COMENTARIO: Presentamos el capítulo final del libro de Jorge Castro sobre “La Visión Estratégica de Juan Domingo Perón", publicado por Editorial Areté. Más allá de alineamientos e identidades partidarias, entendemos que este trabajo, elaborado conjuntamente entre sus tres firmantes, puede resultar de utilidad para analizar la realidad de la Argentina de hoy en el nuevo contexto mundial.
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Jorge Castro, Jorge Raventos, Pascual Albanese
Alain Rouquier, un pensador francés que conoce bastante la Argentina, publicó hace dos años un libro titulado el “El siglo de Perón”. Lo más importante y valioso de su contenido es que el siglo al que se refiere el autor como “siglo de Perón” no es el siglo pasado, sino la época que vivimos. De esta forma, ratifica la actualidad de su pensamiento y permite comprender que, para hacer honor a la inmensa riqueza de su legado, no se trata de recitar mecánicamente a Perón, sino de emplear sus propias categorías de análisis de la realidad para repensar y recrear su mensaje político en función de los desafíos del mundo y de la Argentina de este siglo XXI.
Perón siempre supo anticiparse a los acontecimientos. Sostenía que “en política quien no tenga cabeza para prever, tendrá que tener espaldas para aguantar”. Lector de los clásicos griegos, sabía que cuando Sócrates le pregunta al joven teniente Alcibíades cuál debe ser la virtud del político, éste le contesta sin vacilaciones: “la virtud del político es prever”. Pero prever no es conocer antes el futuro, que por definición es algo que no existe todavía. Prever es nada más ni nada menos que “ver antes que los demás”. Desde aquel enunciado temprano, formulado hace 2.500 años en la cuna de la política y de la democracia, lo político quedó sólida y definitivamente anclado al pensamiento estratégico.
Pero el futuro es, por definición, lo que no existe. A partir de esa afirmación, el interrogante que surge es: si no se puede ver el futuro, ¿qué es lo que realmente se puede ver?. Lo único que es posible divisar son las tendencias dominantes en cada época, aquéllas que ya están operando sobre el presente y, de esa manera, comenzando a moldear el porvenir. En un mundo en cambio constante, cuando la aceleración del tiempo histórico imprime cada vez mayor velocidad a esa transformación, la capacidad de anticipación a los acontecimientos constituye el capital esencial para el éxito en la acción política, que en la visión de Perón requiere “fabricar la montura propia para cabalgar la evolución”.
Vivimos una época de cambios extraordinarios. La enorme conmoción mundial generada por la pandemia del Covid 19 aceleró todas las megatendencias que constituyen el signo de los tiempos. En pocos meses, la Humanidad protagonizó un salto tecnológico que en situaciones normales habría tardado varios años en completarse. El avance exponencial del comercio electrónico, el teletrabajo, la educación a distancia y la telemedicina son algunas de las múltiples manifestaciones de este fenómeno disruptivo. Nunca como ahora quedó tan claro que no estamos en una época de cambio, sino ante un cambio de época.
El pensamiento político, en sus distintas vertientes de izquierda y de derecha, ha quedado detrás de los acontecimientos. El liberalismo y el marxismo, los dos grandes protagonistas de la cultura del siglo XXI y el siglo XX, respectivamente, son hoy ideologías carentes de encarnación política. Tampoco las viejas visiones ideológicas del neoliberalismo ni de la socialdemocracia son capaces de explicar lo que efectivamente sucede en el escenario mundial. La propia Iglesia Católica ensaya un replanteo de su doctrina social para adecuarse a los nuevos tiempos. Todas las fuerzas políticas afrontan fuertes debates internos para redefinir su identidad de cara al futuro. En la Argentina, el peronismo no puede escapar a este desafío.
Las visiones tradicionales se revelan hoy impotentes para aprehender estos nuevos fenómenos. Hay que atreverse a colocar entre paréntesis todas las verdades consagradas, cuestionar los presupuestos del saber convencional y trascender los lugares comunes de lo “políticamente correcto”. Es preciso acompañar el cambio de la historia con un pensamiento que permita una comprensión cabal de acontecimientos y sea capaz de propiciar una acción política efectiva.
Al inaugurar un curso de adoctrinamiento en 1974, Perón señalaba que “no pensamos que las doctrinas sean permanentes, porque lo único permanente es la evolución y las doctrinas no son otra cosa que una montura que creamos para cabalgar la evolución”. La “actualización doctrinaria” es para Perón un ejercicio constante de adecuación del pensamiento a la realidad. Esa obligación es hoy más importante y urgente que nunca.
La verdad y la realidad
La cuestión reside en descubrir las claves que permitan dar cuenta de lo que está sucediendo a nivel mundial. En noviembre de 2002, en su discurso de despedida ante el XVI Congreso del Partido Comunista Chino (la estructura política más importante de la historia mundial), su hasta entonces secretario general, Jiam Ze-ming, sintetizó esa exigencia imperiosa cuando exhortó a sus camaradas a “emancipar la mente y buscar la verdad en los hechos”. En otras palabras, repite lo que, muchos años antes, Perón había extraído de Aristóteles para afirmar que “la única verdad es la realidad” y, varios años después, el cardenal Jorge Bergoglio, hoy Papa Francisco, subrayó con su axioma de que “la realidad es superior a la idea”.
En este sentido, pensar lo nuevo significa pensar de nuevo, volver a mirar de frente a la realidad. La realidad nunca es confusa. La realidad está siempre a la vista, es lo que es. Lo que sí pueden resultar confusos son los análisis de esa realidad. No hay que echarle la culpa a la realidad de la confusión imperante en las interpretaciones de sus analistas. Los jeroglíficos grabados en las pirámides de Egipto estuvieron allí estampados durante miles de años. Hubo que esperar a que Champollion diese con la clave que permitió descifrar su significado.
