Texto extraido de: "La Tranformación de la Guerra." de Martin van Creveld. Trad.: Carlos Pissolito.
Para qué será librada
la guerra
Así como el matrimonio no ha sido siempre consumado por
amor, tampoco la guerra ha sido siempre librada por “interés”. De hecho, el
término “interés” como es usado es un neologismo del siglo XVI; aun más, como
sugieren los ejemplos provistos por el Oxford
English Dictionary era un término aplicado primero a individuos y sólo
después a los Estados. Su mera introducción forma parte del surgimiento de la
visión moderna del mundo. El “Realismo” es la escuela que se basa a sí misma,
no sin cierto orgullo, más en el poder que en la justicia y en la religión.[1]
Después de Newton, la posición de los planetas no podía ser más explicada por
su correcta ubicación sino por las fuerzas que los unían; lo mismo es cierto
para las relaciones entre los Estados.
Desde los tiempos de Josué a los Ironsides de Cromwell, quienes verdaderamente se consideraban a sí
mismos como israelitas reencarnados, la principal razón por los cuales los
hombres se han despanzurrado unos a otros no ha sido el “interés” sino la mayor
gloria de Dios. Desde los tiempos de Cicerón hasta los de Tomás de Aquino y más
acá, los pensadores más prominentes hasta cerca del 1500 d.C. ni siquiera consideraron
el uso de la fuerza armada por “interés” como una forma de legitimación. En su
lugar, dicho uso era considerado un crimen contra las leyes de los dioses y de
los hombres, un crimen punible y que era castigado a la primera oportunidad.
Esta visión se basaba en la idea de “guerra justa”, la cual gobernó la
civilización Occidental, de una forma u otra, por más de mil años. El primero
en obtener fama por establecer una distinción absoluta entre la moral pública y
la privada fue Maquiavelo en el siglo XVI.
Ejecutó, en consecuencia, el primer
disparo en el debate sobre el vínculo entre ambas, un debate que estaba destinado a durar siglos y que como el estadista italiano
Cavour dijo, alrededor de 1860, “si hubiéramos hecho lo que hicimos por
nosotros mismos en lugar de hacerlo por nuestra patria, que grandes
delincuentes seríamos.” Por ello, el surgimiento del Estado y de su “razón”
debe ser entendida como una mera hoja de parra. Esto permite que la noción de
justicia pueda ser descartada y la de “interés” pueda ser puesta en su lugar,
todo sin comprometer la decencia de los individuos. Al presente, la noción de
interés está tan fuertemente enraizada que aun a los genes, meros pedazos de
proteínas, se les acredita poseerlos y el desarrollar estrategias para su
obtención. Intentos por explicar las acciones de los hombres en otros términos
tienden a ser consideradas en forma sospechosa hasta el punto de que no son
valoradas como una explicación válida; cuando sea que una acción importante tiene
lugar asumimos que tiene que haber habido alguna razón utilitarista detrás de
ella y que esta razón es la única “real”.
Por ejemplo, los biógrafos modernos
de Alejandro Magno generalmente rechazan tomar sus grandes gestos en serio.
Ello ha motivado a sus biógrafos a encontrar o inventar, razones
político-militares “serias”; como por qué el derrotado rey Poros fue
reinstalado en su reino y por qué el comandante macedonio rechazó “robarle la
victoria” y combatir a Darío por la noche. El problema con tales explicaciones
es que ponen a la historia patas para arriba. La gran disparidad entre
Macedonia, un pequeño país y el gigante Imperio Persa, desde un principio deja
sin efecto la idea de que su conquista puede haber estado basada en un
“interés.” Más allá del hecho, que de acuerdo a nuestras fuentes, Alejandro
estaba convencido de su destino ya siendo un niño en la corte de su padre.
