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JAVIER R. PORTELLA
Hace no demasiado tiempo, un vaso de agua —ojo: no la representación de un vaso, sino un auténtico vaso lleno de agua en estado líquido— se vendió por 20.000 euros en esa cosa denominada feria internacional ARCO de Madrid. Da igual el nombre del impostor que lo perpetró y al que nadie por supuesto detuvo por delito de estafa manifiesta. Cuando su predecesor, un tal Marcel Duchamp, presentó hace un siglo un cierto urinario en una Exposición de arte neoyorkina, tuvo el mérito al menos de haber sido el primero en inventar tales bellaquerías. Huelga decir que tampoco fue nunca detenido.
Después del urinario, prosigamos en el registro escatológico. Hace también algo más de un año, un inmenso plug anal fue plantado en la plaza Vendôme de París. Alguien lo demolió una buena noche, realizando de tal modo una acción de la que cabría felicitarse si no fuera que hay quienes, ante la total impunidad del hecho, llegaron a insinuar que bien hubiera podido ser el propio autor quien encargó tal destrucción (total, por el coste del mamotreto y dada la publicidad alcanzada…). Congratulémonos, sin embargo, por tal destrucción, no porque dicho engendro significara alguna “ofensa a la virtud”, sino porque representaba una ofensa a algo mucho más importante: al arte y a la civilización. Como la representan todos los engendros del no–arte contemporáneo, a todos los cuales se les debería deparar idéntica suerte.
¿Qué relación guardan tales aberraciones con el arte de las vanguardias que florecieron en Europa hace poco más o menos un siglo? Es obvio que las vanguardias facilitaron las cosas, abrieron una vía —ya he aludido a Duchamp y a su célebre urinario— que ha acabado desembocando indirectamente en el gran hundimiento que conocemos. Pero el que las cosas hayan llegado a tales aberraciones no tiene nada de ineluctable. Por el contrario, el alto vuelo transgresor que, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, se desplegó en el arte europeo llevaba en sí mismo toda la grandeza de quienes se lanzan a buscar, rebeldes, desgarrados, aventureros. El que semejante desgarro, lejos de imbricarse en la multifacética plenitud del ser, haya terminado conduciendo al reino de la nada, es desde luego asunto distinto.
Un asunto que consiste en un cataclismo: el de considerar que los productos del no–arte tienen algo que ver con el arte, comparten con él el mismo cesto, mantienen algún tipo de relación con cosas tales como la Afrodita de Praxíteles, El nacimiento de Venus Botticelli, el David de Miguel Ángel, Las Meninas de Velázquez, Las botas de campesino de Van Gogh, El beso de Klimt…
¡Y ahí sí que no! Basta en poner en relación tales cosas para ver hasta qué punto lo que tiene lugar es la destrucción pura y simple del arte. No, los engendros del no–arte no son obras de arte fallidas. Son escupitajos perfectamente logrados que se lanzan al rostro del arte, de la belleza y del mundo.
La situación es desoladora. Me detengo en ella pese a que el título de este artículo es “La disidencia a través de la belleza”. ¿Qué disidencia podría surgir de semejante situación? ¿Qué belleza podría aparecer en un mundo marcado por la fealdad y la insignificancia?
Ante tales dificultades se suele recurrir a los versos de Hölderlin que Heidegger cita sin parar, pero que nunca explica. Dicen así: “Ahí donde está el mayor peligro, ahí anida también lo que salva”.
Nuestro mundo contemporáneo, hundido en la fealdad, ¿podría contener, escondido en su trasfondo, algo que fuera capaz de conducirnos a la belleza?
No voy a esquivar el asunto, como hace Heidegger. Responderé a la pregunta planteada. Pero para ello nos toca chapotear aún un poco más en el lodo del no–arte. El mismo encarna algo nunca visto en toda la historia. Todas las demás desventuras de nuestro tiempo encuentran en otras épocas como una especie de equivalente, por más que sus modalidades sea bien distintas, por supuesto, de las nuestras. Somos los únicos, por ejemplo, que hemos situado la sed de dinero y riqueza en el centro del mundo, pero debemos reconocer que el dinero, el mercado, la codicia… son cosas bien conocidas desde siempre, por más que hasta el capitalismo siempre habían estado situadas en un lugar secundario, no central.
Nunca, en cambio, durante 20.000 años —desde que en los muros de la primera cueva irrumpió esa cosa inaudita, carente de toda utilidad práctica: lo bello—, nunca desde entonces nadie había imaginado un solo instante que lo feo podría un día ser colocado en el lugar de lo bello.
Ahora bien, ¿por qué conceder tanta importancia, se dirá, a un fenómeno que no consiste finalmente más que en una inmensa bellaquería sólo explicable por la sed de dinero?
Sin el dinero, es cierto, el no–arte no existiría en absoluto. Hace falta que haya gente —banqueros, por ejemplo— que compren sus productos para coleccionarlos o para adornar sus salones. El problema es precisamente que los compran, mientras que otros banqueros —los Médicis, por ejemplo— compraban en Florencia las obras maestras que fomentaban. Imaginemos un instante que en Atenas, o en Florencia… donde sea y cuando sea, hasta hace un siglo, se le hubiese ocurrido a un tunante presentar como obra de arte un urinario o un vaso de agua… Nadie habría comprendido siquiera lo que pretendía. O de haberlo comprendido, el tunante habría sido encerrado entre los locos.
