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por Diego Fusaro
Recordemos brevemente el célebre pasaje del texto monumental Ab Urbe condita, en el que Tito Livio narra la fundación de Roma. Como es bien sabido, lo presenta como el resultado de un fratricidio cometido para castigar la violación de una frontera materializada en forma de muro. Sic deinde, quicumque alius transiliet moenia mea ("Así terminará de ahora en adelante para cualquier otro que salte por encima de mi muro"), son las inequívocas palabras de advertencia que Rómulo pronuncia después de haber matado a su hermano. La expresión latina moenia nos remite a los "muros construidos" que no se pueden escalar, asaltar o, en todo caso, cruzar: Remo es asesinado no porque haya cruzado una frontera, sino porque ha cruzado un muro. El poder soberano regula el cruce de fronteras y niega el cruce de muros. Estos últimos, como enseña el trágico acontecimiento fundacional de Roma, terminan por destruir la relación con el Otro en su forma más íntima e indisoluble, que está representada por el vínculo entre los dos hermanos.
En un escenario diferente, las mismas murallas de Troya finalmente decretan su decadencia. Marcan el círculo de la vida y la fertilidad, encerrados dentro de los límites protegidos del espacio urbano que durante nueve años resistió el asedio de las tropas aqueas. Pero esa frontera, rígida y endurecida en paredes sólidas, termina matando la vida misma, moviendo el campo de batalla de afuera hacia adentro: fuera de las paredes, para los troyanos, no hay otra vida con la que relacionarse, sino solo "guerra y muerte" (πόλεμος y θάνατος).
Es la paradoja ligada a la lógica de la inmunización, tal como la ha abordado la biopolítica contemporánea en sus principales atribuciones de sentido: expuesta en su formulación más simple e inmediata, la paradoja reside en el hecho de que si uno no está inmunizado, muere; Pero al mismo tiempo, uno se va a enfrentar a un destino análogo si está sobre-inmunizado. La falta de inmunización y la hiperinmunización son igualmente letales, aunque de formas diametralmente opuestas. Lo mismo ocurre en el contexto específico de la frontera, siempre vacilando entre la tentación hiperinmunizante del muro y la tentación antiinmunizante de la apertura sin reglas ni control. El arte de la vida y de las políticas vinculadas a él debe ser también, en consecuencia, la búsqueda de un delicado equilibrio, de un límite justo —y por lo tanto, de una frontera— que permita que la inmunización funcione eficazmente, sin convertirse en un dispositivo mortal para el cuerpo que precisamente se supone que debe proteger.
En el caso de la Ilíada, la línea del límite se materializa en las fortificaciones troyanas: donde hay una muralla defensiva, se supone que todo lo que hay más allá de esa muralla puede ser un posible enemigo, una amenaza contra la que inmunizarse, y no una alteridad con la que relacionarse. El muro es lo primero que siempre ha sido luchar contra el enemigo que, en este contexto, es "lo que está fuera" como tal, percibido y rechazado como un presagio de desgracia para el Ser. El límite justo se pervierte así en la soledad de una civilización que, encerrándose en sí misma, se marchita y, finalmente, muere. El dispositivo inmunológico degenera en un instrumento fatídico que sofoca lo que estaba destinado a salvaguardar. El muro, si bien en el caso de Troya se justifica como bastión de resistencia contra un agresor despiadado, termina convirtiéndose en un arma contra quienes lo usan: la exclusión del Otro se convierte en la segregación del Yo. Aquí radica de nuevo la paradoja: al amurallar al Otro, nos amurallamos a nosotros mismos.
El Otro no es realmente conocido en su identidad, sino simplemente combatido en su alteridad: la relación siempre es negada por el muro. Por eso, en el célebre pasaje de la Ilíada (III, vv. 121-244) dedicado a la "teoscopía" —es decir, literalmente, a "observar" (σκοπεῖν) desde la "muralla" (τεῖχος)—, Helena, convocada por Príamo, ayuda al anciano a identificar desde lo alto, uno por uno (de Agamenón a Odiseo, de Áyax a Idomeneo), a los héroes aqueos listos para la refriega. Los troyanos no conocen a los aqueos, y la única manera de revelar su identidad, negada por el muro, es confiarse a una mirada que supera el propio muro y que proviene de una identidad —la de Helena— que es, en realidad, diferente a la de los troyanos.
A diferencia de la frontera, que sirve como umbral relacional, el muro se basa en una lógica que podríamos definir genéricamente como disyuntiva. Su característica esencial consiste en separar, no para favorecer una relación entre diferentes, sino para prevenirla: el muro amurallado cumple su función fundamental al garantizar que los separados permanezcan como tales. Así, el muro, contrariamente a lo que se tiende a pensar inercialmente, no puede entenderse en absoluto como una frontera entre tantos, ni como una de sus formas sui generis, ni siquiera como una frontera elevada a su máxima potencia mediante su verticalización material. Con síntesis extrema, se puede afirmar que los muros aíslan, mientras que las fronteras se relacionan.
