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miércoles, 19 de junio de 2013

20 de Junio, día de la Bandera Nacional.



 
 
Se conmemora, el próximo 20 de junio, un aniversario más de nuestra Bandera Nacional, creada por el General don Manuel Belgrano un 27 de febrero de 1812. Un hecho cargado de simbolismo patrio; pero que en épocas recientes ha tratado ser reducido a un mero expediente administrativo. Una simple efemérides. En forma paralela, se ha tendido a reemplazar a este símbolo primigenio por otros diferentes.

Sin embargo, la necesidad de tener una bandera puede ser cotejada con hechos similares protagonizados por otras culturas a lo largo de la historia universal. Lo que nos permite comparar y valor, a ese acto, en su justa medida.

Para ello, traemos a colación, un fragmento de la obra: "La Transformación de la Guerra" de Martin van Creveld. Uno que nos muestra que en el amor por las banderas y por los uniformes no estamos solos.


Todo lo que es verdad acerca de las armas en la guerra lo es acerca de los uniformes. Los guerreros tribales siempre vieron a la guerra como la mejor ocasión para recubrirse con cuanto objeto fino poseyeran, incluyendo plumas, máscaras y tatuajes. Si hay alguna cosa de la que la épica guerrera nunca se cansó, seguramente, fue la de alabar la apariencia esplendida de sus héroes. Aunque Augusto fue mucho más grande como político que como general, la estatua que colocó en el foro que lleva su nombre lo muestran vistiendo armadura, un ejemplo que fue más tarde seguido por Marco Aurelio, a quien si lo juzgamos por su muy importante obra “Meditaciones”,[1] fue por su temperamento uno de los conductores más pacíficos que alguna vez vivió.

Tal como lo muestran los ejemplares que han sobrevivido, la armadura medieval a menudo fue valorada tanto por razones decorativas como prácticas. Aun en 1799 los Mamelucos llevaban al campo de batalla sus posesiones más preciadas con el resultado de que los franceses luego de su victoria sobre ellos se encontraron pescando sus cuerpos en el Nilo.[2] Una visita a cualquier museo militar nos muestra las fortunas que se han gastado en cascos de oro; en armaduras grabadas; decoradas y hechas a medida; o en diferentes versiones de cubiertas corporales laqueadas; de tal modo que aun hoy, el equipamiento de un guardia montado de la Reina Isabel de Inglaterra cuesta tanto como un auto pequeño.

A medida que la armadura perdía sus funciones y era reemplazada por los uniformes, una invención de fines del siglo XVII; no transcurrió mucho tiempo en que el volviera a reinar el gusto por la decoración. Líderes del siglo XVIII como Luís XIV, Pedro el Grande y Carlos XII, así como otros de menor nivel, a menudo adoptaron como hobby el diseño de uniformes. No es para sorprenderse, que muchos de los atuendos producidos fueran, militarmente hablando, tan inútiles como hermosos. Tampoco debe pensarse que los cuellos almidonados, los botones brillantes, los sombreros de copa, los pantalones ajustados, los moños multicolores y las pelucas empolvadas se pretendían que sólo serían usados en los desfiles y nada más. Por el contrario, durante una gran parte de la historia, incluido el periodo napoleónico, las batallas en sí mismas representaban al más grande de todos los desfiles. En ese entones, así como ahora, los ejércitos que marchan, realizan operaciones de exploración y reconocimiento o cavan posiciones durante las operaciones de sitio, a menudo se ven como un conjunto de espantapájaros. Sin embargo, la víspera de cualquier gran combate encontrará a las tropas trabajando duramente para pulir sus armas y arreglar sus uniformes. La inclinación de los arqueólogos modernos a atribuir una función “ceremonial” a cualquier objeto costoso y muy decorado que encuentren se apoya, tanto en un malentendido del pasado como en una interpretación errónea.  