Tras la estafa económica del no–arte es todo un estado de espíritu lo que lo posibilita. Y es ese estado de espíritu lo que nos interesa precisamente aquí.
¿Cuál es el estado de espíritu que hace que hayamos llegado ahí: al único mundo que excluye de su seno la belleza… o la encierra en museos? Lo que nuestro mundo excluye no es sólo la belleza del gran arte. Son también las otras manifestaciones de lo bello. Por un lado, la de una naturaleza que explotamos, degradamos, maltratamos… Incluso cuando la miramos —así hacen los turistas— como se mira algo agradable, divertido, bonito. No, “bonita” no es en absoluto la palabra que conviene a la naturaleza (y tampoco a un cuadro, a un poema, a una sinfonía). La naturaleza no es el sitio de esa cosas dulces y suaves que constituyen la bonitura. La naturaleza —el arte también— es el lugar de esa cosa estremecedora a la que llamamos belleza.
Pero… ¿qué es la belleza? Lo bello, decía Goethe, no es otra cosa que “el estremecimiento ante lo sagrado”. El estremecimiento, así pues, ante algo que tiene que ver con lo divino, pero que no se confunde con él. El estremecimiento ante algo inaprehensible… y que por ello mismo se prende de nosotros, nos conmueve, nos arrebata.
Hay además una tercera dimensión a través de la cual se manifiesta lo bello. Es la de la belleza de nuestro entorno. Lo que aquí se despliega no es la belleza estremecedora, de la que hasta ahora ha sido cuestión. Es una belleza menor, por así decirlo; una belleza que se manifiesta —o puede manifestarse— a través de cosas tales como las casas en las que habitamos, el arte con el que las decoramos, los objetos con los que nos rodeamos.
Pero no. Ni habitamos, ni decoramos ni nos rodeamos de tales cosas. Lo hacíamos. Salvo en los anticuarios, semejante belleza no se manifiesta ni en nuestras casas, ni en nuestros pisos, ni en nuestros objetos. Nuestras casas… Tomemos cualquiera de esas casas hechas de acero y hormigón, en donde todo es liso, recto, simple, funcional. Sin curvas, sin arcos, sin molduras, sin ornamentos. Sin gracia, sin encanto, sin calor. Sólo con comodidad y utilidad —las mayores, es cierto, de todos los tiempos.
Y al lado de nuestras viviendas feas o insignificantes, tomemos las casas que se mantienen de pie en un pueblo medieval, o en los antiguos barrios de nuestras ciudades históricas. Olvidemos ahora los monumentos, los palacios, los templos. No es de ellos de los que hablo. Tomemos la más humilde, la más miserable incluso de esas casas que, desafiando el tiempo incrustado en sus piedras, se alzan a través de todo un sinuoso enjambre de callejuelas. No se trata de fastuosas obras maestras, es cierto. Pero, dios mío, ¡qué hermosas son!, exclamamos, sobrecogidos ante un encanto, una gracia que nunca volveremos a encontrar cuando, volviendo de la visita al pueblo medieval o a la ciudad histórica, regresemos a nuestras viviendas tan confortables como insignificantes.
En una palabra, y es de Georges Sorel: “Lo sublime muere en la sociedad burguesa”. Muere en los tres campos en los que se expresa la belleza: en el gran arte, en la relación con la naturaleza, y en todo lo que puede embellecer la vida cotidiana de los mortales que somos.
La paradoja de lo bello
Si lo mío ya era grave y complicado, ahora ya se ha vuelto desesperado. Se supone que debo hablar de “La disidencia a través de la belleza”. Tengo que hablar de la forma en que la belleza —o lo sagrado, como decía Goethe; o lo sublime, como decía Sorel— podría resurgir entre nosotros, y no hago otra cosa que levantar, a todos los niveles, la más abrumadora acta de carencia.
Y sin embargo… es precisamente, es paradójicamente en el seno mismo de tal carencia —de tal “peligro”— donde puede surgir “lo que salva”.
La paradoja, ni que decir tiene, es colosal.
¿En qué consiste, en realidad, esta paradoja que nos aflige? ¿Qué es la cosa tan enorme que nos ha sucedido por primera y única vez en toda la historia? ¿Qué hemos perdido por el camino? ¿Habríamos perdido el gusto, el “sentido de lo bello”, de igual forma que un sordo pierde el sentido del oído, o un ciego la facultad visual? No, no es en absoluto esto.
Lo bello… (o lo sagrado, o lo sublime; los enuncio juntos a fin de evitar cualquier connotación “estetizante”) no es en absoluto una facultad que el sujeto perceptor podría tener o perder. Hace falta, es cierto, un sujeto que acoja, que perciba la belleza. Cuando no había hombres en la tierra, lo bello no existía simplemente en absoluto. Nada existía, en realidad. Ni siquiera Dios, pues un Dios no pensado, no imaginado, no imaginado por nadie no es ningún Dios. Sólo había « cosas » (y la palabra aún es excesiva) que estaban ahí, inertes, mudas, desprovistas de sentido, de significación, de ser. Hace falta una presencia humana ante la cual lo bello pueda desplegarse en toda su grandeza… y en todo su misterio. En esta grandeza y en este misterio gracias a los cuales las cosas son, el mundo es.
El ser de las cosas: el hecho de que sean…, de que sean cosas dotadas de sentido, estallantes de significación: he ahí lo que está en juego en lo bello. La carencia que nos aflige no tiene nada que ver con una falta de gusto, con una falta de sensibilidad estética.
