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jueves, 9 de julio de 2020

9 de Julio de 2020.








por Carlos Pissolito

Sin lugar a dudas la Declaración de Independencia, el 9 de julio de 1816, en San Miguel del Tucumán, es un acto de mucha mayor trascendencia política que lo acaecido el 25 de mayo de 1810, en Buenos Aires. Extrañas razones historiográficas y de otra índole, mantienen ambas fechas en un plano de igualdad.

Hoy como ayer, las circunstancias que rodearon ese acto de férrea voluntad política son difíciles. Pero, de lo que carecemos, desde hace largo tiempo, es de la decisión de reafirmar aquel acto fundacional.



Veamos, empecemos por las circunstancias.  Las que rodearon al 9 de julio de 1816 fueron dramáticas. España preparaba una expedición militar para sofocar el levantamiento; la Corona de Portugal no era indiferente a lo que pasaba; y para colmo de males, se asomaba –entre nosotros- el fantasma de la anarquía.

Nuestro pueblo, ya comenzaba a circunscribirse a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Del viejo Virreinato se había retirado el Alto Perú que no envió diputados por estar en manos realistas; la Liga Federal (Banda Oriental, Corrientes, Entre Ríos, Misiones y Santa Fe) tampoco lo hizo como protesta contra los excesos del Directorio y el Paraguay que desde 1811 se movía como un Estado independiente. En la Patagonia y en el Gran Chaco solo señoreaba el indio.

Hoy, igualmente, varios son los peligros que se ciernen sobre nosotros. A saber, una peligrosa pandemia que amenaza la vida de muchos argentinos, una quiebra económica seguida de un endeudamiento esclavizante, matizado todo, por una revolución cultural que pretende negar los valores de nuestra nacionalidad y hasta deseos separatistas promovidos por un grupo de irresponsables. También, en la región del Comahue, falsos indios pretenden, nuevamente, enseñorarse. A la par de potencias extranjeras que ocupan nuestras Islas Malvinas y de otras que depredan nuestros recursos en la Pampa Azul de nuestro mar.

Pese a las adversidades y los peligros que se cernían en 1816. El Coronel Mayor don José de San Martín, Gobernador Intendente de Cuyo, impuso su plan estratégico. Juan Martín de Pueyrredón sería el nuevo Director Supremo. Desde ese puesto lo apoyaría en su campaña libertadora. Única estrategia posible al problema que planteaba la Independencia. Una que no iría por la ruta fracasada del Alto Perú. Primero, organizaría un ejército pequeño pero potente en Cuyo; luego cruzaría los Andes para libertar a Chile; para una vez allí conformar una armada; para dirigirse por mar al centro del poder español en América: Lima. En pocas palabras: un plan con un objetivo trascendente y claro, conducida con unidad de comando y llevada a cabo mediante una maniobra indirecta contra el centro de gravedad enemigo.

Y si en 1816 San Martín preparaba su ejército en el campamento de El Plumerillo para defender esa Independencia. Hoy, dudamos en fortalecer a nuestras fuerzas armadas y preferimos que sigan  condenadas a la irrelevancia.

Sin caer en la desesperación, ya que no abandonamos la esperanza de encontrar una salida a este laberinto. Sabemos  que tenemos políticas de Estado o estrategias dignas de ese nombre. Por eso recordamos lo que decíamos aquel, el 9 de julio de 1816, cuando después de meses de deliberaciones, se proclamó:

"Nos los representantes de las Provincias Unidas en Sud América...  ...declaramos solemnemente a la faz de la tierra, que es voluntad unánime e indubitable de estas Provincias romper los violentos vínculos que los ligaban a los reyes de España... ...investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando séptimo, sus sucesores y metrópoli.”

A todo ello, que no era poco, San Martín, consideró conveniente agregarle, pocos días después, lo siguiente: "y toda otra dominación extranjera..." Pues, sabía que el Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve miraba a estas tierras con cariño.

Hoy como ayer, queremos seguir siguiendo siendo libres y una sola Nación. Los que entre nosotros no hemos perdido, es el recuerdo de todo aquello y que mantenemos los ojos, lúcidamente, abiertos para ver, sin temores ni falsos optimismos, el presente. Sentimos el orgullo de haber sido y la esperanza de volver a ser. También, la decisión de luchar, aún, contra toda desesperanza. Porque, en definitiva, toda desesperación es una estupidez.

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