No estamos ante el fin de la historia, sino más bien ante un nuevo comienzo. Nos encontramos frente a la emergencia de una nueva civilización, de una verdadera sociedad mundial que se impone irreversiblemente como el signo distintivo del siglo XXI. Es la materialización de ese devenir que, a principios de la década del 70, el genio profético de Perón había anticipado como el inexorable advenimiento de la fase histórica del “universalismo”.
Esa formidable intuición estratégica de Perón se manifestó en 1972, cuando en su “Mensaje a los pueblos y gobiernos del mundo”, en coincidencia con la celebración de la primera cumbre mundial sobre medio ambiente realizada en Estocolmo y 53 años antes de la firma del Acuerdo de Paris, anticipó el desafío global que la Humanidad afronta hoy con motivo del cambio climático: “Ha llegado la hora en que todos los pueblos y gobiernos del mundo cobren conciencia de la marcha suicida que la Humanidad ha emprendido a través de la contaminación del medio ambiente y la biósfera, la dilapidación de los recursos naturales, el crecimiento sin freno de la población y la sobreestimación de la tecnología y la necesidad de invertir de inmediato la dirección de esa marcha, a través de una acción mancomunada internacional”.
El vector de este cambio mundial es la revolución tecnológica experimentada en las últimas décadas, que tiene su expresión más acabada en la nueva economía estadounidense, motor de esta sociedad del conocimiento que emerge a escala planetaria. Alexis de Tocqueville, en su clásico libro “La democracia en América”, publicado en 1835, en los prolegómenos de la Segunda Revolución Industrial, afirmó “no es que el Estados Unidos sean el futuro del mundo. Lo que sucede es que Estados Unidos es el lugar del mundo donde el futuro llega primero”.
Un punto de inflexión
En esta nueva década del 20, el mundo atraviesa un punto de inflexión y, por consiguiente, una etapa de alta conflictividad. Es el resultado de una crisis generalizada del statu quo en todas partes y al mismo tiempo. Este fenómeno obedece que el proceso de integración del sistema mundial, que ya había ganado un ritmo vertiginoso por la aceleración de la revolución tecnológica del procesamiento de la información, entró en una fase exponencial por el despliegue de la inteligencia artificial, la Internet de las Cosas y las redes 5-G y multiplica nuevamente su velocidad a partir de los desafíos provocados por la pandemia, que puso a la ciencia y a la técnica frente a la necesidad de resolver en meses cuestiones que en situaciones normales hubieran tardado años.
La cuestión central de la época es la contradicción entre las sociedades que emergen al ritmo de ese formidable despliegue tecnológico y la subsistencia de estructuras económicas, políticas, sociales y culturales previas a esta colosal transformación. Como resultado de esa dicotomía, la mayoría de los sistemas políticos, incluido el estadounidense, resultan cada vez más impotentes para guiar, y menos aún controlar, el rumbo de los acontecimientos. De allí el cuestionamiento generalizado a los sistemas institucionales, que incluye hoy también a la sociedad norteamericana, expresado en la irrupción de las más diversas expresiones de disconformidad colectiva.
El síntoma recurrente con que los sistemas políticos suelen revelar su falta de adecuación a los imperativos de la realidad es la irrefrenable propensión al voluntarismo, concebido como la confusión entre las palabras y los hechos y base de conceptual de las teorías en boga sobre los “relatos” o los “discursos”. Raymond Arón decía que el marxismo es “el opio de los intelectuales”. Desde la caída del muro de Berlín, pareciera que una franja significativa de la intelectualidad contemporánea, viuda del marxismo, busca una droga alternativa que le permita evadirse de, curso de la historia.
Esta propensión al voluntarismo deriva de la ilusoria creencia de que es posible tomar decisiones y, a la vez, eludir sus consecuencias. Es exactamente lo contrario de esa virtud cardinal de la política que, como consigna aquel diálogo entre Sócrates y Alcibíades, consiste en prever. Si Perón señalaba que “la única verdad es la realidad”, el voluntarismo implica exactamente lo contrario. Supone, o fingir creer, que para transformar la realidad es posible ignorarla.
La diferencia entre el voluntarismo y la voluntad política es, pura y simplemente, la lucidez. Sin una apropiada comprensión de las circunstancias específicas de cada época, toda pretensión de modificar la realidad resulta políticamente estéril. En la práctica, sólo contribuye a incentivar el descreimiento de la opinión pública en la legitimidad del sistema político. La voluntad política es un decisionismo con sentido histórico.
La cuarta revolución industrial
Nunca tanto como hoy, la conducción política, en todo el mundo y por supuesto también en la Argentina, está obligada a cumplir aquella misión que le asignara Perón de “fabricar la montura propia para cabalgar la evolución”. Porque si la evolución histórica está regida por un fuerte determinismo tecnológico, la conducción política, que para Perón no es una ciencia sino un arte, pertenece, en cambio, al reino de la libertad y la creatividad humana.
Estos cambios tecnológicos marcan el nacimiento de una nueva época histórica, cuyo signo distintivo es la completa integración del sistema global, acompañada por su contracara necesaria e ineludible: la afirmación irreductible de las identidades culturales de cada nación. El mundo es cada vez más una “aldea global”, cibernéticamente estructurada, en la que proliferan y conviven una pluralidad de naciones que buscan forjar su destino propio e intransferible en este universo absolutamente integrado, históricamente unificado pero también profundamente diverso, del siglo XXI.
El hecho estructural que fundamenta esta novedad histórica es la emergencia de una nueva revolución industrial, la cuarta en la historia del capitalismo, caracterizada por el surgimiento de un sistema productivo absolutamente digitalizado a escala mundial, que abarca tanto la producción manufacturera como los servicios y todas las demás actividades económicas. Este salto civilizatorio deja atrás como un anacronismo la categoría de velocidad, que cede lugar a un fenómeno nuevo, regido por la ley de la instantaneidad.