La carencia que nos aflige lo tiene todo que ver con una falta de ser.
¿Qué quiere decir ello? Quiere decir, por un lado, que nos hemos apartado, alejado del ser y de la belleza. Pero ello también quiere decir que el ser y la belleza están como agujereados en sí mismos por una especie de ausencia, de falta. Y esta falta —falta esencial, falta fundacional— es la que experimentamos hoy como nadie la había experimentado jamás. El Gran Pilar divino que, durante siglos, había logrado esconder tal falta, el Gran Pilar que, a partir de su alteridad radical, sostenía —decíase— el ser de las cosas, daba razón de ellas, presidía el progreso de la historia, llenaba de sentido la existencia: ese Gran Pilar se ha desmoronado. Desde hace más de 1.500 años —más, si nos remontamos a la institución platónica de la metafísica—, el Gran Pilar tronaba ahí, majestuoso. Helo ahora por los suelos. Dios ha muerto… y nosotros con él.
¿Cómo podría semejante hundimiento entrañar nuestra “salvación”? ¿Cómo semejante carencia podría permitir el renacimiento de lo bello en la tierra? Por una sencilla razón. Porque esta carencia es la ausencia misma sobre la que se asienta lo bello, lo sublime, lo sagrado.
El hombre contemporáneo experimenta, desde luego, semejante ausencia —la experimenta incluso, decía antes, con mayor fuerza que nunca. La experimenta… pero, aterrado, se aparta inmediatamente de ella. Sabe, como lo sabe el arte, como el arte lo dice y repite, que el mundo no tiene cimientos, que la historia no tiene finalidad, que la existencia carece de sentido, que la vida conduce a la nada que es la muerte. Pero el hombre contemporáneo sigue buscando lo Indudable, lo Verdadero, lo Permanente. No descubriéndolos en sitio alguno, se limita entonces a la inmediatez de la sobrevivencia material (¡ahí al menos sí somos sobresalientes!), al mismo tiempo que se circunscribe a las diversiones más planas y a todo lo que de ello se desprende: el rechazo de lo bello, de lo grande, de lo sublime, de lo noble.
El mundo no tiene fundamento, la historia no tiene finalidad, la vida conduce al sinsentido que es la muerte… El arte lo dice y lo repite al mismo tiempo, sin embargo, que nos muestra —¡ahí está toda la diferencia!— una historia que se mueve sin parar, una vida que restalla de vitalidad, un mundo que se mantiene en pie, y todas las cosas expandidas alrededor. Vida y muerte, ausencia y presencia: he ahí los dos términos que se oponen y se requieren, entrecruzándose sin parar. He ahí la tensión que como la del arco y la flecha, decía Heráclito, lleva la vida, abraza todas las cosas.
Pero he ahí también la tensión que el hombre de hoy rechaza tanto más resueltamente cuanto que la ve como nunca la había visto. Se ha desmoronado, en efecto, el gran andamiaje divino que camuflaba semejante tensión. Pero, en el fondo de sí mismo, el hombre de hoy sigue aspirando a lo Puro, a lo Unívoco, a lo Seguro, a lo Cierto. Por ello es más incapaz que nunca de acoger todo lo que hay de precario y grande, de misterioso y fulgurante, de cambiante y permanente —en una palabra: de bello— en la tierra. Pero como los dos términos de la tensión fundacional del mundo están ahí, abiertos como nunca, bastaría… —“bastaría”…: ¡una forma de hablar, por supuesto!— cambiar nuestro estado de espíritu, modificar la disposición de nuestra alma, para que lo bello pudiera desplegarse en el mundo más poderoso, más misterioso, más fulgurante que nunca.
¿Cómo podría renacer la belleza?
¿Seremos capaces de tal cosa? ¿Conseguiremos un día cambiar semejante estado de espíritu? Hay que esperarlo, hay que desearlo… Hay que luchar.
Hay que luchar… porque, al enfocar las cosas tal como lo hemos hecho hasta ahora, al tratar de descubrir lo que se esconde tras esta cosa que nunca había acontecido —el rechazo de lo bello—, nos hemos sumergido en el nivel más profundo de todo ello, nos hemos dedicado a observar las grandes placas tectónicas —llamémoslas así— que se entrechocan (o se quedan inmóviles) bajos los pasos de los hombres y la presencia de las cosas.
Es hora de observar más atentamente tales placas.
¿Por qué se entrechocan las placas tectónicas? ¿Por qué cambian las épocas? En cierto sentido, cambian… porque cambian, y nadie puede nada al respecto. Pero en otro sentido, hay que reconocer que los cambios de época, las grandes transformaciones en la sensibilidad y en el imaginario de los hombres, no consisten en nada más que en el conjunto de las acciones emprendidas y de las omisiones cometidas por estos mismos hombres.
Nuestra acciones y omisiones… O, dicho con otras palabras, lo que debemos hacer o no hacer cuando defender el arte, abrazar la belleza de l naturaleza, imprimir gracia y elegancia en nuestro entorno cotidiano, se ha convertido en una de las primeras, de las más altas exigencias revolucionarias.
¿Qué podemos, qué debemos hacer?… Un montón de cosas, desde luego.
Ante todo, ser conscientes de semejante exigencia y de las consecuencias que implica. La primera consecuencia consiste evidentemente en combatir los desafueros del no–arte contemporáneo. Pero combatirlo haciendo sobre todo el vacío en torno a él, es decir, no rebajándonos nunca a discutir la logorrea con la que los no–artistas y sus acólitos intentan llenar la nada.
