Se conmemora, el próximo 20 de junio,
un aniversario más de nuestra Bandera Nacional, creada por el
General don Manuel Belgrano un 27 de febrero de 1812. Un hecho cargado de simbolismo patrio; pero que en
épocas recientes ha tratado ser reducido a un mero expediente administrativo. Una
simple efemérides. En forma paralela, se ha tendido a reemplazar a este símbolo primigenio por otros
diferentes.
Sin embargo, la necesidad de tener una
bandera puede ser cotejada con hechos similares protagonizados por otras
culturas a lo largo de la historia universal. Lo que nos permite comparar y valor,
a ese acto, en su justa medida.
Para ello, traemos a colación, un fragmento
de la obra: "La Transformación de la Guerra" de Martin van Creveld.
Uno que nos muestra que en el amor por las banderas y por los uniformes no
estamos solos.
Todo lo que es verdad
acerca de las armas en la guerra lo es acerca de los uniformes. Los guerreros
tribales siempre vieron a la guerra como la mejor ocasión para recubrirse con
cuanto objeto fino poseyeran, incluyendo plumas, máscaras y tatuajes. Si hay
alguna cosa de la que la épica guerrera nunca se cansó, seguramente, fue la de
alabar la apariencia esplendida de sus héroes. Aunque Augusto fue mucho más
grande como político que como general, la estatua que colocó en el foro que
lleva su nombre lo muestran vistiendo armadura, un ejemplo que fue más tarde
seguido por Marco Aurelio, a quien si lo juzgamos por su muy importante obra “Meditaciones”,[1] fue por
su temperamento uno de los conductores más pacíficos que alguna vez vivió.
Tal como lo muestran los
ejemplares que han sobrevivido, la armadura medieval a menudo fue valorada
tanto por razones decorativas como prácticas. Aun en 1799 los Mamelucos
llevaban al campo de batalla sus posesiones más preciadas con el resultado de
que los franceses luego de su victoria sobre ellos se encontraron pescando sus
cuerpos en el Nilo.[2]
Una visita a cualquier museo militar nos muestra las fortunas que se han
gastado en cascos de oro; en armaduras grabadas; decoradas y hechas a medida; o
en diferentes versiones de cubiertas corporales laqueadas; de tal modo que aun
hoy, el equipamiento de un guardia montado de la Reina Isabel de Inglaterra
cuesta tanto como un auto pequeño.
A medida que la armadura
perdía sus funciones y era reemplazada por los uniformes, una invención de
fines del siglo XVII; no transcurrió mucho tiempo en que el volviera a reinar
el gusto por la decoración. Líderes del siglo XVIII como Luís XIV, Pedro el
Grande y Carlos XII, así como otros de menor nivel, a menudo adoptaron como
hobby el diseño de uniformes. No es para sorprenderse, que muchos de los
atuendos producidos fueran, militarmente hablando, tan inútiles como hermosos.
Tampoco debe pensarse que los cuellos almidonados, los botones brillantes, los
sombreros de copa, los pantalones ajustados, los moños multicolores y las
pelucas empolvadas se pretendían que sólo serían usados en los desfiles y nada
más. Por el contrario, durante una gran parte de la historia, incluido el
periodo napoleónico, las batallas en sí mismas representaban al más grande de
todos los desfiles. En ese entones, así como ahora, los ejércitos que marchan,
realizan operaciones de exploración y reconocimiento o cavan posiciones durante
las operaciones de sitio, a menudo se ven como un conjunto de espantapájaros.
Sin embargo, la víspera de cualquier gran combate encontrará a las tropas
trabajando duramente para pulir sus armas y arreglar sus uniformes. La
inclinación de los arqueólogos modernos a atribuir una función “ceremonial” a
cualquier objeto costoso y muy decorado que encuentren se apoya, tanto en un
malentendido del pasado como en una interpretación errónea.
