por Martin van Creveld
Uno de los principales clichés de nuestra época, repetido sin cesar, es que nuestra capacidad de mirar hacia el futuro y controlar nuestro destino ha ido creciendo. Tanto es así, que en palabras de Yuval Harari, estamos a punto de transformarnos de “Homo Sapiens”, originalmente una criatura pequeña, débil, vulnerable y constantemente azotada por su entorno, en un “Homo Deus”, casi omnipotente. Se nos dice que el motor principal detrás de este proceso está representado por desarrollos de rápida acumulación en ciencia y tecnología. Esos desarrollos, a su vez, son causa y consecuencia del tipo de educación que nos ayudó a desechar las supersticiones de todo tipo y, en palabras de Immanuel Kant (1724-1804), "nos atrevimos a saber". Algunos irían, aún más lejos y argumentarían que, si tal no fuera el caso, podría tener poco sentido, en primer lugar, buscar. cualquier tipo de aprendizaje.
Durante mucho tiempo, esta línea de pensamiento estuvo estrechamente relacionada con la creencia en el progreso. Hoy, es compartido tanto por aquellos que son optimistas con respecto al futuro como por aquellos que, como Harari, siguen advirtiendo sobre las desastrosas consecuencias que nuestros mismos éxitos pueden traer sobre nuestras cabezas. Al igual que el cambiar el clima, puede destruir el medio ambiente, que nos quedemos sin agua potable, cubrir el planeta con plástico, criar superbacterias resistentes a los antibióticos (ver el brote del virus corona) y ser esclavizados, quizás incluso exterminados, por alguna supercomputadora egoista y fuera de control. Pero, ¿es realmente cierto que somos mejores para mirar hacia el futuro y, en consecuencia, más capaces para controlarlo que nuestros antepasados? ¿Y que, como resultado, la condición humana ha cambiado fundamentalmente? Para tener algún tipo de respuesta, consideremos lo siguiente:
1. La desaparición de la determinación
En palabras de Virgilio, "Félix, qui potuit rerum cognoscere causas" (“feliz, el que puede discernir las causas de las cosas”). Sin embargo, durante milenios hasta hoy, nuestra comprensión del futuro fue tan deficiente que casi la única forma de manejarlo era convocando algún tipo de ayuda sobrenatural. Al invocar a los espíritus, consultar con los dioses (o a Dios), rastrear los movimientos de las estrellas, observar presagios de todo tipo y, en algunos lugares, visitar o resucitar a los muertos y hablar con ellos.
En el siglo XVII, muchos de estos métodos fueron finalmente descartados. Si no es así, en cualquier caso y hasta cierto punto, lo fue entre la élite intelectual de Occidente. Su lugar fue ocupado por el tipo de ciencia mecanicista defendida por Galileo Galilei, Isaac Newton y otros. Tampoco, fue este el fin del asunto. Muchos científicos del siglo XIX, en particular, creían no sólo que el mundo era determinista, sino que, tal sería el caso, que algún día podrían predecir lo que estaba a punto de ocurrir en él. Una de las declaraciones más conocidas a tal efecto, provino del polímata Pierre-Simon Laplace (1749-1827). Que lo dijo de la siguiente manera:
“Un intelecto (no un demonio, que fue sustituido más tarde por un efecto), en cierto momento, conocería todas las fuerzas que ponen en movimiento a la naturaleza y a todas las posiciones de todos los elementos de los que está compuesta la naturaleza, si este intelecto también fuera lo suficientemente vasto como para analizar estos datos, abarcaría en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y de los del átomo más pequeños; para tal intelecto; nada sería incierto y el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos”.
En un mundo así, no solo Dios sino el azar, la aleatoriedad, la probabilidad y lo inesperado serían eliminados, dejando solo la pura causalidad para gobernar en forma suprema. Otros científicos, como William Thomson, Lord Kelvin, llevaron las cosas aún más lejos; alegando que la ciencia había avanzado hasta el punto de que solo quedaban algunas brechas menores por cerrar. Nadie menos que Stephen Hawking en su último trabajo, “Brief Answers to the Big Questions” (“Respuestas Breves a las Grandes Preguntas”), admitió haber hecho exactamente eso. Sin embargo, el mismo progreso científico que dio lugar a este tipo de optimismo, también, aseguró que no duraría mucho tiempo. Del mismo modo, independientemente, del número por el que multipliquemos cero, al final, un cero seguirá siendo el resultado.