Hacer el vacío en torno al no–arte implica también darle el nombre que es el suyo. Sucede, sin embargo, que cuando denunciamos sus imposturas tenemos la costumbre de hacerlo llamándole “arte contemporáneo”. Lo cual acarrea una molesta consecuencia: cada vez que llamamos “arte” al “no–arte” ya le estamos haciendo involuntariamente el juego.
Ahora bien, cualquiera que sea el nombre que le demos, no es tan sólo denunciando la fealdad como estallará la belleza. ¿Qué hace falta, pues, para que lo bello, lo sublime, lo sagrado llene el aire del mundo? ¿Qué hace falta para que el aire que respiramos esté embriagado de resplandor y envuelto de misterio, lleno tanto de desvelamiento como de fascinación? ¿Qué hace falta, en una palabra, para que lo bello ocupe el lugar, en el centro del mundo, que es el suyo?
¿Qué hace falta?… Hace falta, ante todo, que surjan creadores, evidentemente. En gran número y de forma en absoluto marginal. Necesitamos creadores capaces no sólo de crear grandes obras, sino de encarnar a través de ellas todo un nuevo, todo un gran impulso. Creadores cuyas obras reciban en el mundo y en el corazón de los hombres la acogida que haga que la belleza suplante a los objetos y al dinero de los mercaderes.
Ahora bien, no se trata tan sólo de creadores y de acogida de sus creaciones. De lo que se trata es ante todo del estado de espíritu, del aire que nos envuelve. Sólo envueltos en un aire totalmente distinto, sólo sumiéndonos en un caldo de cultivo absolutamente diferente, sólo así podrán ver la luz nuevas y grandes obras maestras —esa especie hoy casi desaparecida.
Pero al evocar este nuevo y gran impulso, estas nuevas y grandes obras maestras, no hay que limitarse a lo que habitualmente se entiende por ello. No pensemos tan sólo en las esculturas y cuadros, en los cantos y músicas, en los poemas y novelas, en las tragedias y comedias (tanto las del teatro como las del cine, ese arte de la modernidad). Pensemos asimismo en las fiestas y en las celebraciones en las que la belleza —y la emoción, el júbilo, la afirmación de una comunidad, de un ser juntos— se encuentra igualmente presente.
¡Necesario será entonces, se dirá, que todo cambie de arriba abajo para que el mundo, enterrado hoy bajo toneladas de una fealdad pastosa, pueda conocer un día tales fiestas y celebraciones!
Efectivamente: necesario será que todo cambie de forma radical. Pero sólo en un sentido. Pues en otro sentido, tales fiestas y celebraciones… ¡por Dios!, ¡si ya las conocemos de sobra! ¡Si ya están presentes entre nosotros! Es cierto que en número sumamente reducido. Pienso, por ejemplo, para hablar de España, en los ritos de la Semana Santa, en Andalucía sobre todo, donde un vivo, profundo fervor se mezcla con toda la belleza barroca que rodea a las imágenes —obras maestras del Siglo de Oro— que se despliegan durante siete días por las calles y callejuelas de tantas ciudades y pueblos. Pienso también en todos los ritos, en todos los símbolos, en toda la belleza que se despliega en esas otras fiestas que son en España y en el sur de Francia, sin olvidar Hispanoamérica, las corridas de toros. Añadamos a ello montones de otras fiestas populares que aún se mantienen vivas en nuestra Europa. Por citar tan sólo algunas de ellas: pienso, por ejemplo, en las carreras de caballos del Palio de Siena, en Italia; en las fiestas del Carnaval en los países del norte de Europa; en los rituales paganos en los países bálticos.
Ahora bien, todas estas fiestas y celebraciones comparten otro rasgo esencial: constituyen una especie de paréntesis abierto… y en seguida cerrado en la vida de nuestros pueblos y de nuestra gente. Estas fiestas son como una hendidura por la que atraviesa, como un rayo que estalla y se desvaneces, algo del aliento de lo bello y de lo sagrado.
Es cierto, sin embargo, que cualquier fiesta es, por definición, efímera. Dado que la vida no puede ser nunca, por más que los hippies se empeñen, una fiesta permanente, hace falta que la vida corriente retome sus derechos y su rutina.
Hace falta, sí. Pero lo que no hace en absoluto falta es que la vida corriente sea tan sosa y morosa que no deje pasar nada del espíritu de la fiesta, del júbilo, de la emoción. Tomemos un ejemplo. De igual modo que nuestro ocio, masivo y turistizado, aunque difiere de nuestra vida corriente, se halla profundamente contaminado por el espíritu del Trabajo y de la Técnica que la preside, de igual modo —pero a la inversa— hace falta que el espíritu de lo bello y de lo sagrado, desplegándose en fiestas y celebraciones, contamine, destiña a su vez en la vida corriente de los hombres.
Sólo así nuestra vida, incluso en lo que tiene de más incoloro y anodino, podrá ser tocada por el aliento de lo bello. Tocada por él de forma parecida a como en la novela, o en el cine, o en tantos grandes lienzos, gente fea y anodina, gente que vive vidas insípidas y morosas, son tocadas por la gracia incandescente de lo bello. Es decir, de lo verdadero.
Este artículo es la traducción de la conferencia pronunciada por Javier R. Portella el 25 de abril de 2015 en el Colloque de l'Institut Iliade, en París.
