http://site.informadorpublico.com/2014/08/12/por-que-perdimos-el-alamo/
“La guerra no es un combate; es un negocio”
Alte. Alfred T. Mahan.
Lucio Falcone
Un poco de turismo histórico
Algunos años atrás, junto con un español y un brasileño, visitaba los restos de la Capilla de El Álamo en la ciudad de San Antonio, Tejas, Estados Unidos. En ese lugar, considerado el símbolo de la autonomía legendaria de Texas, tuvieron lugar diversos enfrentamientos armados que transformaron a la colonia española original, sucesivamente en parte de la República de México, Estado nacional independiente y finalmente en una estrella más de la “Star Strangler Banner Flag”. Ante tales mudanzas políticas se me ocurrió lanzarles al aire a mis acompañantes esta pregunta: ¿Por qué creen ustedes que perdimos El Álamo? Sus caras de sorpresa me indicaron que debía darles mayores precisiones sobre mi requerimiento.
En principio, como militar profesional que había sido, les dije que no lograba explicarme cómo un ejército poderoso y formal como lo era el del General Santa Ana, si bien había triunfado en la batalla que la famosa capilla le diera nombre, había sido luego vencido en la batalla decisiva de San Jacinto y, como consecuencia, perdido Texas para los mexicanos. Para peor, no a manos de una poderosa fuerza estadounidense, sino de una mesnada de empresarios rurales, cazadores, tramperos y aventureros de toda laya. Como si esto hubiese sido poco, la sangre latina, más precisamente veneciana y vasca que corre por mis venas, dio un salto ante el regodeo de nuestro guía ante el hecho -evidente para él- que soldados mexicanos hubieran sido vencidos por otros de origen anglosajón. El español, que era el más erudito de nosotros, me aclaró que no todos los defensores de El Álamo habían desembarcado precisamente del Mayflower; ya que estaban entre ellos los denominados tejanos, vale decir mexicanos que se oponían a la prepotencia de su gobierno central. Más allá del valor histórico de esta atinada aclaración, la pregunta siguió retumbado en mi cabeza por muchos años, especialmente después de nuestra gesta malvinense. Me pregunté siempre, y aún lo hago, por qué cada vez que gente de nuestra raza o de nuestra cultura, si se prefiere, se ha enfrentado a los anglos ha sido generalmente derrotada. La lectura de “Las Aventuras del Capitán Alatriste” confirmó algo que sospechaba desde hace tiempo y que dejáramos planteado en el artículo anterior sobre ese personaje de ficción.
Un problema de moral
Un problema de moral
No cabe duda que la guerra, en su carácter de acto eminentemente humano, tiene un componente ético y moral. Los pueblos combaten en función de sus respectivas escalas de valores. En este sentido, la historia nos enseña que hay quienes han hecho la guerra por estricta necesidad, otros en busca de un beneficio y hay hasta quienes la han hecho por mera diversión. Por ejemplo, cuando las poderosas fuerzas del imperio azteca se enfrentaron a los escasos arcabuceros y piqueros de Hernán Cortés a mediados del siglo XVI frente a la fortaleza de Tenochtitlán, quedaron atónitas y paralizadas no por las armaduras y las armas de fuego de los españoles, como cuenta una falsa leyenda histórica; sino por un hecho aún más aterrorizante. Los soldados españoles en combate, en vez de tomar prisioneros, simplemente mataban a sus contrincantes. Sucedía que los aztecas libraban sus batallas con la finalidad de conseguir víctimas humanas para sus sacrificios religiosos; mientras que los españoles, con los rigores de las guerras de religión europea en sus conciencias, luchaban siempre a muerte. La incapacidad de los indios mexicanos para adaptarse culturalmente a la forma más efectiva de hacer la guerra de los europeos, como sabemos, los condenó a la derrota y a ser finalmente conquistados.
Ahora bien, y habiendo dicho esto, cabe interrogarse si hay diferencias entre nuestras formas de hacer la guerra en relación con la de los ingleses, por ejemplo. Al respecto, Pérez-Reverte le hace decir a Iñigo Balboa, el fiel asistente del capitán Alatriste, que: “…si el inglés combatió siempre con el valor de su soberbia nacional, nosotros lo hicimos con el de nuestra desesperación nacional, que poco tampoco era -qué remedio- moco de pavo.”
Más allá de la exageración del escudero parece haber una constante en la mala calidad de nuestras conducciones político-estratégicas; hayan sido estas españolas, primero, o criollas, luego. Parece ser que a ese nivel siempre tomamos las peores decisiones. Como fruto o como una continuación de ellas, también, hemos sido muy dados a dejar abandonados a su suerte a nuestros combatientes. Les pasó a los españoles en Flandes, nos pasó a nosotros en Malvinas y nos está pasando, ahora, en Haití y en otros lugares perdidos de las manos de Dios.
