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domingo, 9 de octubre de 2022

LA MALDICIÓN DE GOLIAT: EL DILEMA MORAL EN LOS CONFLICTOS ASIMÉTRICOS.

COMENTARIO: Este artículo fue escrito por el año de 2004 cuando las FFAA se aprestaban a enfrentar un conflicto, en este caso su despliegue en Haití, sin haberse preparado adecuadamente para ello. Designado director del CAECOPAZ (Centro Argentino de Entrenamiento Conjunto de Fuerzas para Operaciones de Paz) me puse a pensar en la doctrina que debíamos desarrollar para enfrentar esa situación. Con el paso el tiempo, junto con la colaboración de varios oficiales y de personal civil de ese instituto; pudimos dar a luz un manual de operaciones con el cual instruimos a 6 contingentes argentinos que fueron desplegados.

Los contingentes argentinos en Haití estuvieron más de una década desplegada sin mayores inconvenientes y logrando cumplir con su misión: colaborar en la pacificación de un escenario muy complejo. Lo que fue reconocido internacionalmente. 

Este fue el 1er artículo en el que traté el tema. Mientras que, hoy como ayer, se vuelve hablar de un conflicto. En este caso del mal designado "Conflicto Mapuche". Tal vez, esta lectura ayude a los que tengan que enfrentarlo a tener la visión correcta del mismo. Porque, no hay substituto para la victoria. 


por el Tcnl Carlos Pissolito


“Tú vienes a mí con espada, lanza y venablo, pero yo voy contra ti en el nombre del Dios de los ejércitos a quien has insultado.

De David a Goliat. Samuel, 17,45.



A modo de introducción

Todos estamos familiarizados con la leyenda sobre el enfrentamiento que en tiempos bíblicos mantuvieron David y Goliat. Por milenios ha sido entronizada como el combate heroico por excelencia, donde un pastor adolescente desafió, hirió y mató a un gran guerrero profesional. Los mitos son poderosos por cuanto carecen de explicación racional, no la necesitan, pues están más allá de ella. Pero, cuál hubiera sido la leyenda si Goliat, en vez de intentar vencer y matar a David, para lo cual aparentemente, lo tenía todo de su lado; hubiera aparecido en el lugar pactado para el encuentro desarmado; lo que hubiera sorprendido al novel guerrero judío, permitiéndole tomarlo, ponerlo sobre sus rodillas y propinarle una paliza. Con toda certeza, que David hubiera emergido del campo de combate vivo; pero, lo que es más importante, no como un héroe. Igualmente, Goliat tampoco habría muerto, mientras que su paternal actitud sólo hubiera levantado risas y complicidades, tanto entre los filisteos como entre los judíos.

¿Qué queremos significar con esto? Muy sencillo, cuando estamos frente a una situación de conflicto entre un débil y un poderoso, como es el caso de los conflictos asimétricos, caben dos filosofías estratégicas. La más evidente y lineal, es que el fuerte aplaste al débil con todos sus medios a disposición o la menos evidente y paradójica que es la evitar el enfrentamiento directo. La primera de las posturas cuenta con el apoyo de la tradición occidental sustentada intelectualmente en la concepción de la guerra enunciada por Carl von Clausewitz en el siglo XIX. Como tal es el núcleo de las doctrinas oficiales de defensa actualmente en boga en la mayoría de los Estados modernos, entre otros el nuestro. La segunda reconoce su origen lejano en el gran pensador militar chino del siglo III a.C. conocido como Sun Tzu, aunque también ha tenido y tiene sostenedores occidentales como Liddel Hart, T.E. Lawrence y van Creveld entre otros.

Sobre trinidades y trilogías

Específicamente, T.E Lawrence, conocido mundialmente por haber dirigido exitosamente la sublevación de los pueblos árabes contra el dominio turco durante la 1ra Guerra Mundial, sostenía que en todo conflicto humano hay tres componentes: uno material, representado por las armas y el equipamiento, uno psicológico, ubicado en el estado mental de los que combaten y los que apoyan a los que combaten y uno moral, relacionado con la justicia de la causa por la que se lucha. Por siglos, Occidente, a partir del surgimiento del Estado laico negó que la guerra pudiera ser librada en nombre de otra cosa que no fuera su propio interés soberano, con ello creía clausurar una época de abusos y de conflictos librados en nombre de intereses personales, de ciudades y de diversos grupos étnicos y religiosos que habían caracterizado los conflictos, tanto en la Antigüedad clásica como durante la Cristiandad medieval y los comienzos de la era moderna. 