Como decía Platón, la
batalla es el momento apropiado para que el hombre luzca elegante. Durante los
últimos 150 años, el creciente aumento en la letalidad y en el alcance de las
armas ha tornado problemáticas a las demostraciones marciales; los ejércitos,
uno por uno y generalmente contra su voluntad, se vieron forzados a mudar sus
esplendidos uniformes y reemplazarlos por los utilitarios “uniformes de
combate” para poder mezclarse con el entorno. Aun, tan tarde como en la Primera
Guerra Mundial el uniforme era la prenda normal para los jefes de estado que no
fueran presidentes de una república, quienes a menudo lucían su triste figura
en medio de sus resplandecientes colegas. Aun hoy la predilección por los
uniformes es común entre ciertos grupos sociales quienes se visten con
chaquetillas mimetizadas, borceguíes de salto y boina. A los líderes de muchos
países en desarrollo, así como los jefes guerrilleros desde Jonas Sawimbi a
Yasser Arafat, les encanta mostrase ataviados militarmente. Mientras que para
la mayor parte del mundo desarrollado no es más la vestimenta normal ésta se ha
mantenido como el traje ceremonial por excelencia. Desde Beijing hasta la Casa
Blanca, cuando sea que un líder quiere impresionar, se rodea de guardias de
honor cuyos uniformes son a menudo tan inútiles como teatrales".[3]
Además, todo militar posee una amplia gama
de objetos que han sido creados específicamente para servir a una función simbólica
y que son considerados más valiosos que la sangre. Los estandartes, las
banderas y otras representaciones similares de la tradición militar son tan
antiguos como la guerra misma y bajo circunstancias normales, indispensables
para el espíritu militar. A menudo, a través de la historia recibieron un
significado religioso; entre ellos estuvieron la bíblica Arca de la Alianza y
el oriflamme [4] medieval
francés. Napoleón personalmente le presentaba a cada regimiento su águila. En
la Alemania nazi se suponía que las banderas estaban “consagradas” por Hitler y
por la sangre de los camaradas caídos. Sin importar la mitología que los rodea,
se supone que estos símbolos derivan su significado de los más altos valores de
la sociedad en cuestión. Aun más importante para nuestro propósito, es el hecho
de que su significado tendió a incrementarse en la medida en que habían sido
llevados al combate, por los cuales se combatió y se derramó sangre.
Desde los días de los veteranos de César a
aquellos de la Grande Armée, son incontables
los casos en que las tropas dieron sus vidas por sus estandartes, no porque les
resultaran útiles o fueran intrínsecamente valiosos, sino porque son una representación
del honor. Cuando tanto las recompensas pierden sentido y los castigos dejan de
disuadir, sólo el honor retiene la capacidad de hacer a los hombres marchar contra
balas de cañón dirigidas hacia ellos. Esto es también la única cosa que acompaña
a un hombre hasta la tumba, aun si –como a menudo es el caso- no es su propia
tumba.
Una profunda paradoja rodea estos y otros
objetos del ritual y del simbolismo militar. Ellos son, sin excepción, “reales”
e “irreales” a la vez. Una bandera es todo menos que un paño de color, tampoco un
águila es un pedazo de bronce puesto en el asta de un mástil de madera para
asemejarse a cierto pájaro adusto. Una cabra marchando al frente de un
regimiento no es nada más que un cuadrúpedo peludo; sin embargo, es también una
querida mascota. Lo mismo para los uniformes vistosos, las armaduras pulidas,
las armas decoradas y los trofeos llamativos; para no mencionar a las danzas,
las alabanzas, las marchas y las demostraciones que los acompañan. Suponer que
las tropas que llevan a cabo este ritual, visten las armaduras y marchan detrás
de una cabra no son conscientes de la naturaleza objetiva de tales cosas sería insultar
su inteligencia. Sin embargo, es cierto que un cierto entusiasmo juvenil es necesario
para una conducción exitosa de la guerra. Este entusiasmo, a su vez, puede causar
que aquellos que se enganchen con él mantengan un espíritu juvenil; ya que la guerra
ha sido siempre una actividad para los más jóvenes.
Traducción y notas: Carlos Pissolito.
[1] El libro escrito en griego ponía de manifiesto las ideas estoicas de su
autor. Su tesis central era que sólo la rectitud moral conducía a la
tranquilidad, a través de la práctica de virtudes como la sabiduría, la
justicia y la templanza. (N.T.)
[2] Los Mamelucos eran esclavos convertidos al Islam al servicio de las
dinastías turcas que gobernaron Egipto a partir del 1250. Luego de detentar un
gran poder desaparecieron tras la derrota infligida por Napoleón en la batalla
de las Pirámides. (N.T.)
[3]
La aparición del Presidente de los
EE.UU. George W. Bush a bordo de un portaaviones para anunciar el fin de las
operaciones militares principales después de la invasión a Irak, vestido con el
traje de vuelo de piloto de combate, es la más reciente y clara prueba de lo
persistente de esta tendencia. (N.T.)
[4] Es mencionado en la
"Chanson de Roland" como el estandarte real, primero denominado
"Romaine" y luego "Montjoie". Según la leyenda le fue
entregado a Carlomagno por el Papa, aunque no hay evidencias históricas al
respecto. (N.T.)
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