Yendo al caso más conocido por todos, Malvinas, hoy sabemos que la masa de nuestras tropas de combate pasaron a las islas sin sus equipos y armas pesadas; algunas sin siquiera con prendas de abrigo adecuadas. Baste una ejemplificación: el Regimiento de Infantería Nro 8, asignado a la Isla Gran Malvina, estuvo todo el tiempo sin sus cocinas de campaña y sin ser abastecido, ni una sola vez, en 70 días. Como consecuencia de ello cuatro de sus hombres fallecieron por inanición. A partir de allí: ¡De qué conducción táctica se puede hablar! Cualquier profesional de la guerra debe saber que la batalla se gana en los preliminares, vale decir que vence aquel que está mejor preparado para enfrentar la fricción y la incertidumbre del combate. Por el contrario, no es rara entre nosotros la actitud de abandono, de menosprecio para con aquellos que deben cumplir una misión. Pareciera que cuanto menor fuera la jerarquía de éstos o mayor su distancia de nuestros centros de poder, menores sus chances de recibir lo que les corresponde. Pero, por increíble que parezca esto, esta actitud aun no ha sido totalmente corregida; ya que nuestras fuerzas de paz sufren, aun hoy, el abandono de sus superiores, con viáticos y reintegros que se demoran innecesariamente. Por este y otros motivos nuestras FFAA no necesitan más reestructuraciones, necesitan un cambio moral.
Un problema religioso
Más allá de la calidad de las respectivas altas conducciones, hay un tema más profundo y espinoso, cual es el porqué y los para qué por los cuales cada una de estas culturas ha combatido, vale decir: ha estado dispuesta a dar muerte y a morir. Hablar de ello, nos lleva ineludiblemente a hablar de religión. No importa que seamos o no hombres de fe, pues estamos hablando de la impregnación que la cultura produce en una sociedad a partir de una cierta idea religiosa, creamos o no en ella.
Son bien conocidos los estudios, por ejemplo, que reconocen una diferente actitud de los miembros de las diversas sectas protestantes respecto de los católicos romanos para con las actividades económicas. El fundador de la sociología de las religiones, el alemán Max Weber, en su famosa obra “La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo” lanzó la tesis de que la moral puritana, al incentivar la acumulación de riquezas como una bendición divina, se encuentra en la base del éxito capitalista. Por el contrario, la postura de la Iglesia católica, con su teoría del capital en función social, no habría sido tan efectiva a la hora de crear riquezas y su corolario, los millonarios.
No conocemos ninguna obra erudita que haya hecho lo propio y marque las diferencias entre protestantes y católicos en relación con el arte de hacer la guerra. No debe ser por la falta de materia prima, ya que desde que Lutero clavara sus famosas 95 tesis en las puertas de la catedral de Wittemberg un 13 de octubre de 1517 hasta, para poner un límite, el “Domingo Sangriento” ocurrido Belfast un 30 de enero de 1972; vale decir 460 años después, podemos decir que ha pasado suficiente sangre bajo el puente. A falta de una mejor, volvemos a recurrir a la literatura. Nuevamente, el escudero de Alatriste nos dice:
“No en balde peleamos los españoles siglo y medio en Europa arruinándonos por defender la verdadera religión y nuestra reputación; mientras que luteranos, calvinistas, anglicanos y otros condenados herejes, pese a especiar su olla con mucha Biblia y libertad de conciencia, lo hicieron en realidad para que sus comerciantes y sus compañías de Indias ganaran más dinero; y la reputación, si no gozaba de ventajas prácticas, los traía al fresco. Que siempre fue muy nuestro guiarse menos por el sentido práctico que por el ora pro nobis y el qué dirán. De modo que así le fue a Europa, y así nos fue a nosotros.”
“El qué dirán”, nuestro concepto del honor, en pocas palabras el mito del “macho latino”, creo que por aquí van nuestras diferencias. Para nosotros, si un jefe de regimiento en Malvinas no era capaz de conducir a su tropa sin abastecimientos y sin apoyos era un débil, un “maricón” poco soldado. Un comandante anglosajón jamás aceptaría una misión sin razonables probabilidades de éxito. Por otro lado, sus superiores estarían siempre obligados a darle todos los medidos necesarios para cumplir con ella. No hacerlo sería, para ambos, incurrir en una grave negligencia profesional. Por ejemplo, el Jefe del Grupo de Artillería Nro 4, soportó las inclemencias del combate malvinense con un ano contra natura, cuando los ingleses lo tomaron prisionero, simplemente no lo podían creer; lo querían condecorar por el simple hecho de haber estado 70 días metido en un pozo en su pobre condición médica. Nosotros, cuando llegó al continente, lo relevamos por no haber cumplido con su misión. Acaso, el general Levalle no había dicho que aun sin yerba ni tabaco él y sus hombres tenían una misión que cumplir. Claro, no explicó que ellos tenían los remingtons y los indios chuzas y lanzas.