Considerado en esta forma, las explicaciones que trabajan en
forma de interés son de todo menos realistas; de hecho son lo contrario de algo
realista; porque explican el pasado asumiendo como válidos a patrones de
pensamiento que no eran necesariamente conocidos en el pasado. Esto no
significa por supuesto que el interés no tuviera un lugar, aun uno prominente,
en las guerras en las cuales eran citadas la justicia, la religión o la
vanagloria. Por ejemplo, los romanos cuando se declaraban la parte injuriada y
se embarcaban en una bellum iustum,[2]
no sólo apuntaban (algunos podrán decir como motivo principal) a expandir sus
dominios y acceder a un fresco suministro de botín y esclavos. Debe ser dicho
que, sin embargo, que la mezcla romana de interés con vanagloria, religión,
justicia y muchos otros tantos factores en sí mismo refleja una estructura
social que difiere tanto de la nuestra tanto como su organización política.
Siendo este el caso, no hay razón para asumir que la amalgama existente es de
cualquier manera auto-evidente o permanente. En su lugar, es el producto de
circunstancias históricas específicas, siempre sujetas al cambio.
Hay una enorme dificultad en predecir la dirección en la
cual los actuales cambios continuarán. Una posición es comparable con aquella
de fines del siglo V a.C., con los atenienses tratando de adivinar al mundo
helénico; o el de los ciudadanos de fines del Imperio Romano estimado la forma
de la Edad Media. Desde la posición ventajosa del presente, parece ser que las
actitudes religiosas, creencias y fanatismos jugarán un rol más importante en
la motivación de los conflictos armados de lo que hicieron en los últimos 300
años en Occidente.
Mientras estas líneas son escritas el Islam es la religión
de mayor crecimiento en el mundo. Mientras existen muchas razones para esto, tal
vez no sería exagerado decir que su propia militancia es el factor dominante de
tal difusión. Con ello no quiero significar que el Islam busca alcanzar sus
objetivos solamente mediante la lucha; en lugar de ello: que gente en muchos
lugares del mundo, incluyendo grupos postergados en el mundo desarrollado, han
encontrado atractivo al Islam precisamente porque está preparado para luchar.
Obviamente, el resurgimiento de la religión como causa de los conflictos
armados causará, a su vez, que las convenciones de la guerra también cambien. Si
el crecimiento de la militancia de una religión continúa es casi seguro que obligará
a las otras a seguirla. Las personas serán empujadas a defender sus ideales y
sus formas de vida y su existencia física y esto sólo será posible bajo el estandarte
de una gran y poderosa idea. Esta idea puede tener un origen secular; sin
embargo, el simple hecho de que se luche por ella causará que adquiera implicancias
religiosas y que reciba una adhesión similar al fervor religioso.
Este reciente
resurgimiento de Mahoma puede traer el del Dios de los cristianos y no como el
Dios del amor sino el de la batallas. Si en el futuro la guerra será librada
por el alma de los hombres mientras que la importancia de extender el control
territorial disminuirá.
Habrán pasado los días en que provincias, aun países
enteros eran considerados como simples ítems de bienes raíces a ser
intercambiados entre los gobernantes por medio de la herencia, el acuerdo o por
la fuerza. El triunfo del nacionalismo ha traído una situación donde los
pueblos no ocupan un trozo de tierra porque ésta sea valiosa; por el contrario,
un pedazo de tierra aun desolado o remoto es considerado valioso porque está ocupado
por un pueblo o por otro. Sólo para mencionar dos ejemplos entre muchos, desde
al menos 1965 India y Pakistán han tenido una disputa por un glaciar tan remoto
que difícilmente pueda ser localizado en un mapa. Entre 1979 y 1988, Egipto
gastó nueve años de esfuerzo diplomático para recuperar Taba. Ahora, Taba, al
sur de Elath es una inútil playa desierta de media milla de ancho cuya simple
existencia había pasado desapercibida tanto por egipcios como por israelitas hasta
los Acuerdos de Paz de Camp David; cuando de repente pasó a formar parte del
“sagrado” patrimonio y los cafés de El Cairo fueron nombrados en su honor.