JAVIER R. PORTELLA
Hace no demasiado tiempo, un vaso de agua —ojo: no la representación de un vaso, sino un auténtico vaso lleno de agua en estado líquido— se vendió por 20.000 euros en esa cosa denominada feria internacional ARCO de Madrid. Da igual el nombre del impostor que lo perpetró y al que nadie por supuesto detuvo por delito de estafa manifiesta. Cuando su predecesor, un tal Marcel Duchamp, presentó hace un siglo un cierto urinario en una Exposición de arte neoyorkina, tuvo el mérito al menos de haber sido el primero en inventar tales bellaquerías. Huelga decir que tampoco fue nunca detenido.
Después del urinario, prosigamos en el registro escatológico. Hace también algo más de un año, un inmenso plug anal fue plantado en la plaza Vendôme de París. Alguien lo demolió una buena noche, realizando de tal modo una acción de la que cabría felicitarse si no fuera que hay quienes, ante la total impunidad del hecho, llegaron a insinuar que bien hubiera podido ser el propio autor quien encargó tal destrucción (total, por el coste del mamotreto y dada la publicidad alcanzada…). Congratulémonos, sin embargo, por tal destrucción, no porque dicho engendro significara alguna “ofensa a la virtud”, sino porque representaba una ofensa a algo mucho más importante: al arte y a la civilización. Como la representan todos los engendros del no–arte contemporáneo, a todos los cuales se les debería deparar idéntica suerte.
¿Qué relación guardan tales aberraciones con el arte de las vanguardias que florecieron en Europa hace poco más o menos un siglo? Es obvio que las vanguardias facilitaron las cosas, abrieron una vía —ya he aludido a Duchamp y a su célebre urinario— que ha acabado desembocando indirectamente en el gran hundimiento que conocemos. Pero el que las cosas hayan llegado a tales aberraciones no tiene nada de ineluctable. Por el contrario, el alto vuelo transgresor que, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, se desplegó en el arte europeo llevaba en sí mismo toda la grandeza de quienes se lanzan a buscar, rebeldes, desgarrados, aventureros. El que semejante desgarro, lejos de imbricarse en la multifacética plenitud del ser, haya terminado conduciendo al reino de la nada, es desde luego asunto distinto.
Un asunto que consiste en un cataclismo: el de considerar que los productos del no–arte tienen algo que ver con el arte, comparten con él el mismo cesto, mantienen algún tipo de relación con cosas tales como la Afrodita de Praxíteles, El nacimiento de Venus Botticelli, el David de Miguel Ángel, Las Meninas de Velázquez, Las botas de campesino de Van Gogh, El beso de Klimt…
¡Y ahí sí que no! Basta en poner en relación tales cosas para ver hasta qué punto lo que tiene lugar es la destrucción pura y simple del arte. No, los engendros del no–arte no son obras de arte fallidas. Son escupitajos perfectamente logrados que se lanzan al rostro del arte, de la belleza y del mundo.
La situación es desoladora. Me detengo en ella pese a que el título de este artículo es “La disidencia a través de la belleza”. ¿Qué disidencia podría surgir de semejante situación? ¿Qué belleza podría aparecer en un mundo marcado por la fealdad y la insignificancia?
Ante tales dificultades se suele recurrir a los versos de Hölderlin que Heidegger cita sin parar, pero que nunca explica. Dicen así: “Ahí donde está el mayor peligro, ahí anida también lo que salva”.
Nuestro mundo contemporáneo, hundido en la fealdad, ¿podría contener, escondido en su trasfondo, algo que fuera capaz de conducirnos a la belleza?
No voy a esquivar el asunto, como hace Heidegger. Responderé a la pregunta planteada. Pero para ello nos toca chapotear aún un poco más en el lodo del no–arte. El mismo encarna algo nunca visto en toda la historia. Todas las demás desventuras de nuestro tiempo encuentran en otras épocas como una especie de equivalente, por más que sus modalidades sea bien distintas, por supuesto, de las nuestras. Somos los únicos, por ejemplo, que hemos situado la sed de dinero y riqueza en el centro del mundo, pero debemos reconocer que el dinero, el mercado, la codicia… son cosas bien conocidas desde siempre, por más que hasta el capitalismo siempre habían estado situadas en un lugar secundario, no central.
Nunca, en cambio, durante 20.000 años —desde que en los muros de la primera cueva irrumpió esa cosa inaudita, carente de toda utilidad práctica: lo bello—, nunca desde entonces nadie había imaginado un solo instante que lo feo podría un día ser colocado en el lugar de lo bello.
Ahora bien, ¿por qué conceder tanta importancia, se dirá, a un fenómeno que no consiste finalmente más que en una inmensa bellaquería sólo explicable por la sed de dinero?
Sin el dinero, es cierto, el no–arte no existiría en absoluto. Hace falta que haya gente —banqueros, por ejemplo— que compren sus productos para coleccionarlos o para adornar sus salones. El problema es precisamente que los compran, mientras que otros banqueros —los Médicis, por ejemplo— compraban en Florencia las obras maestras que fomentaban. Imaginemos un instante que en Atenas, o en Florencia… donde sea y cuando sea, hasta hace un siglo, se le hubiese ocurrido a un tunante presentar como obra de arte un urinario o un vaso de agua… Nadie habría comprendido siquiera lo que pretendía. O de haberlo comprendido, el tunante habría sido encerrado entre los locos.