Comenzando con el descubrimiento de la radiactividad en 1896, se ha vuelto cada vez más evidente que algunos de los procesos más básicos de la naturaleza, específicamente, la descomposición de los átomos y la emisión de partículas, no son deterministas sino aleatorios. Para cada material radiactivo, sabemos qué porcentaje de átomos se descompondrá dentro de un período de tiempo determinado. Pero no sabemos si el átomo “A” se va a romper antes (o después) del átomo ”B“ y por qué. Descubrimientos posteriores como la Mecánica cuántica (Max Planck), la relatividad (Albert Einstein), el principio de incertidumbre (Werner Heisenberg), el teorema de la incompletitud (Kurt Gödel) y la teoría del caos (Richard Feynman), todos ayudaron a extender la idea de incalculabilidad a campos adicionales.
Para especificar, la Mecánica cuántica comenzó su vida como una construcción teórica que sólo podía aplicarse al mundo de las partículas subatómicas; por lo tanto, podría ser más o menos, ignorada por todos menos un número muy pequeño de científicos nucleares. Sin embargo, desde entonces ha estado saliendo del sótano, por así decirlo. Al hacerlo, adquirió una importancia práctica creciente en forma de dispositivos; tales como relojes ultra precisos, computadoras súper rápidas, radios cuánticas (un dispositivo que permite a los científicos escuchar la señal más débil permitida por la Mecánica cuántica), láseres, códigos irrompibles, y microscopios tremendamente mejorados.
En el corazón de la relatividad se encuentra la creencia de que, en todo el universo físico, lo único absoluto es la velocidad de la luz. Tomados por separado, tanto la Mecánica cuántica como la relatividad son maravillas de la sabiduría y del ingenio humanos. El problema es que, dado que se contradicen directamente entre sí, de alguna manera, nos dejan menos seguros de la forma en que funciona el mundo que antes de que se publicaran por primera vez. El principio de incertidumbre significa que, aun cuando hacemos nuestro mejor esfuerzo para observar la naturaleza tan de cerca como sea posible, inevitablemente hacemos que algunas de las cosas observadas cambien. Y que, incluso que el tiempo y el espacio, sean solo ilusiones, construcciones mentales que hemos creado en un esfuerzo por imponer el orden en nuestro entorno, pero sin tener realidad fuera de nuestras propias mentes. El teorema de la incompletitud puso fin al antiguo sueño —se remonta al menos hasta Pitágoras en el siglo VI a. C.— de un día construir una base matemática inexpugnable sobre la cual basar nuestra comprensión de la realidad. Finalmente, la teoría del caos explica por qué, incluso si asumimos que el universo es determinista; predecir su desarrollo futuro puede no ser posible en muchos casos. Incluyendo, por citar solo un ejemplo bien conocido, si una mariposa bate sus alas en Beijing causará o no un huracán en Texas.
2. Tropezarse con la propia túnica
Hasta ahora, la tendencia de la ciencia posterior al 1.900 pasó a ser, no más determinista, sino menos. Como resultado, ya no le pedimos a la(s) persona(s) responsable(s) que nos digan qué nos traerá el futuro y sí a seguir adelante y no a seguir a este o a aquel curso. En cambio, todo lo que se puede hacer es calcular la “probabilidad” de que ocurra “X” y al cambiar la ecuación, el “riesgo” que asumimos al hacerlo (o al no hacerlo). Sin embargo, el conocimiento también presenta problemas adicionales propios. Como una bata que es demasiado larga para nosotros, cuanto más tengamos, mayor será la probabilidad de que nos haga tropezar.