Esta Cuarta Revolución Industrial, cuyo despliegue determina la universalización de la sociedad del conocimiento, recorre todos los países sin excepción, ya sean avanzados o emergentes. Su expansión deja atrás la antigua sociedad industrial, que signó la dinámica histórica en los últimos 200 años. Establece un nuevo piso de productividad y amplia cualitativamente el campo de lo posible. Ninguna esfera de la vida económica, social, cultural y política queda al margen de su desarrollo.
Globalización e identidad nacional
Contra las suposiciones coincidentes de sus apologistas y sus detractores, este fenómeno tecnológico, y como tal imparable, no está necesariamente asociado a una visión reduccionista y homogeneizadora, típica de las concepciones puramente ideológicas que tienden a dar por supuesta la eliminación de las identidades y la supresión de las diferencias. La nueva sociedad mundial nada tiene que ver con la imagen acartonada de un mundo plano, carente de pliegues, de rugosidades y de conflictos. Como sostiene el Papa Francisco, no se asemeja a una esfera sino a un poliedro.
La aceleración del cambio tecnológico desata grandes fuerzas horizontalizadoras en todos los órdenes, genera condiciones propicias para la descentralización, abre mayores posibilidades para el despliegue de las particularidades, promueve la profundización de las identidades nacionales, religiosas, culturales, étnicas, lingüísticas y sociales y alienta la potenciación de un amplio abanico de diversidades. En síntesis, las nuevas tecnologías impulsan una afirmación de lo diferente.
Manuel Castells, en su monumental trilogía “La era de la información”, afirma que “debemos tener presente que la búsqueda de la identidad es un motor tan poderoso como la transformación tecnológica en el curso de la historia”. Cabe evocar la reflexión de Federico Nietzsche, quien a principios del siglo pasado invitaba a los hombres a tomar ejemplo de los árboles que “cuando más crecen, más hunden sus raíces en la tierra”.
Ya en 1974, en su “Modelo Argentino para el Proyecto Nacional”, Perón subrayaba que “el universalismo constituye un horizonte que ya se vislumbra y no hay contradicción alguna en afirmar que la posibilidad de sumarnos a esta etapa naciente descansa en la exigencia de ser más argentinos que nunca”. Para Perón, “el animal construye guaridas transitorias, pero el ser humano instaura moradas en la tierra: ésa es la patria”.
Por ese motivo, Perón proclamaba que “la Argentina es el hogar”. No existe contradicción alguna entre la proyección universalista de su pensamiento y su compromiso apasionado con el hogar nacional. Su visión nos aleja simultáneamente del cosmopolitismo hueco de las elites globalistas y del nacionalismo aislacionista, para apoyarse en un universalismo arraigado y un patriotismo abierto, de proyección continental y mundial.
Cambio en el sistema de poder mundial
Este nuevo sistema de poder mundial tiene dos cabezas. La primera es Estados Unidos, la superpotencia decisiva en el orden global. La segunda es China, la superpotencia en ascenso. El dato estratégico central de esta etapa del siglo XXI es que, más allá de la obvia competencia por el liderazgo, entre esas dos superpotencias existe un acuerdo fundado en la amplia gama de intereses comunes surgidos de la extraordinaria interdependencia económica existente entre ambas.
Una de las peores catástrofes que le podría ocurrir a Estados Unidos sería una debacle de la economía china y, a la inversa, una de las peores hipótesis para China sería un colapso de la economía estadounidense. Si durante la guerra fría la bomba atómica instauró el principio de la destrucción mutua asegurada, que impidió el estallido de un conflicto bélico entre Estados Unidos y la Unión Soviética y sostuvo la paz mundial durante más de 40 años, la interdependencia económica implica la validez de ese mismo principio en la relación entre Estados Unidos y China.
La feroz competencia que libran ambas superpotencias por ganar la delantera en la carrera tecnológica, especialmente en el crucial terreno de la inteligencia artificial, incluso en la forma exacerbada que sucede en el momento actual, incluye al mismo tiempo un vasto espacio de cooperación recíproca, reflejado en el volumen del intercambio bilateral y en los intereses de las empresas multinacionales estadounidenses en China y las corporaciones chinas en Estados Unidos.
El G-2, convertido en la “mesa chica” del G-20, es la nueva plataforma de la gobernabilidad mundial. No hay entonces una nueva guerra fría, ni tampoco cabe divisar la perspectiva ominosa de un conflicto bélico entre las dos superpotencias en este período histórico. Tampoco existe una clásica división de espacios geográficos de influencia. Competencia y cooperación, en un escenario de recurrentes conflictos y negociaciones, es el signo de la fórmula que vincula a las dos superpotencias.
Así como durante la guerra fría la inserción internacional de cada país podía definirse a partir del tipo de relaciones que mantenía con Estados Unidos y con la Unión Soviética, en el mundo de hoy la participación de cada nación en el sistema global puede medirse en función de la naturaleza de sus vínculos con Estados Unidos y con China. En ese contexto, pierden todo sentido práctico las ideas de alineamientos automáticos en cualquier dirección. Lo verdaderamente relevante es la calidad y el grado de integración que un país tenga en el sistema mundial.
La nueva cuestión social
Este nuevo escenario mundial del que la Argentina forma parte modifica la naturaleza de la cuestión social y, por lo tanto, demanda una redefinición del significado de la justicia social, que para Perón es la categoría fundamental que constituye la brújula permanente de la acción política. En su encíclica “Centesimus Annus”, publicada en 1991, aún antes de la irrupción de la aparición de Internet, el Papa Juan Pablo II diagnosticó esa mutación con extraordinaria lucidez y formuló una adecuación de la doctrina social de la Iglesia a las exigencias de la sociedad del conocimiento.
Para Juan Pablo II, “Si en otros tiempos el factor decisivo era la tierra y luego lo fue el capital, entendido como conjunto masivo de maquinaria y de bienes instrumentales, hoy en día el factor decisivo es cada vez más el hombre mismo, es decir su capacidad de conocimiento que se pone de manifiesto mediante el saber científico y su capacidad de organización solidaria, así como la de intuir y satisfacer las necesidades de los demás”.