Como decía Platón, la batalla es el momento apropiado para que el hombre luzca elegante. Durante los últimos 150 años, el creciente aumento en la letalidad y en el alcance de las armas ha tornado problemáticas a las demostraciones marciales; los ejércitos, uno por uno y generalmente contra su voluntad, se vieron forzados a mudar sus esplendidos uniformes y reemplazarlos por los utilitarios “uniformes de combate” para poder mezclarse con el entorno. Aun, tan tarde como en la Primera Guerra Mundial el uniforme era la prenda normal para los jefes de estado que no fueran presidentes de una república, quienes a menudo lucían su triste figura en medio de sus resplandecientes colegas. Aun hoy la predilección por los uniformes es común entre ciertos grupos sociales quienes se visten con chaquetillas mimetizadas, borceguíes de salto y boina. A los líderes de muchos países en desarrollo, así como los jefes guerrilleros desde Jonas Sawimbi a Yasser Arafat, les encanta mostrase ataviados militarmente. Mientras que para la mayor parte del mundo desarrollado no es más la vestimenta normal ésta se ha mantenido como el traje ceremonial por excelencia. Desde Beijing hasta la Casa Blanca, cuando sea que un líder quiere impresionar, se rodea de guardias de honor cuyos uniformes son a menudo tan inútiles como teatrales".[3] 

Además, todo militar posee una amplia gama de objetos que han sido creados específicamente para servir a una función simbólica y que son considerados más valiosos que la sangre. Los estandartes, las banderas y otras representaciones similares de la tradición militar son tan antiguos como la guerra misma y bajo circunstancias normales, indispensables para el espíritu militar. A menudo, a través de la historia recibieron un significado religioso; entre ellos estuvieron la bíblica Arca de la Alianza y el oriflamme [4] medieval francés. Napoleón personalmente le presentaba a cada regimiento su águila. En la Alemania nazi se suponía que las banderas estaban “consagradas” por Hitler y por la sangre de los camaradas caídos. Sin importar la mitología que los rodea, se supone que estos símbolos derivan su significado de los más altos valores de la sociedad en cuestión. Aun más importante para nuestro propósito, es el hecho de que su significado tendió a incrementarse en la medida en que habían sido llevados al combate, por los cuales se combatió y se derramó sangre.


Desde los días de los veteranos de César a aquellos de la Grande Armée, son incontables los casos en que las tropas dieron sus vidas por sus estandartes, no porque les resultaran útiles o fueran intrínsecamente valiosos, sino porque son una representación del honor. Cuando tanto las recompensas pierden sentido y los castigos dejan de disuadir, sólo el honor retiene la capacidad de hacer a los hombres marchar contra balas de cañón dirigidas hacia ellos. Esto es también la única cosa que acompaña a un hombre hasta la tumba, aun si –como a menudo es el caso- no es su propia tumba. 

Una profunda paradoja rodea estos y otros objetos del ritual y del simbolismo militar. Ellos son, sin excepción, “reales” e “irreales” a la vez. Una bandera es todo menos que un paño de color, tampoco un águila es un pedazo de bronce puesto en el asta de un mástil de madera para asemejarse a cierto pájaro adusto. Una cabra marchando al frente de un regimiento no es nada más que un cuadrúpedo peludo; sin embargo, es también una querida mascota. Lo mismo para los uniformes vistosos, las armaduras pulidas, las armas decoradas y los trofeos llamativos; para no mencionar a las danzas, las alabanzas, las marchas y las demostraciones que los acompañan. Suponer que las tropas que llevan a cabo este ritual, visten las armaduras y marchan detrás de una cabra no son conscientes de la naturaleza objetiva de tales cosas sería insultar su inteligencia. Sin embargo, es cierto que un cierto entusiasmo juvenil es necesario para una conducción exitosa de la guerra. Este entusiasmo, a su vez, puede causar que aquellos que se enganchen con él mantengan un espíritu juvenil; ya que la guerra ha sido siempre una actividad para los más jóvenes.
 
Traducción y notas: Carlos Pissolito.


[1] El libro escrito en griego ponía de manifiesto las ideas estoicas de su autor. Su tesis central era que sólo la rectitud moral conducía a la tranquilidad, a través de la práctica de virtudes como la sabiduría, la justicia y la templanza. (N.T.) 
[2] Los Mamelucos eran esclavos convertidos al Islam al servicio de las dinastías turcas que gobernaron Egipto a partir del 1250. Luego de detentar un gran poder desaparecieron tras la derrota infligida por Napoleón en la batalla de las Pirámides. (N.T.)
[3] La aparición del Presidente de los EE.UU. George W. Bush a bordo de un portaaviones para anunciar el fin de las operaciones militares principales después de la invasión a Irak, vestido con el traje de vuelo de piloto de combate, es la más reciente y clara prueba de lo persistente de esta tendencia. (N.T.)
[4] Es mencionado en la "Chanson de Roland" como el estandarte real, primero denominado "Romaine" y luego "Montjoie". Según la leyenda le fue entregado a Carlomagno por el Papa, aunque no hay evidencias históricas al respecto. (N.T.) 

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