Tras la estafa económica del no–arte es todo un estado de espíritu lo que lo posibilita. Y es ese estado de espíritu lo que nos interesa precisamente aquí.
¿Cuál es el estado de espíritu que hace que hayamos llegado ahí: al único mundo que excluye de su seno la belleza… o la encierra en museos? Lo que nuestro mundo excluye no es sólo la belleza del gran arte. Son también las otras manifestaciones de lo bello. Por un lado, la de una naturaleza que explotamos, degradamos, maltratamos… Incluso cuando la miramos —así hacen los turistas— como se mira algo agradable, divertido, bonito. No, “bonita” no es en absoluto la palabra que conviene a la naturaleza (y tampoco a un cuadro, a un poema, a una sinfonía). La naturaleza no es el sitio de esa cosas dulces y suaves que constituyen la bonitura. La naturaleza —el arte también— es el lugar de esa cosa estremecedora a la que llamamos belleza.
Pero… ¿qué es la belleza? Lo bello, decía Goethe, no es otra cosa que “el estremecimiento ante lo sagrado”. El estremecimiento, así pues, ante algo que tiene que ver con lo divino, pero que no se confunde con él. El estremecimiento ante algo inaprehensible… y que por ello mismo se prende de nosotros, nos conmueve, nos arrebata.
Hay además una tercera dimensión a través de la cual se manifiesta lo bello. Es la de la belleza de nuestro entorno. Lo que aquí se despliega no es la belleza estremecedora, de la que hasta ahora ha sido cuestión. Es una belleza menor, por así decirlo; una belleza que se manifiesta —o puede manifestarse— a través de cosas tales como las casas en las que habitamos, el arte con el que las decoramos, los objetos con los que nos rodeamos.
Pero no. Ni habitamos, ni decoramos ni nos rodeamos de tales cosas. Lo hacíamos. Salvo en los anticuarios, semejante belleza no se manifiesta ni en nuestras casas, ni en nuestros pisos, ni en nuestros objetos. Nuestras casas… Tomemos cualquiera de esas casas hechas de acero y hormigón, en donde todo es liso, recto, simple, funcional. Sin curvas, sin arcos, sin molduras, sin ornamentos. Sin gracia, sin encanto, sin calor. Sólo con comodidad y utilidad —las mayores, es cierto, de todos los tiempos.
Y al lado de nuestras viviendas feas o insignificantes, tomemos las casas que se mantienen de pie en un pueblo medieval, o en los antiguos barrios de nuestras ciudades históricas. Olvidemos ahora los monumentos, los palacios, los templos. No es de ellos de los que hablo. Tomemos la más humilde, la más miserable incluso de esas casas que, desafiando el tiempo incrustado en sus piedras, se alzan a través de todo un sinuoso enjambre de callejuelas. No se trata de fastuosas obras maestras, es cierto. Pero, dios mío, ¡qué hermosas son!, exclamamos, sobrecogidos ante un encanto, una gracia que nunca volveremos a encontrar cuando, volviendo de la visita al pueblo medieval o a la ciudad histórica, regresemos a nuestras viviendas tan confortables como insignificantes.
En una palabra, y es de Georges Sorel: “Lo sublime muere en la sociedad burguesa”. Muere en los tres campos en los que se expresa la belleza: en el gran arte, en la relación con la naturaleza, y en todo lo que puede embellecer la vida cotidiana de los mortales que somos.
La paradoja de lo bello
Si lo mío ya era grave y complicado, ahora ya se ha vuelto desesperado. Se supone que debo hablar de “La disidencia a través de la belleza”. Tengo que hablar de la forma en que la belleza —o lo sagrado, como decía Goethe; o lo sublime, como decía Sorel— podría resurgir entre nosotros, y no hago otra cosa que levantar, a todos los niveles, la más abrumadora acta de carencia.
Y sin embargo… es precisamente, es paradójicamente en el seno mismo de tal carencia —de tal “peligro”— donde puede surgir “lo que salva”.
La paradoja, ni que decir tiene, es colosal.
¿En qué consiste, en realidad, esta paradoja que nos aflige? ¿Qué es la cosa tan enorme que nos ha sucedido por primera y única vez en toda la historia? ¿Qué hemos perdido por el camino? ¿Habríamos perdido el gusto, el “sentido de lo bello”, de igual forma que un sordo pierde el sentido del oído, o un ciego la facultad visual? No, no es en absoluto esto.
Lo bello… (o lo sagrado, o lo sublime; los enuncio juntos a fin de evitar cualquier connotación “estetizante”) no es en absoluto una facultad que el sujeto perceptor podría tener o perder. Hace falta, es cierto, un sujeto que acoja, que perciba la belleza. Cuando no había hombres en la tierra, lo bello no existía simplemente en absoluto. Nada existía, en realidad. Ni siquiera Dios, pues un Dios no pensado, no imaginado, no imaginado por nadie no es ningún Dios. Sólo había « cosas » (y la palabra aún es excesiva) que estaban ahí, inertes, mudas, desprovistas de sentido, de significación, de ser. Hace falta una presencia humana ante la cual lo bello pueda desplegarse en toda su grandeza… y en todo su misterio. En esta grandeza y en este misterio gracias a los cuales las cosas son, el mundo es.
El ser de las cosas: el hecho de que sean…, de que sean cosas dotadas de sentido, estallantes de significación: he ahí lo que está en juego en lo bello. La carencia que nos aflige no tiene nada que ver con una falta de gusto, con una falta de sensibilidad estética.