La encíclica advierte que “de hecho, hoy muchos hombres, quizás la gran mayoría, no dispone de medios que le permitan entrar de manera efectiva y humanamente digna en el sistema de empresa, donde el trabajo ocupa un lugar verdaderamente central. No tienen posibilidad de adquirir los conocimientos básicos que les ayuden a expresar su creatividad y desarrollar sus actividades. No consiguen entrar en la red de conocimiento y de intercomunicaciones que les permitirían ver apreciadas y utilizadas sus cualidades. Por tal motivo, agrega que “ellos, aunque no explotados propiamente, son marginados ampliamente y el desarrollo económico se realiza, por así decirlo, por encima de su alcance”. Es aquello que Francisco popularizó con el término de “descartables”.
Aquel diagnóstico resultó absolutamente exacto. En las nuevas condiciones surgidas del proceso de digitalización del sistema productivo mundial, resulta cada vez más evidente que las crecientes desigualdades en la distribución del ingreso, la calidad del empleo, las posibilidades de incorporación al mundo del trabajo y hasta la línea divisoria entre la inclusión y la exclusión social estarán cada vez más determinadas por el acceso que tengan los países, las regiones, los grupos sociales y los individuos a los constantes adelantos derivados de ese incesante cambio tecnológico en marcha.
Estas enormes transformaciones, operadas en un lapso históricamente breve, no son socialmente neutras. Generan altos costos y fuertes exigencias de adaptación. Implican la existencia de ganadores y perdedores. Imponen, de esta manera la necesidad de replantear en nuevos términos la cuestión social, definida como la prioridad ineludible para el pensamiento y la acción política en esta etapa del siglo XXI.
En esta fase histórica de transición, resulta indispensable desarrollar una vastísima empresa de reconversión individual y comunitaria, que contribuya a la visualización cultural de lo nuevo como amigo, a mirar al futuro no sólo en lo que conlleva de acechanza sino también en lo que encierra de oportunidad. Porque en esta sociedad del conocimiento los pueblos prosperarán o no en la medida en que sean capaces de adecuarse a esta nueva realidad. Aquí reside, en términos de Perón, el núcleo básico de esa nueva “montura” que habrá que fabricar para “cabalgar la evolución”.
Educación, trabajo y tecnología
La respuesta estratégica a este desafío fundamental de la época es la puesta en marcha de una verdadera Revolución de la Educación y del Trabajo, que promueva la rápida creación de las condiciones propicias para la incorporación activa de la Argentina como nación, y no sólo de una minoría privilegiada, a esta sociedad del conocimiento. Hacerlo no es una tarea reservada para tecnólogos ni para tecnócratas. Requiere un esfuerzo organizado de la sociedad.
En la segunda mitad del siglo XIX, la visión educadora de Sarmiento, continuada por la generación del 80, a través del establecimiento de la enseñanza gratuita y obligatoria, posibilitó un proceso de alfabetización masiva que cambió a la Argentina y le permitió ocupar el primer lugar en América Latina y un sitio de privilegio en el concierto mundial de comienzos del siglo XX. Hoy hace falta una visión de igual audacia y envergadura para que los argentinos de todas las clases sociales y de todas las regiones geográficas puedan desarrollarse individual y colectivamente en las condiciones extremadamente competitivas de la nueva sociedad mundial.
La vertiginosidad de los cambios científicos y tecnológicos, y su inevitable impacto en el mundo del trabajo, los hábitos culturales y la vida cotidiana, dejan definitivamente atrás el concepto de la educación concebida como una función circunscripta a una etapa de la vida. Hoy la educación constituye un proceso de aprendizaje permanente que involucra a todas las edades y representa una nueva dimensión de la existencia humana.
La formación continua constituye un instrumento insustituible para la elevación de los niveles de capacitación de la fuerza de trabajo, exigencia insoslayable en una economía cada vez más sofisticada. La vinculación entre el mundo de la educación y del trabajo, cruzados ambos por el vector tecnológico, es un requisito imprescindible para reducir las desigualdades sociales y garantizar una auténtica igualdad de oportunidades para todos.
Por su naturaleza y magnitud, esta cruzada educativa de nuevo tipo exige un decidido impulso del Estado y un activo protagonismo de la sociedad civil. En este punto, las organizaciones sindicales tienen un rol fundamental. Por su experiencia histórica y su capacidad organizativa, los sindicatos están en condiciones de convertirse en los principales actores de ese esfuerzo de autoeducación colectiva de la sociedad, en beneficio del país entero y en particular de los propios trabajadores.
En la Argentina del siglo XXI, la tarea de impulsar un salto cualitativo en el campo de la formación laboral y profesional de nuestro pueblo, redefinida en estos términos de autoeducación permanente de la sociedad, adquiere una significación social tan trascendente y revolucionaria como la que tuvo la legislación laboral que distinguió a la revolución social encarnada por el peronismo entre 1945 y 1955.
El desafío de la marginalidad
Pero el replanteo de los caminos para la justicia social en las condiciones de nuestra época requiere enfatizar que, más allá de las necesarias acciones puntuales focalizadas para atender situaciones de emergencia, no puede existir ninguna política social verdaderamente exitosa que no se encuentre inscripta dentro de una estrategia de crecimiento económico. No hay tal cosa como una “política económica”, por un lado, y una “política social”, por el otro. Cuando una política económica genera mayor pobreza, no existe ninguna política social capaz de compensarla.
Una expresión emblemática del fenómeno de la marginalidad social creciente hoy en la Argentina, cuya erradicación es el objetivo prioritario de la época, está reflejada en los millones de compatriotas que habitan en villas de emergencia y asentamientos precarios. Su plena integración a la sociedad, mediante su acceso a condiciones de vida mínimamente dignas y su inserción en el mundo productivo, exige poner fin a las anomalías de esa situación.
