentidos. 


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