La carencia que nos aflige lo tiene todo que ver con una falta de ser.
¿Qué quiere decir ello? Quiere decir, por un lado, que nos hemos apartado, alejado del ser y de la belleza. Pero ello también quiere decir que el ser y la belleza están como agujereados en sí mismos por una especie de ausencia, de falta. Y esta falta —falta esencial, falta fundacional— es la que experimentamos hoy como nadie la había experimentado jamás. El Gran Pilar divino que, durante siglos, había logrado esconder tal falta, el Gran Pilar que, a partir de su alteridad radical, sostenía —decíase— el ser de las cosas, daba razón de ellas, presidía el progreso de la historia, llenaba de sentido la existencia: ese Gran Pilar se ha desmoronado. Desde hace más de 1.500 años —más, si nos remontamos a la institución platónica de la metafísica—, el Gran Pilar tronaba ahí, majestuoso. Helo ahora por los suelos. Dios ha muerto… y nosotros con él.
¿Cómo podría semejante hundimiento entrañar nuestra “salvación”? ¿Cómo semejante carencia podría permitir el renacimiento de lo bello en la tierra? Por una sencilla razón. Porque esta carencia es la ausencia misma sobre la que se asienta lo bello, lo sublime, lo sagrado.
El hombre contemporáneo experimenta, desde luego, semejante ausencia —la experimenta incluso, decía antes, con mayor fuerza que nunca. La experimenta… pero, aterrado, se aparta inmediatamente de ella. Sabe, como lo sabe el arte, como el arte lo dice y repite, que el mundo no tiene cimientos, que la historia no tiene finalidad, que la existencia carece de sentido, que la vida conduce a la nada que es la muerte. Pero el hombre contemporáneo sigue buscando lo Indudable, lo Verdadero, lo Permanente. No descubriéndolos en sitio alguno, se limita entonces a la inmediatez de la sobrevivencia material (¡ahí al menos sí somos sobresalientes!), al mismo tiempo que se circunscribe a las diversiones más planas y a todo lo que de ello se desprende: el rechazo de lo bello, de lo grande, de lo sublime, de lo noble.
El mundo no tiene fundamento, la historia no tiene finalidad, la vida conduce al sinsentido que es la muerte… El arte lo dice y lo repite al mismo tiempo, sin embargo, que nos muestra —¡ahí está toda la diferencia!— una historia que se mueve sin parar, una vida que restalla de vitalidad, un mundo que se mantiene en pie, y todas las cosas expandidas alrededor. Vida y muerte, ausencia y presencia: he ahí los dos términos que se oponen y se requieren, entrecruzándose sin parar. He ahí la tensión que como la del arco y la flecha, decía Heráclito, lleva la vida, abraza todas las cosas.
Pero he ahí también la tensión que el hombre de hoy rechaza tanto más resueltamente cuanto que la ve como nunca la había visto. Se ha desmoronado, en efecto, el gran andamiaje divino que camuflaba semejante tensión. Pero, en el fondo de sí mismo, el hombre de hoy sigue aspirando a lo Puro, a lo Unívoco, a lo Seguro, a lo Cierto. Por ello es más incapaz que nunca de acoger todo lo que hay de precario y grande, de misterioso y fulgurante, de cambiante y permanente —en una palabra: de bello— en la tierra. Pero como los dos términos de la tensión fundacional del mundo están ahí, abiertos como nunca, bastaría… —“bastaría”…: ¡una forma de hablar, por supuesto!— cambiar nuestro estado de espíritu, modificar la disposición de nuestra alma, para que lo bello pudiera desplegarse en el mundo más poderoso, más misterioso, más fulgurante que nunca.
¿Cómo podría renacer la belleza?
¿Seremos capaces de tal cosa? ¿Conseguiremos un día cambiar semejante estado de espíritu? Hay que esperarlo, hay que desearlo… Hay que luchar.
Hay que luchar… porque, al enfocar las cosas tal como lo hemos hecho hasta ahora, al tratar de descubrir lo que se esconde tras esta cosa que nunca había acontecido —el rechazo de lo bello—, nos hemos sumergido en el nivel más profundo de todo ello, nos hemos dedicado a observar las grandes placas tectónicas —llamémoslas así— que se entrechocan (o se quedan inmóviles) bajos los pasos de los hombres y la presencia de las cosas.
Es hora de observar más atentamente tales placas.
¿Por qué se entrechocan las placas tectónicas? ¿Por qué cambian las épocas? En cierto sentido, cambian… porque cambian, y nadie puede nada al respecto. Pero en otro sentido, hay que reconocer que los cambios de época, las grandes transformaciones en la sensibilidad y en el imaginario de los hombres, no consisten en nada más que en el conjunto de las acciones emprendidas y de las omisiones cometidas por estos mismos hombres.
Nuestra acciones y omisiones… O, dicho con otras palabras, lo que debemos hacer o no hacer cuando defender el arte, abrazar la belleza de l naturaleza, imprimir gracia y elegancia en nuestro entorno cotidiano, se ha convertido en una de las primeras, de las más altas exigencias revolucionarias.
¿Qué podemos, qué debemos hacer?… Un montón de cosas, desde luego.
Ante todo, ser conscientes de semejante exigencia y de las consecuencias que implica. La primera consecuencia consiste evidentemente en combatir los desafueros del no–arte contemporáneo. Pero combatirlo haciendo sobre todo el vacío en torno a él, es decir, no rebajándonos nunca a discutir la logorrea con la que los no–artistas y sus acólitos intentan llenar la nada.