Analizado en su pura objetualidad, el muro verticaliza la frontera proyectándola hacia el cielo; y, al mismo tiempo, la materializa haciéndola intransitable a través de la solidez impenetrable de la piedra. En virtud de la doble determinación de materialización y verticalización, el muro puede fragmentar concretamente el espacio según una lógica disyuntiva. Esta forma se expresa, en su forma más inmediata, en la antítesis infranqueable entre el aquí y el más allá. Desde esta perspectiva es más fácil comprender que una característica indispensable del muro es su ambivalencia estructural, intrínsecamente conectada con el poder disyuntivo que lo distingue: la perspectiva cambia radicalmente desde el punto de vista desde el que se mira el muro, que puede parecer protector, para los que están más aquí, o excluyente, para los que están confinados más allá. Así como divide el territorio en dos, el muro también rompe la visión de las cosas de dos maneras. De esta manera, el muro se reconfirma como hijo de una dialéctica de oposición no resuelta entre Amigo y Enemigo.
La frontera lleva consigo, como especificidad ineludible, la duplicidad de delimitar y cruzar, de separar y unir. Si se rompe esta duplicidad intrínseca, se pierde la frontera y, con ella, su lógica. Se tendría, pues, la unilateralidad del encierro amurallado cuando prevalece la dinámica de la separación; Y se obtendría, por otro lado, la univocidad de la invasión en el caso de que la tendencia a cruzar tome la delantera. También desde este punto de vista, el muro permite comprender más profundamente, por contraste, la función de la frontera, en particular la de no ser un espacio de bloqueo, sino de transición, en el que —escribe Sandro Mezzadra— "diferentes fuerzas y sujetos entran en relación, se enfrentan y se encuentran, en todo caso poniendo en juego y modificando su propia identidad".
Para esclarecer desde otro plano la relación entre el muro, la invasión y la frontera, puede ser útil una referencia impresionista a la dimensión biológica. Como sabemos, la célula de los organismos vivos está delimitada por el revestimiento de una membrana plasmática muy delgada. Este último separa la célula del medio externo y regula el intercambio de elementos y sustancias químicas. Si no existiera la membrana, la célula se vería abrumada por el entorno externo y simplemente no podría existir como una entidad autónoma. Del mismo modo, si la membrana fuera impenetrable y, por lo tanto, impidiera la relación entre el interior y el exterior, la célula no podría sobrevivir. Siguiendo esta analogía, la frontera aparece como una membrana porosa, que defiende la vida precisamente porque no permite que se disuelva en la alteridad y, al mismo tiempo, posibilita su intercambio incesante con la alteridad misma.
Un discurso similar podría llevarse a cabo razonablemente en torno a la piel que recubre nuestro cuerpo y que es, por así decirlo, la frontera porosa que regula sus relaciones con el exterior. Como ha sugerido Debray en Éloge des frontières (Elogio de las fronteras), "la piel está tan alejada de la idea de una cortina impermeable como una frontera digna de ese nombre lo está de una pared. El muro impide el paso, la frontera lo regula", mediante un doble movimiento que podríamos aproximar con la alternancia de sístole y diástole.
Como ya se ha señalado, el quid proprium de la frontera como Grenze es su transitabilidad; es decir, su carácter de puerta que se cierra y, al mismo tiempo, se abre al Otro-de-Sí. La frontera es un límite negociable que, bajo ciertas condiciones, se puede cruzar. Es una puerta que separa pero, al mismo tiempo, abre: y se abre en forma de apertura sujeta a reglas, que permiten que los separados se relacionen sin dejar de estar separados y, por lo tanto, cada uno siendo Él mismo. Por su parte, dada su fisicidad compacta, el muro encuentra su propio fundamento esencial en la intransitabilidad: se cierra y se separa de manera incondicional y no negociable.
Materializando una frontera preexistente, la muralla la hace poderosa hasta el punto de llevarla al extremo en forma de puerta infranqueable; Con ello la frontera se fortalece de manera paroxística, hasta ser -paradójicamente- anulada en su esencia. Desde este punto de vista, se podría entender correctamente el muro, más que como una frontera realizada en forma material, como una frontera que, por su propia materialización, ha sido despojada de sus prerrogativas fundamentales. Y, de esta manera, ha negado su propia esencia, convirtiéndose en otra cosa.
La frontera, como límite inmaterial que permite un cruce regulado, es un requisito para cualquier posible relación entre identidad y alteridad, es una condición sine qua non para que el Otro sea Otro (extranjero, en términos políticos) y para que el Yo sea Yo (ciudadano, en términos políticos), pero también para que haya una relación, un intercambio, un reconocimiento entre las dos partes. El levantamiento de un muro petrifica en oposición incondicional, definitiva e innegociable la diferencia entre identidad y alteridad, entre ciudadano y extranjero, entre el Yo y el Otro-de-Yo.
Por lo tanto, es necesario cuestionar la definición del muro como materialización de una frontera. Tal definición, a la luz de lo dicho, pide ser incorporada de la siguiente manera: el muro materializa la frontera y, al hacerlo, no la realiza en una forma mejorada, sino que la aniquila en su esencia.