Primero, ningún conocimiento puede ser mejor que los instrumentos utilizados para medir los parámetros en los que consiste. Ya sean tamaño, masa, temperatura, rigidez, velocidad, duración o lo que sea. Y ningún instrumento que usen los físicos es o puede ser, perfectamente, preciso y, perfectamente, exacto. Se espera que, incluso, los relojes más recientes, basados en el estroncio; se atrasen un segundo cada 138 millones de años, un hecho que, según la teoría del caos, puede hacer una diferencia crítica en nuestros cálculos. Mientras más precisos sean nuestros instrumentos, más probable es que interfieran entre sí. La situación en las ciencias sociales es mucho peor; dado que tanto los números en los que la mayoría de los investigadores basan sus conclusiones como en los métodos que usan para seleccionar y manipular esos números, a menudo, son, extremadamente, inexactos y, extremadamente, sesgados. Tanto como para que cualquier reunión entre ellos y "la verdad" sea, más o menos, accidental en muchos casos.
En segundo lugar, hay demasiado conocimiento para que cualquier individuo lo pueda dominar. Los autores modernos, que buscan impresionar a sus lectores con la velocidad a la que se expande el conocimiento; a menudo dejan la impresión de que este problema es nuevo. De hecho, sin embargo, es tan antiguo como la Historia. En China, se suponía que la biblioteca imperial de la era Sui debía contener 300.000 volúmenes. La de los Ptolomeos en Alejandría tenía hasta medio millón. Y esto es para suponer que el conocimiento se concentró dentro de las bibliotecas, mientras que, de hecho, la gran mayoría se difundió en la cabeza de innumerables personas, la mayoría analfabetas, que no dejaron ningún tipo de registro. Desde entonces, el problema solo ha empeorado. Hoy, cualquiera que afirme, seriamente, haber escrito un libro que contenga: "todo lo más maravilloso de la Historia y de la Filosofía y otras maravillas de la ciencia, las maravillas de la vida animal reveladas por el cristal del óptico o los trabajos del químico" (“The World of Wonders”, Londres, 1869) sería rápidamente despedido como un insignificante o como un charlatán.
En tercer lugar, no solo hay demasiado conocimiento para que cualquiera pueda dominarlo, sino que en muchos casos, sigue desarrollándose tan rápido como para sugerir que gran parte es mera espuma. Si este desarrollo es lineal y acumulativo, como la mayoría de la gente cree o si procede en ciclos, como lo sugirió Thomas Kuhn, es, en este contexto, irrelevante. Uno de los últimos ejemplos que he visto es la posibilidad, planteada por algunos científicos húngaros, solo unos días antes de que se escribieran estas palabras en noviembre de 2019, de que el mundo no se rige por las cuatro fuerzas establecidas desde hace mucho tiempo: la de la gravedad, la de la electromagnética, la del fuerte y la del débil; sino por cinco (y tal vez más). Si se confirma la existencia de la llamada fuerza fotofóbica o fuerza temerosa de la luz, entonces tenemos el potencial de reventar en pedazos todas las teorías existentes sobre el comportamiento del mundo a nivel subatómico, por lo tanto, probablemente, no solo a nivel subatómico.
Cuarto, a menudo podemos tener una idea, razonablemente, precisa de cuáles pueden ser las consecuencias del evento “A”, “B” o “C”. Sin embargo, resolver todas esas consecuencias es mucho más difícil. Más aún porque pueden (y es probable que tengan) consecuencias; y así sucesivamente en una cascada en expansión que, en teoría y, a veces, también en la práctica, no tiene un final claro. Algunas de las consecuencias pueden ser intencionadas (en cuyo caso, si todo va bien, son previsibles), otras no. Algunos pueden ser beneficiosos, otros perjudiciales. Algunos pueden doblarse hacia atrás, por así decirlo, girando e impactando en “C”, “B” o “A”, lo que a su vez tiene consecuencias y así sucesivamente hasta que la cascada se convierta en una serie completa de cascadas interrelacionadas. Eso es, particularmente, cierto en las ciencias sociales donde los mismos conceptos de causa y consecuencia pueden estar fuera de lugar; y la realidad, pueda ser, ya sea, de forma recíproca o circular.