Por el camino de la analogía, hay que considerar el periodo
entre el Tratado de Westfalia y la Revolución Francesa. A lo largo de numerosas
guerras, algunas de ellas tan feroces como para reclamar la vida de decenas de
miles, el “principio de legitimidad” ayudó a crear una situación donde
difícilmente una sola dinastía era derrocada o una nueva establecida; ni aun
cuando los rusos ocuparon Berlín en 1760 hubo problema en deponer a Federico el
Grande, aboliendo de paso al Estado prusiano. Luego, 1789 marcó el comienzo de
un periodo en el que se hizo posible, aun llegando a ponerse de moda, el hecho
de destronar reyes al por mayor. Mientras el proceso tenía lugar, la santidad
con la que habían sido revestidas las dinastías fue gradualmente transferida a
las fronteras nacionales, donde el hecho de que un Estado permitiera el pasaje
de fuerzas de otro se transformó en el sacrilegio supremo. El nuevo sistema de
creencias se solidificó después de la Primera Guerra Mundial y se transformó en
un dogma después de la Segunda cuando fue entronizado como ley internacional.
Esto hace extraordinariamente difícil usar la guerra como un instrumento para
modificar las fronteras; cuando la integridad territorial de un Estado es
violada, todos los demás se sienten amenazados. Ahora, esto no debe ser
ciertamente tomado como que las fronteras de hoy deben ser consideradas como
fijas a perpetuidad y que en el futuro las guerras de baja intensidad estarán
satisfechas de dejarlas como están. A juicio de cómo ambos lados, el sirio y el
israelí, han actuado en el Líbano el objetivo no será tanto abolir las
fronteras como reducirlas a algo sin sentido; por lo que, verdaderamente, el
concepto adquirirá un nuevo significado. Otro efecto que la mencionada caída de
la guerra convencional es que probablemente se pondrá gran énfasis en los
intereses de los hombres a la cabeza de una organización como opuestos al
interés de dicha organización como tal. En el mundo actual, se asume que los
intereses de los dirigentes están separados de aquellos de la organización
política. En el siglo XVIII, antes de la Revolución Francesa, Horace Walpole,
en una carta privada escribió que los hombres de estado que usen a su país para
hacer la guerra por motivos personales son “detestables rufianes y jugadores.”
El sentido común indica que ambas cosas bajo ningún concepto pueden ir juntas y verdaderamente mucho del
aparato político legal del Estado moderno está específicamente diseñado para
prevenir que la corrupción levante su cabeza. Sin embargo, en el futuro
probablemente diferirá en este aspecto. La expansión de los conflictos de baja
intensidad causará que las “vidas privadas” de los dirigentes sean abolidas y
que los parámetros medievales sean restaurados, de tal modo que el único lugar
“privado” será aquel al cual el rey vaya solo. Mientras los Estados comiencen a
colapsar, los dirigentes y las organizaciones combatientes se unirán entre sí.
Muy probablemente esto no sucederá sin afectar los objetivos perseguidos en la guerra
ni en la clase de recompensas que se ofrezcan a aquellos que las libran. Queda
en pie la cuestión de que una mezcla de coerción siempre será necesaria para
llevar a los hombres al combate; sin embargo, no hay necesidad de asumir que
los guerreros del futuro necesariamente continuarán considerándose simplemente
profesionales ejerciendo sus responsabilidades al servicio de alguna abstracta
entidad política.
Las organizaciones guerreras deberán cambiar, también los
intereses personales de los dirigentes se tornarán más prominentes, luego lo mismo
sucederá con sus seguidores. Como era el caso hasta antes de 1648, las funciones
militares y económicas estarán reunificadas. La gloria individual, la ganancia
y los botines obtenidos directamente a expensas de la población civil, una vez
más, se volverán importantes; no simplemente como una recompensa eventual sino como un objetivo legítimo de la guerra. Tampoco es
improbable que la búsqueda de mujeres y de placer sexual no reingresen a
escena. Mientras las distinciones entre combatientes y no-combatientes se
disuelven, lo menos que puede esperarse es que estas cosas serán toleradas en
mayor medida que bajo las normas de la denominada guerra civilizada. En muchos
conflictos de baja intensidad actualmente en auge en países en desarrollo esto
ya es una realidad, aunque en verdad siempre lo fue.