La primera respuesta a esta necesidad consiste en una reforma del sistema legal, fundada en el reconocimiento de la posesión precaria de esos bienes inmuebles. Eva Perón decía que “queremos una sociedad de propietarios, no de proletarios”. Corresponde entonces transitar el camino iniciado con la ley aprobada en 2018 por unanimidad del Congreso Nacional, que en una cabal demostración de consenso político sentó las bases de un ambicioso plan de regularización de los derechos de propiedad en los más de 4.000 villas de emergencia y asentamientos inscriptos en el inédito censo de barrios populares realizado en 2017 conjuntamente por el Estado, los movimientos sociales, los sacerdotes villeros, Caritas y otras organizaciones no gubernamentales.
El sociólogo peruano Hernando De Soto, en su libro “El misterio del capital” mostró los resultados de una investigación que revelaba que ya en la década del 90 el valor de los bienes inmuebles en posesión, pero no en propiedad legal, de los pobres en los países del antiguo Tercer Mundo y de los que recién salían del comunismo duplicaba el circulante total de moneda de Estados Unidos y era casi equivalente a la cotización accionaria de las empresas que cotizaban en ese momento en las veinte principales bolsas de valores del mundo. De Soto puntualizó que la contrapartida de esa realidad es que esos recursos son un gigantesco “capital muerto” que resulta necesario movilizar.
Para De Soto, un intelectual de formación liberal, “no tiene sentido continuar pidiendo economías abiertas sin encarar el hecho de que las reformas económicas en curso sólo les abren las puertas a elites pequeñas y globalizadas y excluyen a la mayoría de la Humanidad. Hoy la globalización capitalista está preocupada por interconectar sólo a las elites que viven dentro de la campana de vidrio. Retirar la campana de vidrio y acabar con el apartheid a la propiedad requerirá ir más allá de las fronteras actuales, tanto las económicas como las de la ley”. Francisco recoge ese llamado con la consigna de las “tres T”: tierra, techo y trabajo.
Pero en esa trilogía, el acceso al techo y a la tierra demanda, precisamente, la creación de trabajo. En las “Veinte Verdades”, Perón enfatizó, fuera de todo prejuicio clasista, que “para el peronismo existe una sola clase de hombres, los que trabajan” y que “cada argentino está obligado a producir por lo menos lo que consume”. En la Marcha Peronista, su figura está ensalzada como “el primer trabajador”. Su discurso en la Plaza de Mayo del 17 de octubre de 1945, fecha de nacimiento del peronismo, termina con la afirmación de que ”sobre la hermandad de los hombres que trabajan habrá de edificarse la grandeza de esta bendita Patria”.
En el pensamiento de Perón, y también en su obra de gobierno, estuvo siempre presente la idea de la movilidad social ascendente y la reivindicación del trabajo como pilar insustituible de la dignidad humana. Jorge Bolívar puntualizaba que el peronismo es un “trabajismo”. Nada más alejado de la concepción de Perón que el “pobrismo”, esa creación intelectual de “almas bellas” que en los hechos apunta a perpetuar en la pobreza a aquéllos a quienes pretende defender.
La revolución de los alimentos
Perón sabía perfectamente que no hay trabajo sin capital, ni trabajadores sin empresas, ni empresas sin inversión. Esto supone que la senda de la justicia social es inseparable de la creación de riqueza a través del vigoroso desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad. En la economía globalizada, esa exigencia está unida a la necesidad de participar activa y exitosamente en la carrera internacional de la competitividad.
En una economía cada vez más mundialmente integrada, la competitividad tiene un carácter sistémico. Porque no compiten solamente las empresas. Compiten también, y principalmente, los países, las regiones y las ciudades, o sea distintos sistemas integrales de organización y de decisión. De allí la importancia que adquiere en esa competencia sistémica la eficacia del Estado en la provisión de bienes públicos de alta calidad, especialmente en materia de educación, salud pública, justicia, seguridad ciudadana y medio ambiente.
En la economía de hoy, el perfil y las características propias que adquiere el proceso de industrialización en cada país surgen básicamente del cruce entre sus ventajas competitivas y los requerimientos del mercado mundial. En ese sentido, el país tiene por delante una oportunidad histórica: la explosión de crecimiento de los países asiáticos, liderados por China, acompañada por el paralelo incremento de la capacidad de consumo de sus poblaciones, acarrea un formidable aumento de la demanda mundial de alimentos. El abastecimiento de la “mesa de los asiáticos” es un objetivo prioritario de la estrategia de desarrollo económico de la Argentina.
La clarividencia de Perón se ve aquí otra vez corroborada por los hechos. En septiembre de 1944, en el mensaje pronunciado en el acto de constitución del Consejo Nacional de Posguerra, el organismo encargado de la planificación de su futura acción de gobierno, Perón señaló: “la técnica moderna presiente la futura escasez de materias primas perecederas y orienta su mirada hacia las producciones de cultivo. En el subsuelo inagotable de las pampas de nuestra patria, se encuentra escondida la verdadera riqueza del porvenir”.
Casi treinta años después en diciembre de 1973, apenas asumida su tercera presidencia, Perón afirmó: “Solamente las grandes zonas de reservas tienen todavía en sus manos la posibilidad de sacarle a la tierra la alimentación necesaria para este mundo superpoblado y la materia prima para este mundo superindustrializado. Nosotros constituimos una de esas grandes reservas. Ellos son los ricos del pasado. Si sabemos proceder, nosotros seremos los ricos del futuro”.
En esa ocasión, agregó Perón: “frente a este cuadro, y desarrollados en lo necesario tecnológicamente, debemos dedicarnos a la gran producción de granos y proteínas, que es de lo que está más hambriento el mundo de hoy”. Meses después, en su Modelo Argentino para el Proyecto Nacional, incluyó otro concepto premonitorio: “lo fundamental es que cada producto que salga al mercado, y particularmente al internacional, cuente con el mayor valor agregado que los factores de producción permitan”.