Por el contrario, Oriente privilegió siempre en una lucha la causa final por la cual la misma era librada y la motivación moral que de ello se derivaba para los combatientes. Por ejemplo, para el propio Sun Tzu la primera condición de éxito de una campana militar era su justificación moral y la honradez del comandante. Algo, que hubiera despertado una socarrona sonrisa en el autor de von Krieg. Tanto en Oriente como en Occidente han existido doctrinas destinadas a determinar la justicia de una guerra. No es nuestra intención entrar en los complicados meandros de tales justificaciones; sino simplemente resaltar un hecho histórico: el lado débil de toda confrontación generalmente es el que con mayor facilidad ha recibido el reconocimiento de estar luchado o haber luchado por algo más justo, esta percepción se ha reforzado con el paso del tiempo y en forma independiente de cual fuera el resultado final. Desconocemos los fundamentos para que esto sea así, probablemente se encuentren en algún mecanismo de nuestra psicología profunda o de nuestro inconciente colectivo, si es que algo así existiera.

Sí sabemos, por innumerables ejemplos, que esto se ha verificado muchas veces a lo largo y a lo ancho de la historia del mundo. Baste citar uno bien conocido por todos: los sucesivos enfrentamientos entre vietnamitas contra franceses, norteamericanos y chinos en la Península de Indochina durante la última mitad del siglo XX. Mas allá de la habilidad militar de los primeros por derrotar a todos sus más poderosos contendientes podemos resaltar que Giap y sus sucesores gozaron de algunas ventajas, que no eran del todo evidentes: primero, se ganaron la simpatía del mundo en general y lo que fue más importante, la de los públicos internos de sus respectivos enemigos; segundo, el hecho de ser el lado débil les permitió no atarse a las denominadas convenciones de la guerra y violarlas cuando tenían la necesidad táctica de ello y por otro lado, quejarse ruidosamente cuando eran objeto de algún tipo de violación; tercero, y muchas veces olvidado por muchos conquistadores, ellos estaban allí para quedarse para siempre. 

Un cínico podría responder a estas ventajas diciendo que los vietnamitas pagaron un altísimo costo humano por tales ventajas. Esto es cierto, y aquí radica, precisamente, la última de ellas: estuvieron dispuestos a pagar un costo mayor que el de sus ocasionales adversarios. Pero es aquí donde la paradoja se torna aun más evidente. Mientras más bajas y daños los aparatos militares de Francia, especialmente el de los EE.UU. –por lejos el más poderoso de todos- y el de su vecina China, mayor era la resolución del pueblo vietnamita por apoyar a sus dirigentes en arriesgarlo todo, a la vez que menor era la resolución de los agresores por seguir propinándolos; sin mencionar la consiguiente elevación de la condena de la opinión publica internacional.

El dilema de Goliat

¿Quién no querría estar en las sandalias gloriosas de un David? Tener el derecho de pelear a muerte contra un agresor donde todos los golpes estarían permitidos, a la vez que, aun nuestra derrota nos sería perdonada por nuestra intrínseca debilidad sin mencionar la gloria que recibiríamos si eventualmente ganáramos. Pero sucede que no siempre tendremos la sabiduría o el poder de elegir el lado de una confrontación, como soldados profesionales podemos encontrarnos muy fácilmente ante el dilema de Goliat. Es mas, la lógica clausewitziana que rige nuestra profesión, en la mayoría de los ejércitos modernos, nos exige que peleemos respetando las convenciones de la guerra, pero sin cuestionarnos sobre la moralidad de la causa final; ya que esto es responsabilidad exclusiva del Estado. Al que esto le parezca raro le pedimos que piense en un ejemplo imaginario: una reducida pero bien armada fuerza de paz custodiando un depósito de ayuda humanitaria o peor aun a hombres, mujeres y niños de una etnia minoritaria ubicados en un zona donde opera un grupo rebelde, con niños-soldados entre ellos, que no reconoce el cese al fuego, armado con machetes y “tumberas”. 