Hacer el vacío en torno al no–arte implica también darle el nombre que es el suyo. Sucede, sin embargo, que cuando denunciamos sus imposturas tenemos la costumbre de hacerlo llamándole “arte contemporáneo”. Lo cual acarrea una molesta consecuencia: cada vez que llamamos “arte” al “no–arte” ya le estamos haciendo involuntariamente el juego.
Ahora bien, cualquiera que sea el nombre que le demos, no es tan sólo denunciando la fealdad como estallará la belleza. ¿Qué hace falta, pues, para que lo bello, lo sublime, lo sagrado llene el aire del mundo? ¿Qué hace falta para que el aire que respiramos esté embriagado de resplandor y envuelto de misterio, lleno tanto de desvelamiento como de fascinación? ¿Qué hace falta, en una palabra, para que lo bello ocupe el lugar, en el centro del mundo, que es el suyo?
¿Qué hace falta?… Hace falta, ante todo, que surjan creadores, evidentemente. En gran número y de forma en absoluto marginal. Necesitamos creadores capaces no sólo de crear grandes obras, sino de encarnar a través de ellas todo un nuevo, todo un gran impulso. Creadores cuyas obras reciban en el mundo y en el corazón de los hombres la acogida que haga que la belleza suplante a los objetos y al dinero de los mercaderes.
Ahora bien, no se trata tan sólo de creadores y de acogida de sus creaciones. De lo que se trata es ante todo del estado de espíritu, del aire que nos envuelve. Sólo envueltos en un aire totalmente distinto, sólo sumiéndonos en un caldo de cultivo absolutamente diferente, sólo así podrán ver la luz nuevas y grandes obras maestras —esa especie hoy casi desaparecida.
Pero al evocar este nuevo y gran impulso, estas nuevas y grandes obras maestras, no hay que limitarse a lo que habitualmente se entiende por ello. No pensemos tan sólo en las esculturas y cuadros, en los cantos y músicas, en los poemas y novelas, en las tragedias y comedias (tanto las del teatro como las del cine, ese arte de la modernidad). Pensemos asimismo en las fiestas y en las celebraciones en las que la belleza —y la emoción, el júbilo, la afirmación de una comunidad, de un ser juntos— se encuentra igualmente presente.
¡Necesario será entonces, se dirá, que todo cambie de arriba abajo para que el mundo, enterrado hoy bajo toneladas de una fealdad pastosa, pueda conocer un día tales fiestas y celebraciones!
Efectivamente: necesario será que todo cambie de forma radical. Pero sólo en un sentido. Pues en otro sentido, tales fiestas y celebraciones… ¡por Dios!, ¡si ya las conocemos de sobra! ¡Si ya están presentes entre nosotros! Es cierto que en número sumamente reducido. Pienso, por ejemplo, para hablar de España, en los ritos de la Semana Santa, en Andalucía sobre todo, donde un vivo, profundo fervor se mezcla con toda la belleza barroca que rodea a las imágenes —obras maestras del Siglo de Oro— que se despliegan durante siete días por las calles y callejuelas de tantas ciudades y pueblos. Pienso también en todos los ritos, en todos los símbolos, en toda la belleza que se despliega en esas otras fiestas que son en España y en el sur de Francia, sin olvidar Hispanoamérica, las corridas de toros. Añadamos a ello montones de otras fiestas populares que aún se mantienen vivas en nuestra Europa. Por citar tan sólo algunas de ellas: pienso, por ejemplo, en las carreras de caballos del Palio de Siena, en Italia; en las fiestas del Carnaval en los países del norte de Europa; en los rituales paganos en los países bálticos.
Ahora bien, todas estas fiestas y celebraciones comparten otro rasgo esencial: constituyen una especie de paréntesis abierto… y en seguida cerrado en la vida de nuestros pueblos y de nuestra gente. Estas fiestas son como una hendidura por la que atraviesa, como un rayo que estalla y se desvaneces, algo del aliento de lo bello y de lo sagrado.
Es cierto, sin embargo, que cualquier fiesta es, por definición, efímera. Dado que la vida no puede ser nunca, por más que los hippies se empeñen, una fiesta permanente, hace falta que la vida corriente retome sus derechos y su rutina.
Hace falta, sí. Pero lo que no hace en absoluto falta es que la vida corriente sea tan sosa y morosa que no deje pasar nada del espíritu de la fiesta, del júbilo, de la emoción. Tomemos un ejemplo. De igual modo que nuestro ocio, masivo y turistizado, aunque difiere de nuestra vida corriente, se halla profundamente contaminado por el espíritu del Trabajo y de la Técnica que la preside, de igual modo —pero a la inversa— hace falta que el espíritu de lo bello y de lo sagrado, desplegándose en fiestas y celebraciones, contamine, destiña a su vez en la vida corriente de los hombres.
Sólo así nuestra vida, incluso en lo que tiene de más incoloro y anodino, podrá ser tocada por el aliento de lo bello. Tocada por él de forma parecida a como en la novela, o en el cine, o en tantos grandes lienzos, gente fea y anodina, gente que vive vidas insípidas y morosas, son tocadas por la gracia incandescente de lo bello. Es decir, de lo verdadero.
Este artículo es la traducción de la conferencia pronunciada por Javier R. Portella el 25 de abril de 2015 en el Colloque de l'Institut Iliade, en París.
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