La puesta en marcha de una auténtica Revolución de los Alimentos no implica en absoluto la reprimarización de la economía. Muy por el contrario, es el camino para impulsar una reindustrialización internacionalmente competitiva de la Argentina. La superior competitividad de la producción agroalimentaria argentina no es sólo el resultado de sus excepcionales ventajas comparativas, sino de la convergencia entre esas variables con las grandes inversiones realizadas por el sector en el sistema logístico de la producción, potenciadas por la utilización sistemática de los adelantos biotecnológicos.
Esta conjunción virtuosa posibilita una inserción de la Argentina en el nuevo escenario mundial basada en el aprovechamiento integral de sus inmensos recursos naturales, con el énfasis puesto en el fortalecimiento de la cadena agroalimentaria y el despliegue de toda la amplia gama de actividades de la agroindustria, acompañados por la aplicación intensiva de la economía del conocimiento al sistema productivo, para garantizar niveles crecientes de productividad. Esa es la llave maestra que permite potenciar las exportaciones y generar las divisas necesarias para superar los periódicos estrangulamientos en la balanza de pagos que generan las crisis recurrentes de la economía argentina.
Hacia una nueva geografía económica
La conversión de la Argentina en una potencia alimentaria de envergadura mundial supone también una redefinición de nuestra geografía económica, orientada hacia la ampliación de la frontera agropecuaria y el aprovechamiento intensivo de la totalidad de los recursos naturales diseminados en nuestro vasto territorio, en particular la minería, especialmente el litio, y los recursos energéticos, entre los que se destacan los yacimientos de Vaca Muerta, una de las reservas de petróleo y gas más importantes del mundo.
Esta reformulación geopolítica, que hoy es económicamente viable, demanda profundizar la integración con los países vecinos, fundada en un criterio de “regionalismo abierto”. La Argentina tuvo tradicionalmente su mirada puesta en la frontera atlántica, que la vincula con Europa. Ahora tiene que focalizarla sobre su frontera americana, que la une con sus países vecinos y, a través de Chile, con el Océano Pacífico, que es la vía de comunicación con los grandes mercados de consumo del continente asiático.
El rediseño de la geografía económica imprime viabilidad a una estrategia orientada hacia una redistribución de la población, un objetivo que en estas nuevas condiciones productivas y con las nuevas tecnologías de la información no es más una quimera romántica sino una posibilidad real, que forma parte de la tendencia estructural hacia la desconcentración demográfica que experimenta actualmente el mundo desarrollado.
La Argentina tiene hoy 45 millones de habitantes en un territorio continental de casi tres millones de kilómetros cuadrados enteramente habitables, pero más del 30% de esa población está concentrada en la ciudad de Buenos Aires y en el conurbano bonaerense, o sea en apenas una milésima parte de esa superficie. La transformación de esa estructura macrocefálica abre una alternativa para brindar una respuesta efectiva a la cuestión de la marginalidad social, que no puede resolverse en el hacinamiento de los grandes conurbanos, convertidos en focos sistémicos de reproducción de la marginalidad social, con una incidencia cada vez mayor en la inseguridad pública.
Este objetivo implica el lanzamiento de una nueva epopeya colonizadora, equivalente a una Segunda Conquista del Desierto. Requiere una estrategia de inversiones en infraestructura, con eje en el incremento de la conectividad, para tornar posible la fundación de nuevas ciudades en el interior. Exige el impulso a una política de tierras que promueva el acceso a la propiedad, una exigencia que corrobora que lo económico y lo social no pueden concebirse como compartimentos estancos sino como dos aspectos de una unidad indivisible.
La comunidad organizada en el siglo XXI
La redefinición de la geografía económica tiene profundas implicancias políticas. Supone un replanteo del marco institucional orientado en la dirección que señala Perón de la construcción de la comunidad organizada, concebida como un sistema de poder y un modelo de organización de la sociedad. Porque la multiplicación de nuevos de polos de desarrollo productivo en las distintas regiones del país supone una descentralización económica y política que vigoriza el protagonismo y la autonomía de las provincias y los municipios.
Esa reaparición de la Argentina federal es un pilar fundamental para el rediseño del sistema institucional en el sentido señalado por Perón, que definía a la comunidad organizada como la “conjunción entre un gobierno centralizado, un Estado descentralizado y un pueblo libre”. Ese “gobierno centralizado”, que está en el vértice de la pirámide de decisiones, está inequívocamente identificado en la figura del Presidente de la República, que representa la encarnación de la legitimidad democrática, por la condición insustituible e indelegable que le otorga su carácter de único funcionario público electo por la totalidad del pueblo argentino.
La autoridad presidencial es lo que le imprime vida al sistema y le impide quedar en manos de burocracias intermediarias, que actúan fuera del control público y escapan por definición a la lógica profunda, eminentemente popular, no elitista, de las democracias contemporáneas en esta era que Perón bautizó acertadamente como “la hora de los pueblos”, una oleada que resulta hoy exponencialmente potenciada por el empleo cada vez más generalizado de las redes sociales como mecanismo de información y de participación política.
Pero para Perón, ese “gobierno centralizado” se articula con la presencia y la acción de un “Estado descentralizado”, signado por una creciente asunción de poderes y responsabilidades por parte de las provincias y los municipios. El principio rector para el funcionamiento del sistema es la profundización de la democracia. Implica colocar siempre lo más cerca posible de la base el poder de decisión sobre los asuntos concernientes a cada sector social y a cada comunidad local.
Porque el aporte verdaderamente propio y original de esa visión de Perón sobre la comunidad organizada, aquello que la diferencia cualitativamente de las concepciones ideológicas tradicionales, es el protagonismo de las organizaciones libres del pueblo como núcleo de una democracia participativa que amplía sustancialmente el sistema de representación política y fortalece su legitimidad. Perón diferenciaba claramente entre “masa” y “pueblo” y lo que a su juicio distingue ambas categorías es, precisamente, la organización.