Por lo tanto, no sería raro que revestidos con la armadura de Goliat tengamos a nuestro frente a algún aspirante a David. En cuyo caso ¿que tendríamos que hacer? En principio, saber que nuestras posibilidades de ganar no son las mejores; aunque tengamos más potencia de fuego, gocemos de protección blindada y dispongamos de mejor movilidad táctica que nuestros desarrapados adversarios; ya que seguramente ninguno de ellos habrá asistido a ninguna escuela de conducción militar; pero que sabrán muy bien lo que quieren y como conseguirlo. Comenzaremos a tener la posibilidad de ganar cuando nos demos cuenta de que en realidad nosotros somos el lado débil de la confrontación y que no podremos ganarla con nuestra superioridad material sino que tendremos que hacerlo a pesar de ella.

Más concretamente, en principio y desde el principio, deberemos tratar de explicar la justicia de nuestra causa, que no estamos allí como meros ejecutores de órdenes o de mandatos superiores. La población deberá comprender que nuestra presencia es solo transitoria y orientada a ayudarlos a ellos, los locales a superar una situación de emergencia. Si esto se lograra, vale decir que la mayoría de la población no nos percibiera como su enemigo, habremos hecho mucho aunque nos faltará algo importante, qué hacer cuando los duros, los irreconciliables de siempre se presenten a pelear. Aquí, al contrario de lo que se nos ha enseñado durante años en nuestras escuelas, no deberemos solicitar más apoyo de fuego, movilizar a las reservas y disponernos a aplastar a nuestros oponentes. Por el contrario, deberemos buscar desescalar no escalar la crisis. Aquí es donde deberá privar la prudencia ya que será necesario evaluar muchos factores en un lapso muy breve. Por lo tanto, no habrá recetas. Por ejemplo, hemos sido testigos de que en situaciones tensas el enviar una patrulla a pie y desarmada dispuesta a hablar con los “referentes” del otro lado da mucho más resultado que enviar una sección mecanizada con las escotillas cerradas en orden de combate. También, la convivencia cotidiana con la población, al margen de chalecos antibalas y anteojos de sol serán nuestra mejor protección; no los campos atrincherados rodeados de alambres de púas, que con toda seguridad serán una invitación al ataque. Vivir entremezclados con la población nos otorgará una ventaja doble: obtener información de primera mano y protección. Obviamente, habrá situaciones donde esto no será posible, sin ceder lisa y llanamente a la extorsión del grupo que nos amenaza o desproteger las cosas o personas bajo nuestra custodia o poner en serio riesgo la vida de nuestros subordinados. Llegado a ese punto sólo restará, como ultima ratio, el ejercicio de la violencia. Pero, al contrario de lo sostenido por Clausewitz y sus seguidores modernos esta violencia deberá ser empleada sabiendo que debe tener límites y estar acotada en tiempo, espacio y efectos; operando bajo el principio de que lo menos que se haga uso de ella mejor será. Si fuera posible, deberán ser los propios locales quienes la administren o en su defecto un grupo reducido y altamente adiestrado al efecto de nuestras fuerzas.

A modo de conclusión

Si no estuviéramos dispuestos a correr estos riesgos, entre los cuales debería estar el nada despreciable de aceptar bajas propias aún en un nivel mayor que el de nuestros oponentes, nuestros superiores políticos harían bien en no imponernos este tipo de misiones y dejar el campo libre a las facciones; ya que estaríamos condenados tanto por actuar, ya que casi con certeza todo lo que hiciéramos sería visto como un exceso; como por no hacerlo; pues seguramente muchos inocentes sufrirían con nuestra inacción. Una vez más apelamos a la historia y no a alguna teoría política en particular, nombres como Rwanda, Srebrenica, Mogadishu, esperemos que no Port-au-Prince, resuenan en nuestros oídos como prueba de que lo que estamos diciendo es cierto.


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