Algunas consecuencias pueden incluso ser perversas, lo que significa que conducen a lo contrario de lo que se pretendía. Por ejemplo, cuando los científicos empleados en el Proyecto Manhattan trabajaron en un arma para usar en la guerra; casi no tuvieron dudas de lo que sería, no podían saber que; por el contrario, provocaría que el tipo de guerra en la que su país se había comprometido, se tornaría imposible. Tanto los reactores de Chernobyl como los de Fukushima recibieron sistemas de seguridad elaborados y altamente redundantes; pero cuando llegó el momento, esos sistemas, en lugar de prevenir los accidentes, solo los empeoraron.
En resumen, una simple y elegante "teoría de todo" del tipo que, comenzando con Laplace, los científicos han estado persiguiendo durante dos siglos, permanece fuera del alcance visual. Lo que obtuvimos, en cambio, es lo que siempre hemos tenido: a saber, un caldero hirviente de hipótesis, muchas de ellas conflictivas. Incluso cuando nos limitamos a las ciencias naturales, donde algún tipo de progreso es innegable e ignoramos a las sociales, donde no hay nada, cada pregunta respondida y el problema resuelto solo parecen conducir a diez más. Habiendo descubierto la existencia de “X”, inevitablemente queremos saber de dónde viene, de qué está hecha, cómo se comporta con respecto de “A”, “B” y “C”. Sin mencionar para qué usos, si es que lo hay, se la puede utilizar.
El filósofo Karl Raimund Popper fue aún más lejos. El conocimiento científico, argumentó, es absolutamente dependiente de las observaciones y de los experimentos. Sin embargo, dado que uno siempre puede sumar 1 a “n”, ninguna cantidad de observaciones y de experimentos, definitivamente, pueden confirmar que una teoría científica sea la correcta. Por el contrario, una sola observación o experimento contradictorio puede proporcionar pruebas suficientes de que está mal. La ciencia procede, no agregando conocimiento, sino primero, dudando de lo que ya existe (o que cree que existe) y luego refutando. El conocimiento que no puede, en cualquier caso, en principio, mostrarse como refutable no es científico. A partir de esto, es un pequeño paso para argumentar que el verdadero objetivo de la ciencia, de hecho, todo lo que realmente puede hacer, no es tanto proporcionar respuestas definitivas a las viejas preguntas, como plantear nuevas. Es como si estuviéramos persiguiendo un espejismo y considerando nuestra experiencia hasta ahora, es que lo que, probablemente, seguimos haciendo.
3. El borracho en la fiesta
Si todo esto no fuera suficiente, el problema del libre albedrío persiste. En palabras del antropólogo francés Claude Levi-Strauss, es el invitado borracho quien sin ser invitado, arruina la fiesta, tirando las mesas y extendiendo la confusión. Por mucho que los científicos puedan afirmar que es, simplemente, una ilusión, incluso hasta el punto de mostrar que nuestros cuerpos nos ordenan levantar nuestras manos hasta diez segundos antes de tomar una decisión consciente, -toda nuestra vida social, específicamente incluyendo tales dominios como la educación y la justicia-, continúan descansando en el supuesto de que sí tenemos una opción. Entre la acción y la inacción; lo serio y lo juguetón; lo bueno y lo malo; lo permisible y lo prohibido; aquello por lo que una persona merece ser alabada y aquello por lo que merece ser castigada. Mucho antes de que el Rey Hammurabi tuviera el primer código legal conocido tallado en piedra hace casi cuatro milenios, ni siquiera se podía concebir una sociedad que no hiciera tales distinciones.
Hasta ahora, ni los físicos ni los expertos en informática ni los científicos del cerebro, trabajando de abajo hacia arriba, han sido capaces de cerrar la brecha entre la materia y el espíritu de tal manera que dotan al primero de una conciencia y de una voluntad. Los economistas, los sociólogos y los psicólogos, trabajando de arriba hacia abajo, no han podido anclar las emociones e ideas que observan (o asumen) respecto de que las personas tienen en la realidad física subyacente. Independientemente de la ruta que tomemos, la comprensión completa de todo lo que sería necesario para que la predicción sea posible es tan remota como lo ha sido siempre. En ningún campo, la crisis es peor que en la psicología. Precisamente, la ciencia (si es que es) que, algún día, con suerte, nos explicará el comportamiento de todos y cada uno de nosotros en todo momento y en todas las circunstancias. A pesar de su reclamo de validez científica, sólo el 25/50 % de sus resultados experimentales pueden ser replicados.