Para Perón, el poder es organización y la organización es poder. En aquel célebre discurso de clausura del Congreso Nacional de Filosofía de Mendoza de 1949, donde esbozó las bases de su libro “La Comunidad Organizada”, subrayó que “esa organización, para que sea eficaz y constructiva, debe ser popularmente libre”. Agrega que “al sentido de comunidad se llega desde abajo y no desde arriba”. Resulta imposible compatibilizar el pensamiento de Perón con el mote superficial de “populismo”, usualmente empleado por sus detractores para descalificarlo.
En su mensaje de apertura de las sesiones legislativas del 1° de mayo de 1954, Perón recalca que “la única posibilidad de conciliar el gobierno con la libertad del pueblo es gobernar con las organizaciones del pueblo”, porque “no se gobierna para el pueblo sino se gobierna con el pueblo”. Un año después, en la misma oportunidad, insistió: “ya no somos la masa inorgánica y amorfa de 1943. Constituimos una comunidad organizada, cuerpo de organizaciones sociales, económicas y políticas vitalizadas por un conjunto armónico y equilibrado de ideas que constituyen nuestra doctrina”.
Pero el concepto de comunidad organizada no es una noción estática, detenida en el tiempo. Está obligado a evolucionar junto con la sociedad. En esta sociedad del siglo XXI, cada vez más diversificada y compleja, irrumpen nuevos actores cuya presencia y protagonismo es imposible desconocer. Es el caso, por ejemplo, de los movimientos sociales, concebidos como formas incipientes de organización de los excluidos, y de todas las nuevas manifestaciones organizativas que expresan la inmensa riqueza y la vitalidad de la sociedad civil, cuyo extraordinario vigor ratifica la apreciación de Perón de que “en la Argentina lo mejor que tenemos es el pueblo”.
Argentina en la sociedad mundial
En esta nueva sociedad mundial, signada por el advenimiento de la fase histórica del universalismo, la distinción entre el “afuera” y el “adentro” se diluye hasta casi desaparecer. Por tal motivo, la solidez de un sistema político está indisolublemente ligada con los niveles de integración de cada país en el sistema global. Esa estrategia de integración exige compatibilizar una férrea afirmación del interés nacional con una cultura de la asociación acorde a la época.
En todos los casos, ese imperativo supone siempre el fortalecimiento de la relación con Estados Unidos, cuyo reconocimiento como eje de ese sistema de poder se parece más al reconocimiento de la existencia de la ley de gravedad que a una decisión de política exterior, y con China, la superpotencia ascendente, que constituye además una inmensa fuente de oportunidades. Pero en la situación específica de la Argentina lo fundamental de su inserción en el mundo pasa por su asociación con Brasil, nuestro principal socio comercial y aliado estratégico necesario a nivel regional y global.
Argentina y Brasil están ricamente dotados en historia e identidad nacional. Ambos países, junto, están en condiciones de erigirse, en una acción mancomunada con el resto de la región, en protagonistas de una política global surgida en América del Sur y proyectada hacia el mundo, capaz de actuar con una voz propia, sustentada en un poder creciente, tanto económico como político e incluso militar, en los grandes temas del siglo XXI.
El núcleo de esta alianza estratégica es la transformación de América del Sur, con Brasil en primer lugar, en la mayor fuente producción de proteínas del siglo XXI y principal abastecedor de alimentos a los centenares de millones de consumidores de la nueva clase media en ascenso del continente asiático y, a partir de ese hecho estructural, transformar a la región en un actor de relevancia en el escenario global.
Otra vez vale aquí recordar la vigencia de la visión de Perón, quien en un histórico discurso en noviembre de 1953 en la Escuela Superior de Guerra, afirmó: “Ni Argentina, ni Brasil ni Chile aislados pueden soñar con la unidad económica indispensable para enfrentar su destino de grandeza. Unidos forman, sin embargo, la más formidable unidad, a caballo de los dos grandes océanos de la civilización moderna. De esa unidad, podría construirse hacia el norte la Confederación Sudamericana, unificando a todos los pueblos de raíz latina”. Y, para salir al cruce de cualquier objeción prejuiciosa, acotó: “nosotros no tenemos con ellos ningún problema, como no sea ese sueño de la hegemonía, en el que estamos prontos a decirles: son ustedes más grandes, más lindos y mejores que nosotros”.
En la misma exposición, Perón sostiene que “hay que tener la política de la fuerza que se posee o la fuerza que se necesita para sustentar una política. Nosotros no podemos tener lo segundo, tenemos que reducirnos a aceptar lo primero, pero dentro de esa situación podemos tener nuestras ideas y luchar por ellas”. Pero tras esa aparente demostración de modestia, que encubre su implacable realismo, Perón desarrolla la idea de la Argentina como país ”monitor”, un término que identifica a “quien enseña el camino”. Explica que “para ser país monitor, como sucede con todos los monitores, ha de ser necesario ponerse adelante, para que los demás lo sigan”.
Estas descarnadas apreciaciones revelan que en la visión de Perón la Argentina tiene que guiar la construcción de su destino nacional con una percepción hiperrealista de los acontecimientos, que presume que la realidad, esa “única verdad”, está cargada de sentido y que, por lo tanto, siempre tiene razón. “Obedecemos a los hechos, nosotros creemos que no somos la causa, sino apenas la consecuencia de los hechos”.
Pero este hiperrealismo no tiene nada que ver con un pragmatismo miope, que siga desde atrás y pasivamente los pasos del proceso histórico. Muy por el contrario, Perón plantea la necesidad de actuar con lucidez y sin complejos en el escenario mundial. En 1973, veinte años después de aquel discurso en la Escuela Superior de Guerra advertía: “si nosotros no nos ponemos también a intervenir en la organización de ese universalismo, todos nuestros años de lucha serán inútiles. Porque si los imperialismos actuales imponen el ritmo de esa universalización, lo harán en su provecho, no en el nuestro”.