Hoy, en una actitud culturalmente similar, pretendemos que nuestros aviadores y marinos vuelen y naveguen en naves obsoletas y sin mantenimiento, que nuestros peacekeepers en Haití pasen seis meses en lugares tropicales sin tener asegurada siquiera la cadena de frió para sus medicamentos o sin el “lujo” que representa el aire acondicionado en sus alojamientos. Como actualmente ocurre, hasta un extremo que ha sido motivo de evaluaciones negativas por parte de las autoridades de la misión. Y aquí no debe crease, como lo creen muchos, que sea un problema exclusivo de la conducción política de la defensa. Porque, más allá de sus responsabilidades, son los militares de alto rango los verdaderos encargados de que esto suceda; ya sea porque son unos negligentes y no conocen su profesión o porque conociéndola no le exigen lo que les es debido a sus mandantes civiles.
Hemos heredado de la forma de hacer la guerra española la figura del supremo, del caudillo. No es casualidad que el indicativo de radio de uno de los comandantes de brigada de Malvinas fuera “capanga” que en lengua guaraní significa: “amo y señor”. Nuestro sistema es uno que se organiza de arriba hacia abajo, donde los subalternos tienen pocos o nulos derechos. Mucho menos la posibilidad de disentir. Tampoco existe un respeto por la ley o las normas escritas, respeto que es suplantado, en la realidad, por la voluntad omnímoda del que manda. Para que un sistema así funcione, se debe presuponer que el que manda sea poco menos que un héroe, un caballero medieval; pero ¿Qué pasa cuando se trata de una persona normal? Como es en la mayoría de los casos. El sistema colapsa, ya que todo depende del “jefe”, del comandante de turno.
No vamos a negar el valor paradigmático que alcanza la figura de quien comanda una organización en combate. Pero, también, necesitamos un sistema que promueva la iniciativa a todos los niveles, que haga que todos se sientan responsables por el logro de los objetivos del conjunto. Un liderazgo que empiece por respetar a las personas, en función de su capacidad y de sus méritos. En este sentido debe desterrarse el autoritarismo para instaurar en su lugar un verdadero concepto de autoridad basado en la prudencia y en la justicia. En forma paralela, todos, aun los jefes, deben aceptar que están sometidos al imperio de la ley.
¿Un Atatűrk argentino?
Obviamente que no todo lo nuestro está mal. Hemos hecho cosas importantes en el pasado y podemos seguir haciéndolas en el futuro. Tampoco puede negarse al propio ser. Somos latinos, mayoritariamente descendientes de inmigrantes españoles e italianos; pero también, de muchas otras razas, incluyendo a la de los pueblos indígenas. No se trata de negar nuestra esencia sino de adaptar nuestro comportamiento ante las nuevas realidades que el mundo moderno planeta. Sociedades y culturas exitosas en situaciones como la nuestra lo que han hecho es adaptarse para sobrevivir, manteniendo lo mejor de sí mismas y desechando lo que debía ser descartado.
Por ejemplo, pocas culturas y sociedades pueden considerarse más tradicionalistas que la japonesa. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XIX, luego de recibir la “visita” de barcos de guerra de los EEUU, su emperador comprendió que si quería sobrevivir en sus términos debía abrir, adaptar su sociedad a los nuevos desafíos que representaba la presencia norteamericana en sus aguas. En pocas palabras: comprendió que de poco serviría el valor medieval de sus samuráis contra los “democráticos” remingtons del Comodoro Mattew Perry. De estas reformas, conocidas como Revolución Meiji, irrumpiría -años más tarde- en la escena mundial el Japón imperial del siglo XX.
Turquía puede ser considerada otro modelo de adaptación exitoso de una sociedad, también profundamente tradicional. Luego de su derrota en la 1ra Guerra Mundial y ante el colapso del Imperio otomano, conocido con sorna como el “Enfermo de Europa” por su atraso y corrupción. Uno de sus generales, Mustafá Kemal, inició y completó un proceso de transformación que llega hasta nuestros días. Proceso que incluyó la adaptación y modificación desde el alfabeto hasta el código de vestimenta turco.
Al igual que los turcos, ya hemos tenido nuestra derrota. Si bien ella nos trajo la democracia; aún no hemos pasado por el trance de una verdadera renovación o revolución que transforme a nuestra sociedad en un ente que pueda distinguir entre la verdadera tradición, vale decir lo que debe perpetuarse, de aquello que por inconveniente o retrógrado debe ser desechado. No hacerlo es condenarnos a la ineludible ley biológica de los que no se adaptan a su entorno: el fracaso y su corolario la extinción.
1 comentario:
Sobresaliente debería ser un botón de opinión a estas notas.
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