Dada la incapacidad de la ciencia para proporcionarnos visiones objetivas y confiables del futuro, lo que tenemos, así como los cursos de acción que derivamos de ellos, dependen tanto de nosotros, como de una mentalidad siempre fluida, a menudo caprichosa, de nuestra ira y de nuestro estudio, como siempre lo han hecho. La euforia, la depresión, el amor, la envidia, la ira, el miedo, el optimismo, el pesimismo, las ilusiones, la decepción y una gran cantidad de otros estados mentales forman una verdadera poción de brujas. No solo esa preparación difiere de una persona a otra; sino que sus diversos ingredientes siguen interactuando entre sí, lo que lleva a una mezcla diferente cada vez. Todos y cada uno de ellos, ayudan a dar forma a nuestra visión, hoy, tanto como lo hicieron, por ejemplo, en la Roma del emperador Calígula; tanto más porque muchos de ellos ni siquiera son conscientes, en cualquier caso, no de manera continua. Es el proceso, quien nos siguen conduciendo en direcciones que pueden o no tener algo que ver con cualquier realidad que los instrumentos de los físicos están diseñados para descubrir y medir.
4. La persistencia de la ignorancia
Para concluir, al proponer que el conocimiento es poder, Francis Bacon, indudablemente, tenía razón. Sin embargo, es igualmente cierto que, a pesar de nuestra destreza científica y tecnológica, hoy, en nuestro pequeño; pero increíblemente complejo rincón del universo, estamos tan lejos de obtener un conocimiento completo de todo y por lo tanto de poder mirar hacia el futuro y controlarlo, como siempre lo hemos estado.
Además, seguramente nadie en su sano juicio, mirando a su alrededor, sugeriría que la cantidad de problemas técnicos que todos experimentamos en la vida cotidiana ha disminuido. Tampoco es simplemente un asunto menor, p. Ej. un neumático pinchado que nos hace llegar tarde a una reunión. Algunos problemas técnicos, conocidos como cisnes negros, son tan grandes que pueden tener un efecto catastrófico no solo en los individuos sino en sociedades enteras: como, por ejemplo, sucedió en 2008, cuando el mundo sufrió la peor crisis económica en ochenta años y como el coronavirus los está causando en este momento. Todo esto me recuerda el momento en que, como profesor universitario, mis jóvenes estudiantes me preguntaban repetidamente cómo podrían esperar igualar mi conocimiento de los campos que estábamos estudiando. En respuesta, solía señalar el pizarrón, bastante grande y decir: “imagina que esta es la suma de todo el conocimiento disponible. En ese caso, su conocimiento podría estar representado por este pequeño cuadrado que dibujé aquí en la esquina. Y el mío, por esto un poco, pero solo un poco, más grande justo al lado. "Mi trabajo", agregaría, "es ayudarte, primero, a asimilar mi cuadrado y luego a trascenderlo". Recibían el mensaje.
Por lo tanto, hay muchas razones para creer que el papel de la ignorancia con respecto al futuro, tanto individual como colectivo, en la configuración de la vida humana es tan grande, hoy, como lo ha sido siempre. Probablemente, sea una de las principales razones por las cuales, incluso en un país como Francia, donde la lógica y la lucidez se consideran virtudes nacionales, tres de cada cuatro personas afirman que no son supersticiosas, pero dicen creer en la mala suerte y, aproximadamente, un tercio dicen que creen en la Astrología. Tampoco los creyentes son necesariamente viejos campesinos analfabetos. La mayoría de los jóvenes (55%) dice creer en lo paranormal. Lo mismo hacen muchos graduados en artes liberales y el 69% de los ecologistas. Como para agregar sal a la herida, Francia ahora tiene el doble de astrólogos profesionales y adivinos que de sacerdotes. Tanto las misas negras como la adoración a Satanás han ido en aumento. La situación en los Estados Unidos no es muy diferente.
Cómo lo planteó el asunto el viejo Mark Twain. La predicción es difícil, especialmente, la del futuro.
Traducción: Carlos Pissolito
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