La nueva década
En la nueva década que se inicia, la Argentina ingresa en una etapa cualitativamente novedosa de la historia. Hay un cambio mundial en marcha, a ritmo acelerado y con carácter irreversible. Hoy más que nunca conviene entonces recordar la renovada vigencia de la definición de Perón cuando hace cincuenta años advertía que “en el mundo de hoy, la política puramente nacional es una cosa casi de provincias. Lo único que importa es la política internacional, que juega desaprensivamente por adentro y por afuera de los países”.
El desafío es aprovechar las inmensas oportunidades que ofrece al país un mundo en expansión, guiado por la Cuarta Revolución Industrial y el ascenso del mercado asiático. La recuperación de la economía mundial después de la pandemia, la superabundancia de liquidez en el mercado global de capitales, que facilita la obtención de crédito externo a tasas inéditamente bajas, y el sostenido incremento del precio internacional de la soja, derivado del aumento de la demanda china, sintetizan la aparición de una coyuntura internacional extraordinariamente favorable para la Argentina.
En la década que termina, mientras el mundo y América Latina experimentaban una etapa de fuerte crecimiento económico y de reducción de la pobreza y la marginalidad social, empujada por los países asiáticos, la Argentina padeció una larga fase de estancamiento económico, que abarcó a gobiernos de distinto signo político. El ingreso por habitante es menor que hace diez años y, por consiguiente, los índices de pobreza y de indigencia fueron en aumento. La pandemia empeoró naturalmente esos indicadores preexistentes, pero la magnitud de la caída torna previsible un efecto de rebote. El desafío de la hora reside en convertir a esa recuperación coyuntural en el piso de una nueva etapa de crecimiento sostenido.
El problema no hay que buscarlo afuera sino adentro. Existe una profunda crisis de confianza, patentizada en un profundo descreimiento colectivo, reflejado en la fuga de capitales y la caída de la inversión. Esa desconfianza generalizada se manifiesta en el hecho que los argentinos tenemos ahorrados fuera del sistema financiero nacional, sea en el país o en el exterior, un volumen de divisas equivalente a la totalidad de nuestro producto bruto interno. La inversión en la actividad productiva de apenas un 10% de esa cifra sería suficiente para el despegue de la economía.
La crónica fragilidad del tejido institucional, unida al fuerte debilitamiento del poder político, cuyo vértice insustituible es la autoridad presidencial, incentiva la histórica tendencia del conjunto de la sociedad argentina a manifestar sus reclamos a través de la acción directa, que incluye movilizaciones masivas, paros, piquetes, cacerolazos, cortes de rutas, ocupación de hierras y demás expresiones de descontento que grafican un escenario de creciente ingobernabilidad, al borde del estallido.
Una vez más, el peronismo está obligado a reinventarse a sí mismo. Necesita recrear su unidad de concepción alrededor de una clara visión estratégica acorde a los tiempos y de una propuesta sobre el futuro de la Argentina. El núcleo conceptual ineludible para la formulación de esa política es la afirmación de la unidad nacional, que constituye un valor supremo, más allá de la hojarasca y de las pequeñeces y compromete tanto al oficialismo como a la oposición, así como a todos los actores productivos y a las diversas expresiones de la sociedad civil. Las urgencias perentorias de la crisis imponen la vigencia del apotegma de que “para un argentino no puede haber nada mejor que otro argentino”.
La situación argentina exige una reformulación del sistema de poder político instaurado a partir del 10 de diciembre de 2019 , a fin de fortalecer sustancialmente sus bases de sustentación y dotarlo de la capacidad suficiente para adoptar con energía y decisión todas las medidas que las circunstancias impongan para salir de la emergencia y encarar las reformas estructurales indispensables para abrir un nuevo horizonte para la producción y el trabajo de los argentinos.
Sólo un amplio consenso nacional alrededor de un proyecto compartido, tal como lo expresara Perón en su mensaje al Congreso Nacional el 1° de mayo de 1974, puede generar la confianza necesaria para acometer esa tarea. En las condiciones de la Argentina de hoy, definir ese nuevo rumbo requiere, en primer lugar, enterrar el pasado como asunto de discusión política. Perón, que tan lúcidamente supo hacerlo en 1973, suscribiría gustoso esta apreciación de Nietzche: “El que actúa tiene que olvidar el pasado, de otro modo se vería paralizado por la indecisión. A fin de poder actuar, el hombre de acción debe ser injusto con el pasado y no ver sino su derecho de crear un futuro mejor”.
Porque el renacimiento de la esperanza no reside en una vuelta al pasado, a ningún pasado, por glorioso que pueda haber sido, sino en una fe compartida sobre la construcción de un porvenir común. En un diálogo relatado por André Malraux en su libro “La Hoguera de encinas”, Charles De Gaulle le decía: “La agonía de Francia respondía a algo más que a causas objetivas. Era sobre todo producto de la impotencia de su pueblo por creer en algo, que en definitiva es falta de grandeza. La grandeza es un camino hacia lo que no se conoce. La guía la esperanza. ¡Qué bien marchan las cosas cuando los franceses creen en Francia!”.
No se trata de entonar un ingenuo canto de optimismo. El optimismo, como el pesimismo, son sensaciones frágiles y perecederas. Ambos están puestos afuera del campo de la acción. Lo realmente importante no es el optimismo sino la confianza, requisito esencial para recrear la esperanza. Pero ni la confianza, ni menos aún la esperanza de los pueblos, surgen de un acto de fe individual. Constituyen un sentimiento colectivo que exige una construcción política ampliamente inclusiva. Por lo tanto, la esperanza también se organiza. Perón nos diría que tenemos que organizar la esperanza de los argentinos.
2 comentarios:
Impecable...
Gracias por difundir estas ideas y propuestas...
Cordialmente
Ch pereyra
Excelente análisis estratégico, muy ordenador, muchas gracias
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