El carácter bilateral de la frontera, su porosidad, su carácter negociable y transitable, su capacidad de cerrar abriendo y de abrir cerrando, pero también su esencia como puerta que mira a un lado y al otro, delimitándolas y colocándolas en una relación de reconocimiento según sus propias especificidades y de acuerdo con un nexo potencialmente pacífico y horizontal; Todo esto es neutralizado por el muro que, simplemente, de manera materialmente definitiva e innegociable, cierra sin abrirse, coloca a las partes en una relación de mutua exclusión y, con la verticalidad de su estructura, jerarquiza una relación entre elementos que se supone no deben comunicarse. Con el muro, "la frontera se esclerotiza, se vuelve hermética", perdiendo esa porosidad que es su característica esencial. Si bien es cierto que, por porosa, la frontera define las identidades poniéndolas en relación unas con otras, el muro se confirma como el φάρμακον ("veneno") que mata a la frontera precisamente cuando quiere protegerla.
Si, como explica Debray, "una frontera reconocida es la mejor vacuna contra la epidemia de muros", también es cierto que la epidemia de muros destruye las prerrogativas de la frontera que es, además, una determinación más específica de la frontera. Podríamos, en síntesis, definir la frontera como el límite activamente controlado o, también, como la puerta que regula expresamente el paso y el intercambio entre las dos partes divididas por ella. El límite se basa estructuralmente en la idea del "cum-finis" (límite, frontera, borde, frontera), separa dos entidades en el acto mismo con el que las pone en relación. Todavía hoy, si nos fijamos bien, las zonas fronterizas exhiben su carácter de lugares de "contacto" y, por tanto, de convivencia de lo diferente, separados y, al mismo tiempo, puestos en comunicación por la propia frontera.
Esto es lo que la antropología, entre otras disciplinas, también nos sugiere. Fredrik Barth, a quien debemos la tematización del concepto de "frontera étnica", afirmó en su obra Grupos étnicos y fronteras (1969) que toda frontera es una "doble frontera", porque dos realidades están unidas y separadas por su presencia. A través de la práctica de la "producción social de la diferencia cultural", explica Barth, la "frontera étnica" permite a un grupo desarrollar una autodefinición clara, lo que permite a sus miembros interactuar con miembros de otros grupos que se definen a sí mismos de manera diferente; Y esto para asegurar que la identidad misma sea el eje de ese intercambio y de esa relación entre grupos, que no podría darse en ausencia de la "frontera étnica", así definida, entre los diferentes grupos.
Esto significa que la frontera, que me hace "lo que soy" por comparación y distinción con "lo que no soy", es ya por su esencia una forma de compartir el mundo entre identidades relacionales. Así entendido, el cum-finis coincide con el punto en el que toco el no-yo, el otro-de-mí; así como la piel de nuestro cuerpo coincide con el punto en el que toco y soy tocado y, por lo tanto, en el que el Yo y el Tú se encuentran, del mismo modo la frontera es el espacio por definición de encuentro y no de oposición, de conjunción y no de disyunción. La verdad es que no puede haber contacto más allá del espacio de separación, sin el cual, de hecho, no hay contacto, sino lo indiferenciado idéntico. En su definición más general, la realidad podría entenderse como la relación de las entidades entre sí, unidas como partes de una sola realidad precisamente porque están separadas y en contacto unas con otras. Las fronteras son, de la misma manera, lo que separa y une a toda la humanidad: la separa distinguiéndola en sus culturas, y la une como relación entre las diferencias que juntas componen la totalidad diferenciada de la humanidad.
Como ha subrayado Nancy, si se concibe correctamente y, por lo tanto, se distingue correctamente del muro, la frontera no es una barrera que excluye y a través de la cual el otro está amurallado, mientras que al mismo tiempo está amurallado en uno mismo: es, por el contrario, lo que hace posible esa continuidad y esa proximidad de estar al lado del Otro y con el Otro, expresado por el "cum" —de cum-finis (borde)— como una fuerza unificadora. Si la lógica del muro es disyuntiva de manera paroxística, la de la frontera —a pesar de arrastrar siempre consigo la posible tentación del muro— es una lógica unitiva a través del diálogo, y una lógica de proximidad a través de la diferenciación.
El lenguaje popular y el sentido común pueden ayudarnos. Se dice proverbialmente que "las buenas fronteras hacen buenos vecinos", porque son fruto de una voluntad compartida y del reconocimiento mutuo. De una manera diametralmente opuesta, los muros casi nunca son buenos vecinos. Atestiguan, por el contrario, que las relaciones entre vecinos son cualquier cosa menos idílicas. De hecho, si la frontera se reconociera bilateralmente, ¿qué necesidad habría de construir un muro para enfatizarla y hacerla intransitable? Precisamente en esto radica otra diferencia entre la lógica de la frontera y la del muro: la primera, precisamente porque es reconocida biunívocamente por las dos partes que divide, puede ser cruzada respetando ciertas reglas. La segunda, sin embargo, al establecerse generalmente de manera unilateral, no se puede cruzar y reafirma una relación de hostilidad con la otra parte.
Traducción: Google Translate
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