Aun hoy, una razón detrás del bajo rendimiento de las
fuerzas regulares combatiendo irregulares puede ser muy bien su sistema de
recompensas; en otras palabras, los objetivos por los cuales las tropas pelean
y por los cuales están autorizados a combatir. Sólo porque sus miembros tienen
que vivir de algo, las organizaciones empeñadas en conflictos de baja
intensidad normalmente permiten o aun impulsan, a que se tomen recompensas del
enemigo. Por el contrario, la vida de los soldados modernos está asegurada por
la organización a la cual pertenecen. Cualquier otra recompensa que puedan buscar,
como ascensos u honores en la forma de condecoraciones, supuestamente debe venir
exclusivamente de esa organización, lo cual a su vez, es usado por ellas como
un instrumento para mantener el control. Mientras los ejércitos confrontaban unos
con otros no había problema, a pesar del hecho de que comandantes como Napoleón
miraban para otro lado para no enterarse de las depredaciones de sus tropas.
Sin embargo, las fuerzas armadas modernas han sido desmotivadas para aplicar
las mismas reglas en los conflictos de baja intensidad. Probablemente, es mucho
esperar que un hombre que combate, no considere un delito menor, en teoría, el
tomar un reloj de un terrorista muerto para su uso personal, en lugar de
entregarlo a las autoridades.
Aquellos que prevén el uso de fuerzas armadas regulares para
combatir narcotraficantes es necesario que tengan esto en cuenta.
En suma, decir que los pueblos que van a la guerra lo hacen
por sus “intereses” y que estos “intereses” comprenden cualquier cosa que la
sociedad considera bueno y útil es auto evidente y hasta grosero. Es como decir
que los medios que consideramos, según nuestra particular consideración moderna
sobre lo que es y deber ser, son eternamente válidos; en lugar de tomarlos por
lo que realmente son, vale decir como un fenómeno histórico con un claro inicio
y con un presumible final. Aun, si asumimos que los hombres están siempre
motivados por sus intereses, no existe una base firme para asumir que las cosas
que están vinculadas a estos intereses serán necesariamente los mismos en el
futuro que lo que son hoy; cuanto que es obvio que las cosas que son hoy
consideradas “buenas” por la sociedad (y aun el significado mismo de
“sociedad”) son al menos parcialmente el producto de la naturaleza de esa
sociedad, su organización y su sistema de creencias. Tampoco es meramente un
problema filosófico. La lógica de la estrategia requiere que las motivaciones del oponente
deban ser entendidas ya que de ello depende el éxito en la guerra. Si, en el
proceso, la noción de interés tiene que ser tirada por la borda, que así sea.
Aun más, indudablemente en el futuro habrá muchos casos en
los que la simple idea de pelear en una guerra “por” algo será totalmente
inaplicable. Las comunidades organizadas de cualquier tipo no irán a la guerra,
a veces, por otra “razón” que no sea la absoluta necesidad que tener que
hacerlo como ha sucedido en el pasado. Habrá otros casos, en los cuales las
guerras habrán comenzado originalmente “en orden de” para luego descubrir que
este u otro objetivo degeneró en una lucha a muerte por la supervivencia. A
mayor paridad entre los oponentes las posibilidades de que la guerra sea más
larga, más intensa y más sangrienta serán mayores. Cuánto más cierto esto sea,
menos aplicables serán las normas del Universo clausewitziano, más aun sus
modernas interpretaciones que insisten en considerar a la guerra como una
simple herramienta de la política. Lo cual nos lleva a la última pregunta
cardinal que tenemos que hacer.
[1]
Aquí el autor no hace referencia al Realismo filosófico que como escuela que
surge de la interpretación medieval de la filosofía griega clásica; sino a la
escuela anglosajona de las relaciones internacionales que se basa en el
concepto de balance de poder. (N.T.)
[2] El
latín en el original: Guerra justa. (N.T.)
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